Mostrando entradas con la etiqueta varón y mujer. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta varón y mujer. Mostrar todas las entradas

miércoles, 20 de septiembre de 2023

VARÓN Y MUJER

 

En los animales la condición sexual está limitada a funciones y momentos concretos, pero en el hombre la condición sexuada está presente de modo permanente y totalizador. Hay dos formas de vida humana: la masculina y la femenina. Ser varón o ser mujer se vive en general como una condición valiosa, a pesar de que hay millones de ejemplares de cada uno. Eso se debe a que no es algo puramente biológico, sino biográfico: algo que no está “dado”, que debemos construirlo, que es un proyecto en marcha. Por eso es inseguro y admite grados: se puede ser más o menos hombre, más o menos mujer.

 Y por eso los papeles masculino y femenino varían a lo largo de la historia. Pero son los contenidos de la virilidad y de la feminidad los que varían; lo que no varía es su relación recíproca: se es varón con respecto a la mujer, y al revés. La condición sexuada se configura como proyección ante el otro sexo. 

 Pero esa proyección no es igualdad. Varones y mujeres no somos iguales: lo que existe entre los sexos es polaridad. Que no es oposición: entre las manos derecha e izquierda hay una relación de polaridad: no son iguales, pero no son contrarias: ambas son manos, formas diferentes de ser mano.

 Lo mismo pasa entre varones y mujeres. Por eso, las normas y estructuras válidas para cada uno de ellos no pueden derivarse del otro. Varón y mujer son iguales respecto a su dignidad y a su valor, pero son distintos respecto a su naturaleza. Y cuando esto se confunde todo se trastoca.

 Entre el hombre y la mujer no hay igualdad sino equilibrio, un equilibrio dinámico, hecho de desigualdad y de tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a los dos al mismo nivel, y, como es dinámico, cualquier cambio que se produzca en uno de ellos se compensa con un cambio en el otro y con una cierta reinterpretación social de ambos.

 Esto se ve claramente cuando nos asomamos a series de retratos a lo largo de la historia: cuando los hombres se dejan barba las mujeres aparece con el rostro más limpio, mientras que cuando los hombres se afeitan las mujeres se ponen más polvos y colores en la cara; e incluso, cuando el hombre ha acudido al maquillaje y a las pelucas, como en el Rococó, en el siglo XVIII francés, la mujer ha acentuado el colorido de su cara, y se ha vestido con ropajes más llamativos. Incluso en aquellas cosas compartidas por ambos sexos se introduce enseguida una cierta estilización que restaura las diferencias: hasta hace unos años el pantalón era una prenda de uso exclusivamente masculino; la incorporación de pantalones al vestuario de la mujer no ha significado, sin embargo, la igualación en el vestir: ahora hay pantalones de hombre y pantalones de mujer. 

 La condición sexuada no se limita a la genitalidad. Las cualidades de la persona tienen matices propios, peculiares de uno u otro sexo: la forma de vivir la ternura, por ejemplo, o la firmeza, tienen rasgos propios en uno y en otra. O ciertas tendencias, cierta “facilidad” para vivir algunos de esos aspectos: el varón muestra mayor tendencia a la exactitud, a racionalización, a la técnica,…mientras que a la mujer  se le da mejor el conocimiento de las personas, la atención a lo concreto, la intuición, la delicadeza,… No se trata de un “reparto” de cualidades, sino de una disposición a la complementariedad, a la ayuda mutua.

La condición sexuada crea así el “campo magnético” de la convivencia: pone ante nosotros una forma de vida humana que nos será siempre ajena, que tiene sus propios cauces proyectivos, sus cualidades, sus valores, sus matices propios. Exige el uso de la imaginación para interpretar a esa persona que es radicalmente “otra” que yo, y eso crea una tensión emocional, una actitud de anticipación y expectativa, que culmina en la posibilidad de la ilusión.

 Esta tensión es el substrato del amor. Pero el amor no puede reducirse a la vida psíquica ni a una serie de actos. Tampoco es algo que se tiene, ni es cuestión de física ni de química: el amor es un estado en el que se está y desde el que se vive. Amar a una persona no es sólo proyectarse biográficamente hacia ella, sino con ella. Cuando me enamoro cambia el proyecto en que consisto para incluir a la mujer que amo. Pero como se trata del proyecto en que consisto, resulta que cuando estoy enamorado me convierto en otro, distinto del que era antes de amarla. Y esto responde a la pregunta de por qué necesito a la mujer de la que estoy enamorado: la necesito para ser verdaderamente quien soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

 Pero la felicidad no es ausencia de conflictos. Los viejos cuentos de hadas nos decían que el príncipe y la princesa fueron felices para siempre, no que vivieron sin conflictos para siempre. Creo que la mayoría de los matrimonios son felices, pero no existe el matrimonio sin conflictos, porque los esposos son personas distintas con puntos de vista distintos.  

Muchos matrimonios se rompen porque se olvida esta verdad. 

miércoles, 16 de septiembre de 2020

LA MUJER NO ES UN HOMBRE ATROFIADO

Leo en el periódico que se ha inaugurado en Barcelona una exposición titulada “Los derechos trans son derechos humanos” cuyos organizadores preguntan: “¿Cuál es la fina línea que separa un clítoris grande de un pene pequeño? ¿En qué momento los labios externos de la vulva pasan a ser el escroto?". Me gustaría contribuir a dar alguna luz en este asunto.

Los biólogos hablan de "analogía" para referirse a la semejanza que guardan entre sí órganos de especies distintas que, aunque son en realidad profundamente diferentes en su composición y estructura, sin embargo, cumplen una función semejante. Son estructuras análogas, por ejemplo, el ala de una mosca y el ala de un águila. Un concepto diferente, casi inverso al de analogía, es el de “homología”, que se refiere a la relación que guardan entre sí estructuras que, aunque profundamente diferentes en su forma y su función, guardan, sin embargo, una gran semejanza en su composición y estructura, porque están estrechamente emparentadas desde el punto de vista evolutivo. Por ejemplo, la pata de un caballo, el ala de un murciélago y el brazo de un hombre son estructuras homólogas, como se puede comprobar comparando sus anatomías.

A partir de estas semejanzas biológicas entre especies diferentes el zoólogo alemán Ernst Haeckel popularizó lo que se llamó “Teoría de la Recapitulación”, hoy ya arrinconada en lo que se refiere a su sentido más pleno, literal. Expresado con las palabras técnicas que utilizó Haeckel, dicha teoría afirma que “la ontogenia recapitula la filogenia”, lo que dicho en lenguaje corriente significa que el desarrollo prenatal del embrión reproduce las etapas de la evolución de su especie.

Se hicieron populares entonces imágenes que mostraban embriones de diferentes especies en diferentes momentos de su desarrollo. En ellas se podía observar un parecido cada vez mayor con las respectivas formas adultas a medida que avanzaba el desarrollo. Sin embargo, mucha gente interpretó esas imágenes en sentido contrario: observó que cuanto más precoz era el embrión, más se parecía al embrión de otra especie, y de ahí nació el mito de que el desarrollo embrionario era un proceso de divergencia sucesiva, en el que se producía la separación de diferentes posibles caminos, hasta dar lugar a una forma adulta concreta.

Pero eso no es verdad: si el embrión de un cerdo encuentra impedido su desarrollo hasta la forma adulta del cerdo no se va a convertir en un conejo, ni en un perro. Morirá. No hay cambio de raíles en Biología.

Y lo que digo de un embrión lo digo de cualquiera de sus partes: en un embrión de pollo el esbozo de un ala no se convertirá en una pata: se convertirá en un ala, o no se formará extremidad. Ni siquiera adquirirá rasgos del otro sexo de su especie: todos está ya programado y no es modificable: si es macho, su cresta será la de un gallo, no la de una gallina. Dirá quiquiriquiquí, no dirá clo-clo-clo.

Después de Haeckel han venido la Paleontología, y la Embriología, y la Genética, y la Biología del Desarrollo, y hemos aprendido muchas cosas que Haeckel no podía saber. Por eso digo que, en su sentido literal, su teoría no se sostiene ya. Sin embargo, permanece aún en algunos esa idea mítica del “volantazo” a mitad de desarrollo; que, en cualquier momento, lo que se está desarrollando se podría convertir en otra cosa.

Por eso, para las preguntas a las que me refería al principio la única respuesta posible es: -“Pregunta equivocada”. Un clítoris puede alcanzar un desarrollo tal que llegue a parecer un pene pequeño. Pero sólo lo parecerá. Aunque ambos se desarrollan a partir de un tubérculo genital, ese tubérculo es ya esbozo de un clítoris o de un pene. No se distinguen por su tamaño, aunque habitualmente sus tamaños son muy distintos: lo que los distingue es que el clítoris está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de sí, mientras que un pene –también uno muy pequeño- está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de otro. Y lo mismo habría que decir de los labios externos de la vulva y el escroto.

En otras palabras: los labios externos de la vulva no pasan a ser el escroto en ningún momento; no hay ninguna fina línea que separe un clítoris grande de un pene pequeño. Lo único que les diferencia es que un clítoris grande no es un pene pequeño. De la misma manera que un dromedario grande no es una jirafa pequeña. 

O, como resumía una compañera mía: -“Las mujeres no somos hombres atrofiados”. 


miércoles, 14 de septiembre de 2016

TIERRA, HUMO, POLVO, SOMBRA, NADA



Al hilo de las diferentes leyes que han instaurado, en España y fuera de España, la “ideología de género”, inauguramos este curso académico con la noticia de que “hay chicas con vulva y chicas con pene, hay chicos con vulva y chicos con pene”, lema adoptado por una asociación de padres de niños transexuales y secundado por diferentes Consejerías de Educación. 

La noticia es sorprendente. Bueno, no, no es sorprendente. Es pasmosa. Rompe esquemas, seguramente ya muy viejos, y fuerza a escoger entre un modelo consagrado por la larga existencia de la humanidad y la nueva visión que adelantan nuestros próceres. Porque el “porque yo lo digo” es un argumento poco convincente, además de poco elegante, y los padres de los alumnos afectados, y todos nosotros por extensión, podríamos llegar a sentirnos víctimas de un abuso de poder, de un César tirano. Que es, justamente, lo que nos dicen que debemos combatir. 

Volvamos a la razón, a la que hace doscientos años entronizaron los revolucionarios franceses. ¡Contenta debe estar a estas alturas, viendo cómo la tratan sus exaltadores! A mí me da hasta vergüenza tener que decir estas cosas, pero los tiempos que corren son tiempos en los que hay que decir lo evidente. Cuando estudiábamos el bachiller de seis cursos nos familiarizábamos con la “reducción al absurdo” para demostrar la falsedad de una afirmación: si por esa línea argumental se llegaba a una contradicción, a un absurdo, quedaba demostrado que esa afirmación era falsa.

Bueno, pues resulta que es sumamente sencillo demostrar la falsedad de esta sentencia por este procedimiento de la reducción al absurdo. Supongamos que abandonamos en una isla desierta a unos cuantos chicos y chicas del modelo tradicional: ellos con pene y ellas con vulva. Cien años después habrá una variada población de viejos, maduros, jóvenes y niños: una sociedad en marcha. Pero si sustituimos en el experimento a los chicos con pene por otros chicos con vulva, o a las chicas con vulva por otras con pene, lo que encontraremos cien años después será un montón de cadáveres, testigos del fracaso del experimento y prueba indiscutible de que aquellos chicos con vulva no eran verdaderos chicos, y que las chicas con pene no eran verdaderas chicas. 

Pero más sorprendente que todo esto es la reacción furibunda que han despertada las recientes declaraciones de los obispos, unánimemente contrarios a esta nueva doctrina. Como si el atentado contra la razón fuese obra de ellos. Vamos a ver, señores: que no se trata de obispos sí, u obispos no. No se trata de religión. Tampoco se trata de rechazo -mucho menos, de odio- al transexual. El transexual es merecedor de todos los respetos, y tiene los mismos derechos que cualquiera de nosotros. Incluido, naturalmente, el derecho a la verdad. Porque de lo que aquí se trata es -¿cómo podría decirlo?- del respeto a la verdad.

El transexual se encuentra en una situación muchas veces dolorosa. Otras veces, no: convive pacíficamente con su condición. A esos no hay que contarles estas milongas. Pero los hay que lo viven con profundo dolor. No podemos ser insensibles a él, porque es dolor humano concreto, real, y sentimos la necesidad de eliminarlo. Pero no se consigue eliminar un dolor real sustituyendo la verdad por una mentira complaciente, y decir que hay chicos con vulva y chicas con pene –vamos a decirlo lisa y llanamente, pero con la máxima claridad- no es más que eso: una mentira complaciente. Pese a su indudable buena intención. Una mentira complaciente. Que acaba, como ya nos advertía Góngora, “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.

No debemos enseñar a los niños, como si fuese verdad, algo que no lo es. Está en juego su percepción de la realidad, el reconocimiento de las posibilidades que la vida les ofrece. Está en juego la posibilidad de su propia plenitud humana, de su felicidad. Que no consiste en instalarnos en un mundo irreal en el que las cosas se adaptan a nuestros deseos, sino en la culminación de un proyecto vital sólido, hecho de realidades.

martes, 3 de noviembre de 2015

NO CANTAN IGUAL


Es experiencia común de todos que hay una forma masculina y una forma femenina de contemplar el mundo y de desenvolverse en él, que hombres y mujeres difieren no sólo por su cuerpo, sino también por su carácter, su corazón, su sensibilidad, su voluntad… La lista de las capacidades diferenciales es larga, y hay, en general, acuerdo sobre ella. Pero el acuerdo desaparece cuando intentamos explicar la causa de esta diferencia, y conviven diversas explicaciones, no siempre suficientemente justificadas.

Sabemos que la diferencia de sexos tiene consecuencias evidentes en asuntos tan aparentemente desconectados del sexo como los trasplantes de órganos -que tiene mejor pronóstico cuando donante y receptor son del mismo sexo- o la memoria a largo plazo –en la que hombres y mujeres implican distintas regiones del cerebro, y que es interferida por el propranolol de forma distinta en cada sexo-.

Se sabe que el cromosoma Y del varón, más pequeño que el X, se pone en marcha más precozmente en la vida embrionaria, haciendo que la glándula sexual indiferenciada se transforme en testículo y empiece a producir testosterona; sin ese cromosoma, la glándula se convertirá, más tarde, en un ovario. Pues bien, una de las funciones de esa testosterona es impedir que actúe un sistema enzimático que bloquea los genes en el propio ADN. Por eso, que un órgano se desarrolle bajo su influjo no resulta indiferente, y por eso, al nacer existen ya diferencias entre órganos semejantes de ambos sexos. Diferencias que se incrementarán más adelante, en la adolescencia, cuando maduren el testículo y el ovario y aumenten su secreción hormonal.

El resultado de todo esto es que en algunas regiones tiene más neuronas el cerebro masculino que el femenino, y, en otras regiones ocurre lo contrario. Y también se producen diferencias en el cableado del cerebro: en el hombre predominan las conexiones entre diferentes regiones del mismo hemisferio; en la mujer hay mayor conexión entre ambos hemisferios.

Toda esta explicación, sin embargo, es puesta en duda por algunos, que niegan que en todo esto juegue algún papel la biología, y centran su explicación en factores externos, como la educación recibida o el ambiente social en el que se desarrolla el individuo.

Se acaba de publicar en  Nature  un trabajo conjunto del University College de Londres y el Albert Einstein College of Medicine de Nueva York que estudia estos cambios en el comportamiento de los diferentes sexos (1). El trabajo se centra en el Caenorhabditis elegans, un gusano que no pasa de 1 mm de longitud y que tiene la particularidad de permanecer transparente a lo largo de toda su vida. Es el animal de  moda entre los hombres de ciencia: le ha tomado la delantera al mismísimo ratón de laboratorio y está colaborando en decisivos estudios, algunos de los cuales, centrados en la biología del ADN,  han sido premiados con el Nobel. Las razones por las que se prefiere este animalillo son de índole práctica: su pequeño tamaño ahorra costes y espacio, y su breve ciclo reproductivo le hace idóneo para numerosos estudios biológicos. Además de que, naturalmente, su transparencia es una cualidad muy apreciada por los estudiosos, pues permite la observación minuciosa de su interior sin interferir en su vitalidad y su comportamiento.

Pues bien, el trabajo al que me refiero da cuenta de un sorprendente cambio estructural que tiene lugar, durante la maduración sexual, en el cerebro del C. elegans macho –entre los C. elegans sólo hay machos y hermafroditas-. En la red neuronal surgen, a partir de células de otra estirpe, dos neuronas nuevas que establecen en seguida conexiones con otras preexistentes y remodelan los circuitos neuronales, de forma que se modifica el procesamiento de la información y el comportamiento del gusano, y la búsqueda de pareja sexual pasa a ser una actividad prioritaria.

Aumento del número de neuronas, y cambios en el cableado del cerebro, exactamente lo que encuentran los neurobiólogos cuando comparan los cerebros masculino y femenino. No es posible negar intervención alguna de factores ambientales, pero así es como las hormonas modulan nuestra actividad intelectual y nuestro estado de ánimo, nuestros procesos cognitivos y nuestros estados emocionales. No se trata de algo superficial y adventicio, sino que está fundado en lo más profundo de nuestro ser.

Los autores van más allá: para Arantza Barrios, española coautora del estudio, “nuestros hallazgos sugieren que las diferencias no dependen solo del sexo del animal, sino que influye también el sexo de la célula progenitora”. No sólo es cuestión de hormonas, dice nuestra compatriota, sino, también, de cromosomas.


Es decir, que la diversidad surge del propio “ser” del individuo. Para resumirlo con una gráfica expresión de Prieto Bonilla: “Quiquiriquí canta el gallo y clo-clo-clo canta la gallina, luego no cantan igual. Y no cantan igual, sencillamente, porque no son iguales”.

-------------------------------
(1) Michele Sammut, Steven J. Cook, Ken C. Q. Nguyen, Terry Felton, David H. Hall, Scott W. Emmons, Richard J. Poole, Arantza Barrios. Glia-derived neurons are required for sex-specific learning in C. elegans. Nature, 2015; 526 (7573): 385





sábado, 14 de febrero de 2015

EL AMOR: NI QUÍMICA NI FÍSICA


A medida que avanza febrero los titulares de la prensa se centran en el amor y lo analizan desde diferentes puntos de vista. A mí siempre me ha llamado la atención la insistencia en considerarlo un asunto de química: "la química del amor" es un título que encontramos lo mismo en una revista del corazón que en publicaciones de divulgación científica, y a mí me deja la impresión de que no han acabado de entenderlo bien. Ortega hablaba de "pensamiento confundente" para referirse al pensamiento que toma una cosa por otra que tiene alguna relación con ella pero no es ella. Yo creo que éste es el caso: la química de que hablan esos articulistas es algo que tiene relación con el amor, pero no es el amor: serán circuitos neurológicos, sustancias químicas que encuentran detrás de determinadas sensaciones o emociones,... lo que sea, cualquier cosa; pero, desde luego, amor, no es. Uno se pregunta si hablan en serio, o si tienen verdaderamente alguna experiencia del amor.  

El amor no es una cuestión de química. Ni es tampoco una cuestión física, como también se oye decir. Sin duda todo eso tiene relación con el amor, claro, pero el amor es otra cosa. De la misma manera que la Pastoral de Beethoven no es una sucesión de ondas en el aire, aunque tenga que ver con ellas, o que la carta que une a dos personas separadas va más allá que la pura sustancia química que encontramos en el  papel.

Reducir el amor a eso es empobrecerlo, caricaturizarlo y quedarnos sin él. Que le pregunten a un amante rechazado si su amor no es nada más que química, que se lo pregunten a un amante correspondido. Creo que estas cosas no son más que el resultado de considerar el amor "asépticamente", desde fuera.  Lo que pasa es que mirarlo desde fuera es la forma de no ver nada. El amor no se mide, no se calcula, no se describe: el amor es un estado en que uno se encuentra, y desde el que se vive. No es algo que yo encuentro en mi vida, como encuentro las cosas que me rodean, o los sentimientos  y pasiones que me zarandean: en el amor estoy instalado, y desde él desarrollo mi vida. Mi vida, que no está hecha, ya lo sabemos. Mi vida, que tengo que imaginarla, escogerla y crearla yo, que es una tarea que tengo que proyectar y llevar adelante. Que se enriquece con la presencia del amor.

Cuando me enamoro el proyecto de mi vida cambia para englobar a esa persona, para hacerla inseparable de ese proyecto. Y si sólo soy yo mismo con la mujer que amo, no amarla sería como negar mi vida. No puedo imaginarme sin ella, sin amarla, porque hacerlo supondría ser otro que el que soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

Todo esto suena a puro lirismo, y eso es precisamente lo que es. El lirismo es el substrato de la vida, lo que la hace valiosa, lo que le da sentido; algo que la condiciona hasta el punto de que su ausencia nos hace exclamar "¡Esto no es vida!". Efectivamente, no hay vida sin lirismo. Vida humana, quiero decir, vida “biográfica”, personal: sin lirismo se degrada a simple biología, una vida “en hueco”, sin interés, sin atractivo: una vida vacía.

Por eso me entristece esa creencia tan ampliamente extendida que asegura que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque, como en el caso de la "química del amor", esa afirmación no procede de la experiencia vital de nadie: no es más que una decisión tomada en frío, una abstracción. Lo que la experiencia diaria nos dice es justamente lo contrario: que cada uno de nosotros contempla la realidad como hombre o como mujer, que nuestro carácter sexuado destiñe a todos los ámbitos de la vida: nuestras cualidades y rasgos - la sensibilidad, y la voluntad, y el carácter de cada uno de nosotros, nuestra inteligencia y nuestro corazón- son, inevitablemente,  cualidades y rasgos masculinos o femeninos. 

“Gracias a Dios”, habría que añadir. Porque esa polaridad establece el “campo magnético” de la convivencia: colocarnos frente a otra forma de vida semejante a la nuestra, pero tan distinta en sus cualidades, con sus cauces, proyecciones y matices propios, nos obliga a imaginarla, a anticiparla, fuerza nuestra expectación y nos mantiene en tensión proyectados hacia ella. Es el origen de la ilusión, el calor a la orilla del camino.

Y ahí, detrás, está el amor.


martes, 19 de agosto de 2014

CÉLULAS MASCULINAS Y CÉLULAS FEMENINAS




 Una de las cosas que más llaman la atención del estudiante de Medicina es la diferente frecuencia con que determinadas enfermedades afectan  a uno y otro sexo. Para el caso del hígado, por ejemplo, el 90% de los pacientes con cirrosis biliar primaria son mujeres, y el 70% de los pacientes con colangitis primaria esclerosante son varones; las mujeres suponen el 90% de los pacientes con tiroiditis de Hashimoto, y a los varones les toca el 90% de los síndromes de Goodpasture, que afecta a riñón y pulmón. Además, empezamos a conocer otras implicaciones, como que, a igualdad de los demás factores, el tabaco es más peligroso para la mujer, o que la obesidad les supone mayor riesgo de ictus que a los hombres.

Hace unos años se desarrolló una vacuna contra el herpes. Cuando, en una fase provisional, se observó que la efectividad era del 73% en las mujeres pero no subía de 0% en varones -en conjunto no llegaba a un 40% de efectividad- la empresa promotora retiró el proyecto. Pero, ¿de verdad no era efectiva la vacuna? Los estudios farmacológicos acostumbran a realizarse en varones para evitar la “inestabilidad” que supone las oscilaciones del ciclo hormonal femenino y la posibilidad de un embarazo, por lo que eso implica de pérdida de las condiciones basales para el estudio. Pero se sabe que, por ejemplo, la aspirina protege más a la mujer del infarto cerebral, y al varón del infarto de miocardio. Y ya hemos visto que los riesgos para los hombres no son los mismos que para las mujeres. Las casas farmacéuticas optan por ignorar estas diferencias, porque se obligarían a hacer un doble estudio en la población y a doblar el coste de la investigación, pero el Sistema Nacional de Salud de los EE.UU. obliga ya a hacer ese doble estudio a los laboratorios que aspiren a financiación oficial.

Y estas diferencias se mantienen en el plano celular. Se conoce desde hace años que los embriones macho tienen divisiones celulares más rápidas que los embriones hembra, una diferencia que llega a ser de 4 horas en los embriones de dos días. Y, en otro orden: según Zahra Zakeri, de la Universidad de Nueva York, las células madre musculares de machos tienen mayor facilidad para diferenciarse a cartílago o hueso, y las de hembras, a músculo, y hasta la mitad de los genes de las células de hígado, grasa y músculo se expresan de modo diferente en uno y otro sexo.

La costumbre ha sido siempre atribuir las diferencias entre los sexos a las hormonas masculina –testosterona- y femeninas –estrógenos y progesterona-, pero a esos embriones les faltan todavía seis semanas para empezar a producir sus hormonas, y las células madre se estudian en cultivos celulares libres de hormonas, de modo que hay que pensar en otra cosa.

Sabemos que todas las células del hombre tienen el par de cromosomas sexuales XY, y todas las de la mujer, XX, y eso tiene importancia reconocida en el desarrollo del embrión, cuando el cromosoma Y pone en marcha sus escasos genes –principalmente, el SRY- para convertir la glándula sexual indiferenciada en testículo, que en seguida empezará a producir testosterona. Pero, pasado ese momento, el papel del cromosoma Y parecía consistir en quedar silente a la espera de ser empaquetado en un espermatozoide, permaneciendo al margen de las aventuras metabólicas del organismo durante la mayor parte de su existencia. Este concepto ahora está cambiando: estamos viendo que sus productos regulan genes de otros cromosomas.

Para dejar más claro que esas diferentes sensibilidades no están relacionadas con las hormonas, Arthur Arnold, de la Universidad de Los Ángeles, ha introducido el gen SRY –responsable último de la producción de testosterona- en hembras XX, y lo ha suprimido de machos XY, consiguiendo así, en el primer caso, sexo cromosómico femenino con hormonas masculinas, y, en el segundo, sexo cromosómico masculino con hormonas femeninas. Y lo que ha visto es que, aun sin testosterona, el cromosoma Y se sigue asociando a baja frecuencia de enfermedades autoinmunes y a enfermedades neurodegenerativas más rápidamente progresivas, exactamente como ocurre en los machos normales.

Pero se ha visto más: se ha visto que, con el paso de los años, hasta un 20% de los varones pierde el cromosoma Y en algunas de sus células, y estos varones tienen mayor tendencia a desarrollar cáncer, lo que sugiere que el cromosoma Y podría tener alguna relación con genes vinculados al desarrollo del cáncer.

No, no parece que la presencia del cromosoma Y sea un dato anecdótico en la vida de una célula cualquiera. Como tampoco lo es contar con dos cromosomas X, porque hay que inactivar uno de  ellos, lo que consume energía que podría dedicarse a otros fines, y porque la inactivación nunca es completa, de modo que la mujer tiene una ración doble de algunos de sus genes.

Ni siquiera en el nivel celular el ser masculino o femenino resulta indiferente.


jueves, 10 de julio de 2014

NATURALEZA Y CULTURA



Es moneda corriente considerar al conocimiento científico fruto de la observación y de la experimentación. Pero olvidamos con ello el papel decisivo que juega el punto de partida: la posición intelectual del observador. No fueron las feroces guerras del siglo XVII las que acabaron con las brujas en Alemania: fue su desaparición del imaginario popular.

Lo mismo ocurre ahora: son sus creencias, más que los hechos observados, lo que condiciona el trabajo del investigador. En Noruega, país señalado como cabeza del movimiento por la igualdad entre hombres y mujeres, el Gobierno ha retirado la subvención anual de 56 millones de euros a la Investigación de Género. Todo empezó cuando Camilla Schreiner, estudiando la situación de los adolescentes en 20 países diferentes, observó que cuanto más adelantado era el país menos se interesaban las chicas por las profesiones técnicas. El sociólogo Harald Eia entró al trapo, y confirmó una tendencia que lleva a las chicas a preferir profesiones en las que se relacionan con la gente, y a los chicos, a inclinarse por las ramas técnicas. Naturalmente, hay solapamientos, pero la diferencia es estadísticamente significativa.

Eso no ha gustado a los “investigadores de género” Jørgen Lorentzen, del Centro Interdisciplinario de Investigación de Género de la Universidad de Oslo, y Cathrine Egeland, del Instituto de Investigación Laboral, que creen que todo es debido a la influencia social sobre los niños, y aseguran que si desapareciese esa influencia los interesas de uno y otro sexo serían semejantes.

Eia ha acudido entonces a Richard Lippa, profesor de Psicología de la Universidad Estatal de California. Lippa ha encuestado a 200000 adolescentes en 53 países, y en todos ellos ha encontrado la misma tendencia en cuanto a preferencias laborales –habla de preferencia, del gusto personal: naturalmente, en los países pobres lo importante es encontrar trabajo, y si el trabajo es la ingeniería o la informática, por ahí va a ir la profesión elegida-: el varón se inclina por la técnica y la mujer por el trato personal. A Lippa le parece que la biología podría tener algo que ver con eso.

Pero no tiene pruebas, y sin pruebas no hay conocimiento científico serio. De modo que Eia ha recurrido a Trond Diseth, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Oslo. Diseth ha estudiado el comportamiento de bebés de 9 meses ante diferentes juguetes: 4 “femeninos”, 4 “masculinos” y 2 “neutros”, y ha llegado a conclusiones que justifican esos calificativos para los juguetes. A su juicio, nacemos con una clara predisposición biológica, que, luego, la influencia socio-cultural favorece o dificulta.

¿Es posible que a los 9 meses ya sufran esa influencia? El siguiente paso ha sido Simon Baron-Cohen, profesor de Psiquiatría del Trinity College, en Cambridge. Ha observado a bebés de sólo un día de edad, y ha comprobado que los niños se quedan más tiempo mirando “cosas”, y las niñas, mirando “caras”. Pero ha ido más lejos: ha medido los niveles de testosterona intraútero y ha observado que cuanto mayores han sido esos niveles menos contacto visual establecen, más tardan en desarrollar el lenguaje y más preferencia muestran por juguetes mecánicos. Y cuando ha vuelto sobre ellos a los 8 años de edad ha comprobado mayor dificultad para empatizar con los demás, y mayor interés por conocer el funcionamiento de las cosas en los que se desarrollaron con altos niveles de testosterona.

Aunque estos trabajos sugieren que algo tiene que ver la biología en las preferencias estudiadas, para Egeland sólo significan que uno encuentra lo que anda buscando, y rechaza la idea de que la biología tenga ahí ningún papel. Pero reconoce que no tiene pruebas de ello, que es sólo un punto de vista teórico, y cree que las Ciencias Sociales deberían dirimir esa cuestión. Lorentzen va más allá: aunque admite que él niega esa influencia biológica “por hipótesis", considera que quienes no comparten su punto de partida "están frenéticamente interesados en probar una influencia biológica", y los califica de “investigadores mediocres”.

¿De verdad "le corresponde a las Ciencias Sociales dirimir la cuestión"? ¿No debería ser la Biología la que concluya si existen o no influencias biológicas? Podría ser que Egeland y Lorentzen estuvieran en lo cierto, pero habría que llegar a esa conclusión, no puede ser ése el punto de partida. Y ni una ni otro presentan pruebas de lo que dicen –ni siquiera indicios-, de modo que uno se queda con la impresión de que “están frenéticamente interesados” en descartar cualquier tipo de influencia de la biología. Al fin y al cabo, los trabajos que ellos desprecian no afirman que todo es biología, simplemente dicen: “No nos olvidemos de la biología”. 

Sí, no nos olvidemos de la biología: no nos olvidemos de que, en el embrión, el cromosoma Y se pone en marcha antes que el X, y el cerebro masculino empieza a formarse imbuido en un ambiente hormonal rico en testosterona desde fases muy precoces de su desarrollo, mientras que el cerebro femenino no recibe influjo hormonal hasta más tarde, y carece de las altas concentraciones de testosterona: no parece razonable empecinarse en que genéticas diferentes en ambientes diferentes den resultados idénticos. 

En el Centro Interdisciplinario de Investigación de Género sí lo parecía, y partieron ya de la conclusión: nada es biología. Un atajo que les va a costar 56 millones de euros anuales.

jueves, 23 de enero de 2014

LA HUELLA DE LOS PADRES




La investigación biológica con células madre ha despertado esperanzas tanto en el campo de la medicina regenerativa como en lo que se ha llamado “reproducción asistida”: se abren perspectivas de crear óvulos y espermatozoides artificiales con la carga genética del adulto que desea “reproducirse”, y hasta se habla de fabricar espermatozoides a partir de óvulos, y viceversa, lo que abriría un futuro esperanzador a las parejas de homosexuales. Pero la cosa no resulta fácil, porque no basta con empaquetar los genes en la nueva célula: es necesario algo más, algo que se ha llamado “imprimación del genoma”. ¿De qué se trata?

Dejando al margen los cromosomas sexuales del varón, cuya procedencia es cierta -el cromosoma X, de la madre; el Y, del padre-, clásicamente se ha considerado que era indiferente que un cromosoma concreto fuera de origen materno o paterno. Sin embargo, con el avance de la genética en los últimos años las cosas aparecen de otra manera, como se ejemplifica con los síndromes de Prader-Willi y de Angelman. El síndrome de Prader-Willi se caracteriza por dificultad en el aprendizaje, baja estatura, necesidad compulsiva de comer y pies y manos pequeños. El síndrome de Angelman, por su parte, consiste en retraso mental grave, convulsiones, movimientos rígidos y en sacudidas y una expresión extrañamente alegre, rasgos estos últimos por los que han recibido el nombre descriptivo de “marionetas felices”.

La sorpresa surgió cuando los estudios genéticos, que acostumbran a caracterizar una enfermedad por un perfil unívoco, descubrieron que estos dos síndromes tan diferentes eran genéticamente idénticos: la misma alteración en el mismo punto del mismo cromosoma: el 15. Con una particularidad: en todos los pacientes de Prader-Willi el cromosoma afectado era el de origen paterno, mientras que en los pacientes con Angelman era siempre el de origen materno. Se puso así de manifiesto que la procedencia de los genes comporta alguna diferencia en su función, que no eran exactamente intercambiables. Pero ¿cómo distingue el organismo el origen de los cromosomas?

Se sabía que los genes son cadenas de ADN formadas por cuatro tipos diferentes de eslabones. Hoy sabemos  que uno de esos eslabones, las moléculas de citosina, reciben un “marcaje” químico –una metilación- y que el número y la posición de esas metilaciones es característico de cada cromosoma y diferente según el órgano de procedencia. La razón de ello es que ese "marcaje" provoca el "bloqueo" del gen en cuestión, de modo que es fácil comprender que en cada órgano la metilación será diferente, pues se trata de bloquear funciones que no se llevan a cabo allí: por ejemplo, bloquear en las células nerviosas las funciones de las células hepáticas. 

Por lo tanto, se podría esperar que el espermatozoide, que se desentiende de todo lo que no sea desarrollar un sistema de desplazamiento rápido, tenga más metilaciones que el óvulo, que mantiene sus funciones celulares y debe, además, desarrollar una cubierta para dirigir la entrada del espermatozoide, y almacenar nutrientes que permitan al embrión alimentarse hasta que acceda a otra fuente de recursos. Pues bien, eso es exactamente lo que se observa: las metilaciones de los genes en el espermatozoide son mucho más numerosas que en el óvulo. De hecho, más numerosas que en cualquier otra célula del organismo.

 Claro está que una de las primeras tareas del embrión consistirá en ir eliminando esas metilaciones, para dejarlo todo “a cero” y empezar a aplicar él las metilaciones oportunas. Por eso, cuando se desarrollen los testículos y los ovarios, y maduran espermatozoides y óvulos, no queda ya nada de aquel patrón heredado, y las nuevas células sexuales reciben el patrón que les corresponde.

La cuestión es que esa metilación “marca” los genes como procedentes del padre, o de la madre. Y eso no es indiferente, al menos para ciertas funciones, como hemos visto en los síndromes de Prader-Willi y de Angelman. Otros ejemplos ocurren durante el desarrollo embrionario: el embrión construye la placenta, el primer órgano que desarrolla su funcionalidad completa, y el que le permite mantenerse con vida durante todo el tiempo que permanece en el seno materno, con los genes que ha recibido de su padre. Y, al contrario, de la disposición general del cuerpo se ocuparán sus genes maternos.  

La cuestión, para lo que importa a los investigadores a los que me refería antes, es que el desarrollo del embrión requiere la aportación conjunta de los genes del padre y de la madre, de modo que si faltase uno de ellos –porque el óvulo o el espermatozoide fuesen “artificiales”; no digamos si lo fuesen los dos- no llega a formarse un nuevo individuo. La imprimación del genoma constituye una verdadera barrera biológica que reafirma la vinculación heterosexual originaria: la naturaleza dispone las cosas de tal forma que cada "uno" o "una" proceda forzosamente de "una y uno".

jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LA RAZÓN

La Federación de Mujeres Progresistas ha hecho público un informe en el que se recogen los resultados de una encuesta entre jóvenes, “que consideran propias de las chicas, en su mayoría, la ternura y la comprensión, mientras que los chicos se caracterizan por la agresividad y la valentía”. El dato preocupa a la responsable del programa Igualdad, Eva López Reusch, para quien admitir diferencias entre hombres y mujeres es lo mismo que aceptar como natural la violencia machista.

No debe pensar lo mismo Diego Urbina, uno de los participantes en ese simulacro de viaje a Marte que ha durado 520 días y que ha mantenido aislados a los seis participantes, todos ellos, varones. Diego declaró al comenzar la experiencia: “Las mujeres tienen esa facultad de hacer que la sonrisa venga a nuestra cara. Eso va a faltarnos”.

Sin unos conocimientos psicológicos especiales, pero atento a la realidad, Diego Urbina ha dado con la clave que explica el persistente fracaso de esos programas que parten de la idea de que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque esa idea, que procede de la Revolución Francesa, está muy bien, pero a condición de entenderla muy bien: lo que afirma es que hombres y mujeres somos iguales en dignidad, iguales ante la ley. Nada más. Suspender la frase a mitad de camino y afirmar que los hombres y las mujeres somos iguales (y punto), es salir de la realidad para entrar en la fantasía, en esa clase de fantasía que llamamos ideología. Por eso, es ésa una igualdad que no toman en serio ni siquiera los que la predican; de ahí las cuotas en las listas electorales, por ejemplo.

Pero como creen deseable esa igualdad, ahora les ha dado por considerar que la innegable desigualdad existente está provocada por factores externos, adquiridos, producto de la educación recibida, y se proponen acabar con ella. Es un error, y no promete ninguna mejora de la situación, porque la realidad es la realidad, y no puede desistir, de modo que acaba vengándose del que la ignora. Hasta para modificarla, como pretendemos en este asunto de la violencia machista, debemos tenerla en cuenta y partir de ella.

Es verdad que en diferentes momentos y culturas varía el contenido de los papeles masculino y femenino, pero siempre se mantiene esa relación que orienta al hombre hacia la mujer, y viceversa. No hay igualdad, sino equilibrio, que es otra cosa; un equilibrio dinámico hecho de desigualdad y tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a ambos a la misma altura, y como es dinámico, cualquier cambio en uno de los brazos de la balanza produce cambios en el otro.

Por razones puramente biológicas que son largas de explicar, pero que hunden sus raíces en las primeras semanas de vida embrionaria, los cerebros –y las mentes- del hombre y de la mujer son distintos, y tienen sensibilidades y tendencias distintas. El hombre y la mujer son formas diferentes de vida humana, y ninguna de ellas se puede reducir a la otra: cada uno tiene sus aptitudes y sus talentos; sus disposiciones, sus valores y su forma de ver el mundo que les son propios. Eso es justamente lo que hace que las relaciones mutuas estén teñidas de una tensión, de una expectación, de una incertidumbre, que no se dan cuando esa relación tiene lugar entre personas del mismo sexo, y que hacen posible la ilusión, esa sonrisa de la que nos habla Diego Urbina y que está en el origen del amor.

Recientemente declaraba Paolo Conte: "Nunca me he dejado influir por la realidad; he mantenido la comodidad del sueño, de la fábula”. Ésa es la cuestión: dejarse influir por la realidad, o mantenerse en un sueño. Con todas sus excepciones -que son precisamente eso: excepciones- las relaciones entre hombres y mujeres son generalmente de atracción y entusiasmo, y lo son, precisamente, por la diferencia existente entre ellos. Una diferencia que sólo inquieta a quienes, como Paolo Conte, sustituyen la realidad por un sueño. Porque, como ya sabía Goya, el sueño de la razón produce monstruos.