sábado, 26 de julio de 2014

UNA LÁPIDA GAÉLICA EN BETANZOS


El reciente descubrimiento en una iglesia de Betanzos de una lápida escrita en lo que podría ser gaélico, la antigua lengua celta de Irlanda (1), pone de actualidad las viejas teorías que relacionan las poblaciones celtas de Irlanda y de nuestra península.

Esa relación iría más allá del simple celtismo de ambas poblaciones, pues la presencia de celtas en estas regiones no tiene nada de particular: los celtas –los galos de los latinos- se extendieron en un momento u otro de su transcurrir histórico desde el Atlántico hasta el mar Negro, y desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo, y encontramos restos de su presencia en la topinimia polaca (Galitzia), turca (Galacia) y, naturalmente, británica (Gales) e ibérica (Galicia).

Pero el caso de Irlanda es singular, hasta el punto de que en el imaginario común es todavía hoy Irlanda el país celta por excelencia. El sentimiento celta de la población fue tan universal y tan profundo que muchos siglos después de haber desaparecido como estructura social permanecía en la imaginación popular, y sus Sagas fueron transmitidas oralmente durante muchas generaciones antes de ser puestas por escrito.

Y eso, ¿qué tiene que ver con nosotros? Pues ésa es la cuestión, que son las propias Sagas irlandesas las que vinculan a los dos pueblos: el Libro de las Conquistas cuenta que Ith, hijo del rey Breogán de Brigantia (¿La Coruña?, ¿Betanzos?), se sintió atraído por aquella isla, navegó hasta allí y allí encontró la muerte. Algún tiempo más tarde su sobrino Mil invadió la isla y sometió a la población. Las Sagas, tal como hoy las conocemos, son del siglo XIX, pero recogen el núcleo mismo del corazón de Irlanda, que había conservado con amor estas historias de sus orígenes.

¿Se reduce todo a pura leyenda? Quizá no. A partir de la evolución de ciertas consonantes, los conocedores de las lenguas celtas aseguran que se pueden hablar de dos variantes: uno, llamado “celta de q” era el hablado en Irlanda y en nuestra península, mientras que el otro, el “celta de p”, lo hablaban en Gran Bretaña, en la Galia y en el norte de Italia. Lo más importante para nuestro asunto es que el “celta de q” sería el estrato más antiguo, el que se hablaba cuando partió la primera oleada; las que partieron más tarde llevaron ya consigo el “celta de p”. Lo que significa que las poblaciones que alcanzaron las actuales España e Irlanda comenzaron su emigración antes que las demás. Y como la penetración de los celtas en la Península se fecha en alrededor del siglo VIII a. JC., y los más antiguos testimonios irlandeses son de los siglos VI a IV a. JC, se puede pensar que los celtas llegaron primero a la Península, y desde aquí alcanzaron Irlanda: la lingüística parece apoyar la prehistoria que se transparenta en las Sagas irlandesas.

Y, como en un guiño, la Historia, que es también Poesía, se las arregla para que, cuando en 1921 se constituye el primer Gobierno de la República de Irlanda, recaiga la Presidencia en Eamon de Valera, llevando a la más alta representación del nuevo Estado su sangre hispano-irlandesa: una metáfora viviente, la encarnación de la historia nacional.

Sin conocer nada de los tiempos remotos, pero con la intuición directa que le daba su larga experiencia en relaciones europeas internacionales, Salvador de Madariaga, nuestro gallego más internacional, estaba vivamente convencido de la índole hispánica de los irlandeses, “arrojados, por una equivocación fatal, tan lejos de su España nativa. Por eso son los únicos católicos del Norte de Europa”, bromeaba. O, quizá, no.

Las creencias no tienen influjo en las estructuras lingüísticas, pero sí ocurre lo contrario: la imagen que se forjan los hombres del mundo en el que viven depende, en buena medida, da las formas que emplean para comunicar sus experiencias. Por eso, cuando, en un almuerzo en la Sociedad de Naciones, entretenía Madariaga a sus comensales señalando que el español es la única lengua europea que distingue los verbos ser y estar, al tiempo que carece de verbo para expresar el significado del francés devenir, el inglés to become o el alemán werden, fue interrumpido por De Valera, que estaba sentado frente a él, para decirle:
-“También en irlandés hacemos esa distinción: is quiere decir ser y to quiere decir estar”.
Madariaga reaccionó como movido por un resorte:
-“¿Y cómo dicen ustedes to become
De Valera se quedó pensando:
“-To become…, to become… No hay un verbo irlandés para decir to become”.

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(1):http://www.lavozdegalicia.es/noticia/ocioycultura/2014/07/22/identifican-inscripcion-gaelico-iglesia-betanzos/0003_201407G22P38991.htm

jueves, 10 de julio de 2014

NATURALEZA Y CULTURA



Es moneda corriente considerar al conocimiento científico fruto de la observación y de la experimentación. Pero olvidamos con ello el papel decisivo que juega el punto de partida: la posición intelectual del observador. No fueron las feroces guerras del siglo XVII las que acabaron con las brujas en Alemania: fue su desaparición del imaginario popular.

Lo mismo ocurre ahora: son sus creencias, más que los hechos observados, lo que condiciona el trabajo del investigador. En Noruega, país señalado como cabeza del movimiento por la igualdad entre hombres y mujeres, el Gobierno ha retirado la subvención anual de 56 millones de euros a la Investigación de Género. Todo empezó cuando Camilla Schreiner, estudiando la situación de los adolescentes en 20 países diferentes, observó que cuanto más adelantado era el país menos se interesaban las chicas por las profesiones técnicas. El sociólogo Harald Eia entró al trapo, y confirmó una tendencia que lleva a las chicas a preferir profesiones en las que se relacionan con la gente, y a los chicos, a inclinarse por las ramas técnicas. Naturalmente, hay solapamientos, pero la diferencia es estadísticamente significativa.

Eso no ha gustado a los “investigadores de género” Jørgen Lorentzen, del Centro Interdisciplinario de Investigación de Género de la Universidad de Oslo, y Cathrine Egeland, del Instituto de Investigación Laboral, que creen que todo es debido a la influencia social sobre los niños, y aseguran que si desapareciese esa influencia los interesas de uno y otro sexo serían semejantes.

Eia ha acudido entonces a Richard Lippa, profesor de Psicología de la Universidad Estatal de California. Lippa ha encuestado a 200000 adolescentes en 53 países, y en todos ellos ha encontrado la misma tendencia en cuanto a preferencias laborales –habla de preferencia, del gusto personal: naturalmente, en los países pobres lo importante es encontrar trabajo, y si el trabajo es la ingeniería o la informática, por ahí va a ir la profesión elegida-: el varón se inclina por la técnica y la mujer por el trato personal. A Lippa le parece que la biología podría tener algo que ver con eso.

Pero no tiene pruebas, y sin pruebas no hay conocimiento científico serio. De modo que Eia ha recurrido a Trond Diseth, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Oslo. Diseth ha estudiado el comportamiento de bebés de 9 meses ante diferentes juguetes: 4 “femeninos”, 4 “masculinos” y 2 “neutros”, y ha llegado a conclusiones que justifican esos calificativos para los juguetes. A su juicio, nacemos con una clara predisposición biológica, que, luego, la influencia socio-cultural favorece o dificulta.

¿Es posible que a los 9 meses ya sufran esa influencia? El siguiente paso ha sido Simon Baron-Cohen, profesor de Psiquiatría del Trinity College, en Cambridge. Ha observado a bebés de sólo un día de edad, y ha comprobado que los niños se quedan más tiempo mirando “cosas”, y las niñas, mirando “caras”. Pero ha ido más lejos: ha medido los niveles de testosterona intraútero y ha observado que cuanto mayores han sido esos niveles menos contacto visual establecen, más tardan en desarrollar el lenguaje y más preferencia muestran por juguetes mecánicos. Y cuando ha vuelto sobre ellos a los 8 años de edad ha comprobado mayor dificultad para empatizar con los demás, y mayor interés por conocer el funcionamiento de las cosas en los que se desarrollaron con altos niveles de testosterona.

Aunque estos trabajos sugieren que algo tiene que ver la biología en las preferencias estudiadas, para Egeland sólo significan que uno encuentra lo que anda buscando, y rechaza la idea de que la biología tenga ahí ningún papel. Pero reconoce que no tiene pruebas de ello, que es sólo un punto de vista teórico, y cree que las Ciencias Sociales deberían dirimir esa cuestión. Lorentzen va más allá: aunque admite que él niega esa influencia biológica “por hipótesis", considera que quienes no comparten su punto de partida "están frenéticamente interesados en probar una influencia biológica", y los califica de “investigadores mediocres”.

¿De verdad "le corresponde a las Ciencias Sociales dirimir la cuestión"? ¿No debería ser la Biología la que concluya si existen o no influencias biológicas? Podría ser que Egeland y Lorentzen estuvieran en lo cierto, pero habría que llegar a esa conclusión, no puede ser ése el punto de partida. Y ni una ni otro presentan pruebas de lo que dicen –ni siquiera indicios-, de modo que uno se queda con la impresión de que “están frenéticamente interesados” en descartar cualquier tipo de influencia de la biología. Al fin y al cabo, los trabajos que ellos desprecian no afirman que todo es biología, simplemente dicen: “No nos olvidemos de la biología”. 

Sí, no nos olvidemos de la biología: no nos olvidemos de que, en el embrión, el cromosoma Y se pone en marcha antes que el X, y el cerebro masculino empieza a formarse imbuido en un ambiente hormonal rico en testosterona desde fases muy precoces de su desarrollo, mientras que el cerebro femenino no recibe influjo hormonal hasta más tarde, y carece de las altas concentraciones de testosterona: no parece razonable empecinarse en que genéticas diferentes en ambientes diferentes den resultados idénticos. 

En el Centro Interdisciplinario de Investigación de Género sí lo parecía, y partieron ya de la conclusión: nada es biología. Un atajo que les va a costar 56 millones de euros anuales.