jueves, 22 de diciembre de 2011

DIOS A FAVOR




Hace tanto tiempo ya que nos acostumbramos a vivir la Navidad entre luces, música, felicitaciones y regalos, que se nos olvida cuál es el verdadero sentido de estas fiestas. Todavía a veces alguien nos recuerda aquello de los buenos deseos y paz y bien para todos, y sentimos que casi tocamos con los dedos el amor universal y, por supuesto, impersonal y preferentemente distante, muy distante: el prójimo no es más que el nombre de los que están más lejos y pertenecen a otras razas y otras lenguas: los que están aquí al lado son de otro género, más duros, más incómodos, más difíciles de aceptar.


Pero aún así: alguien insiste en llamar a estas fiestas “Fiestas de Invierno” porque están ya desprovistas de cualquier referencia a la primera Navidad, se disfrazan de otra cosa, de un sentimiento, o, mejor, de una forma de vida, de un principio de convivencia quizá. No es que se pierda la perspectiva de la fe, claro está, pero se la desvirtúa, se pasa por ella como de puntillas, no quiere repararse en ella. No son tiempos fáciles para la fe, y menos en estas horas de crisis en las que lo más urgente parece ser salvar los muebles sea como sea: “cueste lo que cueste”.


Y es curioso: nos hemos empeñado en presentar como lo más importante del hombre la racionalidad, la comunicación, la instrumentalización,… y la verdad es que, cuando entramos en cuentas con nosotros mismos nada de todo eso tiene importancia: acabamos de salir de un siglo enormemente aventajado en técnicas instrumentales, en medios de comunicación y de transporte de difusión mundial, en capacidad de análisis y desmenuzamiento de la realidad… que ha conseguido los más eficaces métodos de destrucción del hombre. Parecía que se estaba ganando la guerra contra la naturaleza hostil, y ahora nos preguntamos quién en concreto está ganando. No, la verdad es que no nos fiamos de nosotros mismos, tememos por nuestra seguridad porque los recursos que debían estar a nuestro servicio –la ciencia, la filosofía, la psicología, la economía- se levantan por encima de nosotros y nos llevan a donde no queremos ir. Nos sabemos débiles y tenemos miedo.


Ha resultado que nada de todo aquello era lo más importante: se nos había olvidado lo que sabe cualquier niño de tres o cuatro años: que lo más importante es el amor. Por eso Dios, -”Dios es Amor”-, rasga los cielos, abandona su trono y se nos presenta, completamente desvalido, entregado, inerme, a nuestra merced –como estamos siempre que amamos a alguien-, para que podamos mirarlo, tocarlo, dirigirnos confiadamente a Él -¿quién puede tenerle miedo a un niño?- Viene a reducir el mal a la impotencia, a devolvernos la paz, a fortalecernos y a darnos la seguridad que un niño tiene junto a su padre. Se acerca a nosotros y nos dice -¡cuántas veces!- “¡No tengáis miedo!”. Son las palabras con las que Dios saluda al hombre: a Zacarías, a María, a José, a los apóstoles que están en la barca sacudida por las olas, las palabras con las que les tranquiliza tras la Transfiguración y tras la Resurrección: “¡No tengáis miedo!”.


No tengamos miedo: por mal que parezcan ir las cosas, por encima de todo lo que va mal, Dios es Amor Todopoderoso. Y se ha implicado, se ha comprometido, ha apostado a nuestro favor, y ha apostado fuerte: toda la carne en el asador: se ha hecho uno de nosotros, se ha pasado a nuestro bando. No para un rato, o para unos años: para toda la eternidad, para siempre. Dios juega en nuestro equipo, está de nuestra parte: la partida está ganada.