Mostrando entradas con la etiqueta fe. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta fe. Mostrar todas las entradas

miércoles, 6 de enero de 2016

FE Y CIENCIA


Tengo un gran afecto a mi amigo Jose (sin acento), hombre abierto, comunicativo y ajeno a cualquier tipo de convencionalismo. Me gusta hablar con él, y aunque las ocasiones escasean, siempre me proporcionan un buen rato, una pequeña fiesta. Está, por otra parte, en mis antípodas en muchos aspectos, pero la relación es siempre serena y teñida por nuestro mutuo afecto, y por eso disfruto de nuestros encuentros.

La víspera de Reyes la conversación, errática, nos llevó a tratar de la fe. Es un hombre profundamente humano, pero no entiende que se pueda uno confiar a ella. Su condición de hombre de ciencia parece bloquear en él el sentido de la fe. Le digo que la fe es condición de humanidad, que en cualquier faceta de la vida tenemos que descansar inevitablemente en ella. Si rechazase la fe, si sólo tuviese en cuenta los saberes a los que accedo directamente a través de mi propia experiencia, a lo que he visto con mis propios ojos, entonces una sucesión interminable de realidades –los átomos, Carlomagno, el Himalaya, el metabolismo, el Big Bang, los satélites de Júpiter, los habitantes de Angola,… - desaparecerían del horizonte. ¡Ni siquiera conocería mi fecha de nacimiento! Sin fe, la vida no sería posible, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos.

Para la mayoría aplastante de nosotros, también el conocimiento científico actúa como una fe más: creemos a los científicos. Podríamos no hacerlo, pero les creemos  –a veces, contra toda “evidencia”, como cuando Galileo se empeñó en asegurar que el sol permanece inmóvil- porque damos por sentado que ellos sí calibran el valor de las pruebas que aducen, y que no quieren engañarnos. Pero, en el fondo, es lo mismo: yo creo lo que me dice esa persona.

¿Por qué? ¡Ah!, a eso debe responder cada uno, porque nada de lo que creemos es forzoso creerlo, se trata siempre de una opción personal, libre: creer a alguien, confiar en alguien, es darle, en ese aspecto, carta blanca, dar por bueno lo que dice simplemente porque lo dices tú. Es ponernos en sus manos, una forma de entrega: una forma de amor. Creemos lo que nos dice la gente que sabemos que nos quiere, y, muchas veces, lo creemos contra nuestra propia experiencia. Y, en grado eminente, creemos lo que nos dice Dios, “porque lo dice Él”: “por ser Tú quien eres”.

Nada de todo esto va en contra del conocimiento científico, nacido –no lo olvidemos- en el seno de la fe cristiana, que fue el substrato que lo hizo posible. El propio Johannes Kepler, que pasó muchos años mirando al cielo e intentando hallar fórmulas para explicar el movimiento que observaba, y que tuvo que soportar desilusión tras desilusión y una dificultad tras otra, dejó constancia escrita de que lo que le mantuvo incansable, productivo y lleno de energía, lo que le animó a continuar su investigación sin desfallecer, fue su fe en la existencia de un Dios infinitamente inteligente y bueno, que ha creado el mundo dotándolo de un orden natural, y que ha hecho al hombre a su propia imagen de tal manera que es capaz de ir descubriendo ese orden. Sostenido por esa fe, pudo sentir que su trabajo merecía la pena, y esa fe vivificó y alumbró su propia vida azarosa. Tycho Brahe tuvo en sus manos el mismo material que él, y una posición incomparablemente más desahogada, y mejores oportunidades; pero no tenía su misma fe en la existencia de un plan definido detrás de la creación, y no pasó de ser un investigador más.

La ciencia es hoy un gran tren puesto en marcha. Uno puede subirse a él, y, trabajando, mejorar su funcionamiento. Pero hasta hace unos tres siglos, de este tren sólo existían unas pocas piezas sueltas. Para su construcción y puesta en marcha se necesitó una cultura con las bases filosóficas necesarias para que la ciencia tuviera sentido. Ahora el tren ya está en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo, pero no fue en un ambiente materialista ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. La ciencia moderna no nació de ninguna clase de oposición a la fe, sino de su seno.

Pero la ciencia no agota el territorio de la verdad, no todo puede ser logrado por sus medios. Hay toda una serie de experiencias (éticas, estéticas, religiosas, históricas, políticas,…) que están más allá de los límites de la ciencia, y que son, por naturaleza, irreductibles a sus métodos. Lo expresó muy bien sir Arthur Eddington, que fuera durante años el director del Observatorio de Cambridge y a quien debemos nuestro conocimiento sobre la energía, estructura y evolución de las estrellas. Acudía para ello a una parábola: un biólogo está explorando la vida del océano. Arroja una red al agua y saca un surtido de peces. Examinándolos sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, llega a la conclusión de que ninguna criatura marina mide menos de 5 cm. En esta analogía la pesca representa el conocimiento científico, y la red, los medios que utilizamos para obtenerlo. Podríamos objetar que hay muchas criaturas en el mar de menos de 5 cm, y que la red no puede capturarlas. El biólogo -el “cientifista”- contesta: “No hay nada en el mar que no sea apresable por mi red; lo que mi red no puede atrapar, sencillamente, no existe”.

El método científico es altamente eficaz, pero deja fuera una enorme porción del mundo. Especialmente, queda fuera de la ciencia todo el campo del sentido, cuya importancia para nuestra vida nadie puede negar: es un asunto que se encuentra en la raíz del equilibrio (o desequilibrio) de mucha gente, que tiene cubiertas sus necesidades “ordinarias” y, sin embargo, lo pasan mal, y llegan a la desesperanza, porque no encuentran sentido a lo que hacen. El sentido es inalcanzable al método científico: estoy garabateando con un bolígrafo en un papel, y, sin levantar el bolígrafo, empiezo a escribir una frase con sentido: desde un punto de vista puramente químico, lo escrito no parece diferir en nada de los garabatos, pero, para alguien que sepa leer, hay algo nuevo que el análisis químico no está en condiciones de captar. 

El conocimiento científico alcanza una certeza que sólo puede alcanzarse con el método científico. Pero eso no significa que fuera de la ciencia no pueda alcanzarse la certeza: sólo significa que la certeza que puede alcanzarse no es la científica. De la misma manera que yendo a pie no se alcanza la velocidad de un tren, pero sí se pueden alcanzar cimas de montañas a las que no llegan las vías, y se puede bucear, y cruzar los aires en parapente, cosas imposibles cuando se viaja en tren.  

miércoles, 8 de enero de 2014

ESCÁNDALO DE PERPLEJOS



 “Año nuevo, vida nueva”. Todos los años hacemos revisión y nos proponemos alcanzar nuevas metas. Bueno, nuevas o menos nuevas, porque a menudo estamos dando vueltas a los mismos propósitos, que no acabamos de alcanzar. Hace unos días, en vísperas de los Reyes Magos, no dejábamos de oír a cada paso: “este años he sido bueno”: el veredicto era unánime en todos los casos, nadie se mostraba insatisfecho consigo mismo, pese a que, seguramente, los propósitos de hace un año están todavía pendientes. No importa: el balance era favorable.

¿No será que el juicio es benévolo porque no esperamos grandes cambios, que, de verdad, eso de “vida nueva” es sólo una expresión vacía? Cuando yo decía también eso de que he sido bueno recordaba sin querer una vieja anécdota: asistía a una conferencia sobre la historia de España cuando, estando en las primeras palabras introductorias, el orador fue interrumpido por una voz anónima desde el fondo de la sala, que gritó: -“¡España es una mierda!”. Inmediatamente se levantó un clamor entre el público, que fue atenuándose poco a poco. Se alzó entonces, serena, la voz del orador, que se dirigía al que le había interrumpido: -“Comparada… ¿con qué?”. 

Ésta es la cuestión: ¿con qué me comparo? Porque no podemos valorar sin tener un punto de referencia, sin un modelo en el que fijarnos. Necesitamos un “patrón” antes de calificar como mala, o buena, cualquier cosa que valoremos. 

Colea todavía el escándalo que ha provocado el cuestionario de Beniarrés (1), escándalo que ha dividido, dicen, a la población, y que ha saltado a las televisiones nacionales. Es preciso reconocer que no es sencillo de entender, que profundiza más allá de los que solemos habitualmente. Algunas preguntas son llamativas; otras, simplemente poco cómodas. Pero a cualquiera se le ocurre –de hecho, a mí también se me ha ocurrido- que están dirigidas a los feligreses, para ayudarles a hacer revisión de vida y acercarse al “patrón” que presenta la Iglesia: la vida de su Fundador. “Si les da la real gana”, habría que añadir. Se trata, en definitiva, de una guía para conversar en la intimidad con el Señor, para preguntarle: -“Tú, Señor, que me conoces, y conoces mis puntos negros, ¿dónde crees que debo prestar más atención?”

Porque eso de “año nuevo, vida nueva” podría ser que tuviera cierto interés también para esos feligreses, que quieran mejorar lo mejorable, hacer limpieza, adecentarse de nuevo como quien se ducha antes de empezar el nuevo día. Los puntos que repasa pueden ser aspectos sorprendentes, y hasta insólitos quizá, pero podría ser que a alguien le resonasen profundamente como una campanada en su esfuerzo por reflejar en su vida la vida de su Maestro. ¿Que a muchos eso no les interesa? Perfectamente. Para cualquiera de nosotros, la cantidad de cosas publicadas que no nos interesan tiende a infinito, de modo que no creo que eso llame la atención a nadie.

Entonces, ¿por qué se produce el escándalo? No puede ser porque un sacerdote católico proponga a otros católicos un modelo de vida de acuerdo con el Catecismo, que lleva al alcance del público ya más de veinte años, tiempo que parece suficiente para una lectura detenida. No. Yo creo que el escándalo se produce porque se ha sacado de su sitio, que es la intimidad de la conciencia, de la misma manera que las palabras que se dicen en la intimidad dos enamorados pierden su sentido sacadas a la plaza pública: es necesaria una cierta sensibilidad, un sentido del pudor, porque hay una ocasión para todo, y el diálogo amoroso del hombre con su Padre no es una excepción: rebajarlo a tema de conversación tabernaria es el secreto para no entenderlo en absoluto.
-------------------- 
(1) http://www.diarioinformacion.com/alcoy/2014/01/04/vives-fornicacion-homosexual/1454595.html

viernes, 19 de julio de 2013

SI LA VIERAS CON MIS OJOS...





En su célebre cuento “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos muestra el proceso por el que su personaje aprende a no quedarse en las apariencias y a profundizar para alcanzar las corrientes de fondo donde reside la auténtica consistencia de las cosas. Lo resume el secreto que le confía el zorro: “Sólo se puede ver con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.”

Es algo que tiene que ver con el amor: la mirada del amor ilumina a la persona amada y descubre en ella cualidades y aspectos que pasan desapercibidos a los ojos de los demás. No: aunque los clásicos lo representaban con los ojos vendados, el amor no es ciego, sino todo lo contrario: es una luz poderosa que ilumina los últimos resquicios y permite ver lo que permanecía oculto. No es un engaño, no es una ilusión. El amor muestra la verdad profunda de la realidad con tal evidencia que nos entregamos a él con una confianza que resiste toda argumentación contraria. Lo sabía muy bien Segismundo, para quien la persistencia de su amor por Estrella (“esto”) es prueba única y bastante de una realidad que empieza a parecerle irreal: “Que fue verdad veo yo en que todo se acabó y esto sólo no se acaba”.

Es la misma historia que nos contaba Platón de aquellos hombres que estaban encadenados en una caverna, de espaldas a su boca, y sólo conocían del mundo exterior las sombras que se proyectaban sobre la pared que tenían enfrente. Un día uno de ellos se liberó y contempló la realidad exterior abiertamente, sin disfraz ni camuflaje; cuando volvió a la cueva no pudo mirar ya aquellas sombras de la misma manera: miraba ya “con otros ojos”. Dyango, una autoridad en esta materia, subrayaba la importancia de adoptar el punto de vista enamorado para alcanzar la verdad más profunda: “¡Si la vieras con mis ojos... !”.

A veces pienso que algo parecido ocurre con el relato que nos ofrece la ciencia. Los griegos reconocían que en todas las cosas existía una “sub-stancia” que estaba escondida bajo la apariencia de las cosas y que constituía su verdadero ser. La ciencia de hoy, sin embargo, se ha olvidado todo esto, y se conforma con proponernos una imagen de la realidad que resulta poco imaginativa, algo miope, corta de vista, como de andar por casa. Que sirve, sí, para alcanzar el objetivo inmediato que se propone, pero que cuando la hacemos funcionar en el seno de nuestra vida se demuestra insuficiente y pobre. Pienso, por ejemplo, en las sensaciones que provoca en nosotros la contemplación de un paisaje hermoso, en la emoción que nos produce una melodía, en la ilusión expectante en que nos coloca el amor: ante eso ¿quién puede creer que la música no es más que vibraciones, que la luz no es más que una partícula con una onda asociada, que el amor no es más que química? No, cuando nos tomamos la vida como realmente es, cuando no la disecamos, es imposible que nos conformemos con lo que nos propone la ciencia; sus respuestas no acaban de servirnos, no podemos tomárnoslas definitivamente en serio: nos perderíamos lo mejor.

Yo no soy teólogo, pero me basta vivir la vida como es para sospechar que el Papa ha dicho más de una cosa interesante en su primera encíclica: que toda la realidad es fruto del amor de Dios, y que ese amor puede iluminar nuestra mirada para enriquecerla; que el amor de Dios nos sitúa en otro plano más rico, un plano de mayor plenitud. Toda la carta está escrita en el lenguaje del amor: “la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”, “creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia”, “la salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia”. El Papa nos recuerda la importancia de mirar con ojos enamorados: “transformados por ese amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”; “el cristiano (…) comienza a ver con los ojos de Cristo”.

También para el Papa el amor y la verdad se requieren mutuamente: si, por una parte “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona”, por otra, “sólo en cuanto está fundado en la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común”. Resuenan las palabras de Segismundo.

Y toda la realidad asciende a otro plano: “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a considerar como verdad sólo la verdad tecnológica (...) (la fe) ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad en toda su riqueza inagotable”.

De modo que al final resulta que la verdad profunda de todo es el amor. Valía la pena escribir una encíclica para explicarlo.

viernes, 15 de febrero de 2013

NO SE TRATABA DEL PODER

          El día 16 de abril de 2005 el cardenal Ratzinger cumplía 78 años y, preguntado por su situación en el Cónclave que se iniciaba dos días más tarde, aseguró su completa falta de ambición papal. Había invertido sus ahorros en comprar una casa en Alemania a la que retirarse con su hermano Georg, y si no estaba ya en ella era porque Juan Pablo II le había pedido que aplazase su jubilación.
La víspera del Cónclave Ratzinger era considerado el candidato con más posibilidades, y la prensa europea atacaba de frente. El Sunday Times recordaba en portada su integración en las Juventudes Hitlerianas, los “vaticanófobos” consideraban que un conservador a machamartillo entraba Papa al Cónclave y su paso “de Gran Inquisidor a jefe de la Iglesia Católica” no auguraba nada bueno. El “guardián de la fe” no era el candidato más idóneo para poner en marcha la larga serie de reclamaciones que la prensa europea recordaba a los cardenales: celibato sacerdotal, aborto, ordenación de mujeres, matrimonio homosexual,… Ratzinger era demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado europeo, demasiado intelectual, demasiado “línea dura”
Pero cuando, al día siguiente, se iniciaba el Cónclave, desde la primera votación se confirmó su posición destacada, poniéndose de manifiesto la libertad de los cardenales por encima de las presiones de los medios. Las cosas no salían como Ratzinger hubiera deseado. Él mismo ha confesado que, al ver que en las sucesivas votaciones aumentaba su ventaja, dirigió su oración a Dios: “¡No me hagas esto!”. El segundo día de votaciones, mientras se iban leyendo en voz alta los votos de la urna, dos lágrimas corrían por sus mejillas. Con 78 años a cuestas, cansado ya de estar cansado, se le pedía la entrega definitiva, apurar la oblación. Seguro de su debilidad, pero también seguro de la asistencia de Dios, se puso en Sus manos y consintió en Su voluntad.
El mismo día de su elección, desde el balcón del Palacio Apostólico, afirmaba: “Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado.” Con la humildad que le caracterizó como profesor, como teólogo y como Prefecto emprendió un Pontificado apoyado únicamente en la palabra de Jesús, que le había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra Yo edificaré mi Iglesia”.
Y le dejó edificar. Los críticos que temían un poder avasallador se encontraron con un Papa que pedía perdón por los pecados de la Iglesia, que reconocía que el mayor enemigo de la Iglesia estaba dentro de ella, que tendía una mano a los disidentes, que no confundía su obra privada con el magisterio petrino. Se encontraron con que un Papa al que habían calificado de conservador… ¡renunciaba a la Cátedra de Pedro!
Las mismas voces que le acusaron en 2005 de haber hecho campaña para ser elegido le reprochan ahora “bajarse de la Cruz”, y son las mismas voces que reprocharon a Juan Pablo II “aferrase al poder”. No comprenden nada. Ignoran que Dios tiene un plan personal para cada uno de nosotros, que no pide lo mismo a todas las personas, y tampoco pide lo mismo a todos los Papas. Que lo decisivo es el servicio a la fe, el servicio a la Iglesia de Cristo. Benedicto XVI lo ha explicado con mucha claridad: dadas sus condiciones físicas, y después de mucho tiempo de oración ante el Señor, y por el bien de la Iglesia, toma la decisión de renunciar al servicio que tenía encomendado. Tras consultarlo largamente con el Señor, y por el bien de Su Iglesia. Hay poco que añadir. Sólo una cosa: que se encomendó a mis oraciones, y yo no he rezado bastante por él.

viernes, 8 de febrero de 2013

UN ERROR ELEMENTAL

 
         La reciente propuesta de George Church, experto en Biología Sintética de la Universidad de Harvard, de clonar al hombre de Neandertal, ha sido calificada como descabellada por Camilo José Cela (Conde), que concluye de esa declaración que “parece aburrirse, o se le cruzan los cables mentales” (1). El profesor Cela es un especialista en el estudio del proceso evolutivo que ha conducido hasta nosotros, y coautor, en colaboración con Francisco J. Ayala, de un libro, “Senderos de la evolución humana”, que ha sido adoptado como texto base en los estudios universitarios de Antropología. Pertenece, además, al grupo de investigación “Evolución y Cognición Humana” de la Universidad de la Islas Baleares, y es miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. Vaya, que es una autoridad en la materia. Lo que nos hace pensar que algo de razón tendrá cuando se pronuncia en asuntos de su especialidad.
Llega a decir el profesor Cela que la propuesta de George Church es no sólo descabellada, sino “de esas que jamás se atrevería a incluir en sus artículos serios -porque, de hacerlo, irían al cesto de los papeles-”. Efectivamente, las revistas profesionales cuentan con comités que supervisan el rigor y la calidad de los manuscritos que reciben y seleccionan los que llegarán a publicarse, que llevan ya, por eso, un marchamo de seriedad científica; por el contrario, las revistas de divulgación e información general carecen de criterio para seleccionar los artículos de mayor rigor científico.  Por eso sospecha el profesor Cela que Church nunca publicaría en una revista profesional lo que ha publicado en Der Spiegel.  No es tanto el nombre del autor como el medio que lo publica lo que representa –o no- una garantía para el lector inadvertido.
Pero el mismo Cela cae en la situación que critica cuando afirma, poco después, que el hecho de que un biólogo acepte la Creación (divina) es, en sí mismo, una anomalía. Dudo seriamente que se atreviese a escribir eso en un artículo profesional, porque no constituye en absoluto una afirmación científica. No estoy negando al señor Cela su derecho a afirmar algo así, digo, simplemente, que cuando dice cosas como esa no está respaldado por su prestigio profesional ni por sus conocimientos científicos, sino que se encuentra a ras de suelo, tratando un asunto que no compete a la rama del saber en la que es una autoridad reconocida. Vierte su opinión, pero no puede verter un conocimiento. La superespecialización que impera hoy hace que cuando los científicos vagan por el campo de la Filosofía o de la Teología y comienzan a pronunciarse sobre las últimas realidades, lo hacen a menudo sin los instrumentos intelectuales adecuados, y muchas veces sin conciencia alguna de que existen tales instrumentos.
Si, como parece, Cela considera que fuera de la ciencia no podemos encontrar verdades respetables, hay que advertir que eso ya no es ciencia, sino cientifismo. El cientifismo sirve muy bien a sus partidarios, porque les convence de que sólo la ciencia proporciona un paradigma válido de conocimiento, pero es una ideología que se autodestruye: sus afirmaciones no son la conclusión de ninguna investigación científica, sino que se encuentra exactamente en la posición que critica. La pretensión de que no puede haber conocimiento válido fuera de la ciencia no puede ser defendida desde dentro de la ciencia. Se trata de un error filosófico elemental, como el de un niño que pretendiera que no existen más personas que las que viven en su casa porque él no conoce a nadie más.
Cuando reflexionamos sobre la ciencia, sus objetivos, su valor, sus límites, no estamos haciendo ciencia, sino filosofía. Esto puede que no guste a los cientifistas poco amigos de la filosofía, pero no hay manera de evitarlo. El profesor Cela es, seguramente, un buen científico, y, desde luego, un buen comunicador. Pero parece no darse cuenta de que como filósofo –y no digamos nada como teólogo- es bastante pobre.
¿Cómo puede un científico llegar a ser cientifista? Porque ciencia y cientifismo son incompatibles. La ciencia basa su éxito en que adopta puntos de vista restringidos, delimita su ámbito y evita preguntas que caen fuera de él. El científico se concentra en asuntos muy concretos, los estudia con métodos rigurosos y pone especial cuidado en evitar extrapolaciones y generalizaciones injustificadas. Y eso es precisamente lo que es el cientifismo: una generalización sin base, una mala filosofía. Que se presenta disfrazada de ciencia, pero es sólo para ver si cuela.
Pues no, no cuela.
 

 

martes, 4 de septiembre de 2012

¿DE QUIÉN ME HE FIADO?


Que la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos? ¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a estas alturas? 

Pues sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo para verla. 

Imaginemos por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno, pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen, contra todas las evidencias, su fe en Galileo.  

La situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras palabras: depositar en ellos nuestra fe.  

Esto pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror. 

No, el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-, en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no, apostar a esa carta. 

Así que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto,  hablando de la libertad. Terreno resbaladizo, como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la ciencia:  

¿de quién me he fiado?

 

jueves, 2 de febrero de 2012

EMPUJANDO CONTRA LA VALLA




En algún lugar cuenta Saint-Exupéry que, siendo director del campo de aviación de Cabo Juby, tenía una granja en la que criaba gacelas, como era costumbre en el lugar. Las capturaban apenas nacían, y las encerraban en recintos al aire libre. No conocían la libertad, toda su vida la pasaban cautivas del hombre, que podía acercarse a ellas sin peligro, acariciarlas y darles de comer en la mano. Uno creería que estaban definitivamente domesticadas, pero un buen día se las encontraban presionando con sus cuernecitos contra la valla, empujando en dirección al desierto. Si entonces se acercaban a ellas para acariciarlas o darles de comer, regresaban a su rutina, pero apenas se las dejaba solas de nuevo, volvían a empujar, silenciosa y tenazmente, contra la valla. La conclusión que sacaba Saint-Exupéry era sencilla de puro evidente: las gacelas tenían nostalgia. No conocían la vida libre, pero en su interior bullía el anhelo por las largas carreras, por las distancias sin parapetos, por los saltos imprevistos, por los peligros de leones y chacales: el anhelo por la verdad de las gacelas.

Me venía esta historia a la cabeza al leer que el filósofo británico Alain de Botton propone construir un “templo del ateísmo” dedicado, según sus palabras, a “cualquier cosa positiva y buena, como el amor y la amistad”. Es su manera de ofrecer un antídoto al “viejo, agresivo y destructivo ateísmo” de Richard Dawkins y Christopher Hitchens, una forma de celebrar la bondad y la belleza. La idea no es nueva. Como ha señalado Luis Alfonso Gámez, hay ya asociaciones humanistas que tienen sedes en las que celebran matrimonios y funerales según el “rito ateo”.

No es casual que sean precisamente el amor y la amistad, los matrimonios y los funerales, las ceremonias que se celebran en estos templos del ateísmo, porque son los momentos en que sentimos con mayor evidencia nuestra menesterosidad. En el amor esa menesterosidad se manifiesta en nuestra orientación hacia el otro, en la necesidad que nos lleva a buscar nuestra plenitud en el otro, nuestra felicidad en la felicidad del otro. La condición amorosa es una rendija por la que se introduce en nuestra vida la trascendencia, que nos proyecta más allá de nosotros mismos.

La otra rendija la encontramos en el duelo: la desaparición de la persona amada nos enfrenta a nuestra propia insuficiencia, porque tenemos necesidad de ella para ser verdaderamente quienes somos; el duelo es la negativa a aceptar su desaparición definitiva, su aniquilación, porque esa aniquilación es inconciliable con mi felicidad y con mi propia vida: la trascendencia aparece aquí como la imposibilidad de existir en soledad.

Los planteamientos del ateísmo “viejo, agresivo y destructivo” no conducen más que al regusto amargo de la propia insuficiencia. Este otro ateísmo que nos presenta Alain de Botton, que se toma a sí mismo en serio y se plantea cuestiones últimas de la vida humana, forzosamente tenía que desembocar en una apertura a la trascendencia. En los otros momentos de nuestra vida es fácil vivir “entretenido” y ajeno a ella. Pero en el amor y en el duelo la palpamos de tal manera que no nos vale ya con el viejo entretenimiento y necesitamos algo más –más grande y más profundo-, necesitamos abrirnos a un “más allá de nosotros” que nos pone en la pista de la verdad del hombre, que nos aparta de nuestra rutina y nos acerca a la valla para empujar hasta derribarla.









jueves, 22 de diciembre de 2011

DIOS A FAVOR




Hace tanto tiempo ya que nos acostumbramos a vivir la Navidad entre luces, música, felicitaciones y regalos, que se nos olvida cuál es el verdadero sentido de estas fiestas. Todavía a veces alguien nos recuerda aquello de los buenos deseos y paz y bien para todos, y sentimos que casi tocamos con los dedos el amor universal y, por supuesto, impersonal y preferentemente distante, muy distante: el prójimo no es más que el nombre de los que están más lejos y pertenecen a otras razas y otras lenguas: los que están aquí al lado son de otro género, más duros, más incómodos, más difíciles de aceptar.


Pero aún así: alguien insiste en llamar a estas fiestas “Fiestas de Invierno” porque están ya desprovistas de cualquier referencia a la primera Navidad, se disfrazan de otra cosa, de un sentimiento, o, mejor, de una forma de vida, de un principio de convivencia quizá. No es que se pierda la perspectiva de la fe, claro está, pero se la desvirtúa, se pasa por ella como de puntillas, no quiere repararse en ella. No son tiempos fáciles para la fe, y menos en estas horas de crisis en las que lo más urgente parece ser salvar los muebles sea como sea: “cueste lo que cueste”.


Y es curioso: nos hemos empeñado en presentar como lo más importante del hombre la racionalidad, la comunicación, la instrumentalización,… y la verdad es que, cuando entramos en cuentas con nosotros mismos nada de todo eso tiene importancia: acabamos de salir de un siglo enormemente aventajado en técnicas instrumentales, en medios de comunicación y de transporte de difusión mundial, en capacidad de análisis y desmenuzamiento de la realidad… que ha conseguido los más eficaces métodos de destrucción del hombre. Parecía que se estaba ganando la guerra contra la naturaleza hostil, y ahora nos preguntamos quién en concreto está ganando. No, la verdad es que no nos fiamos de nosotros mismos, tememos por nuestra seguridad porque los recursos que debían estar a nuestro servicio –la ciencia, la filosofía, la psicología, la economía- se levantan por encima de nosotros y nos llevan a donde no queremos ir. Nos sabemos débiles y tenemos miedo.


Ha resultado que nada de todo aquello era lo más importante: se nos había olvidado lo que sabe cualquier niño de tres o cuatro años: que lo más importante es el amor. Por eso Dios, -”Dios es Amor”-, rasga los cielos, abandona su trono y se nos presenta, completamente desvalido, entregado, inerme, a nuestra merced –como estamos siempre que amamos a alguien-, para que podamos mirarlo, tocarlo, dirigirnos confiadamente a Él -¿quién puede tenerle miedo a un niño?- Viene a reducir el mal a la impotencia, a devolvernos la paz, a fortalecernos y a darnos la seguridad que un niño tiene junto a su padre. Se acerca a nosotros y nos dice -¡cuántas veces!- “¡No tengáis miedo!”. Son las palabras con las que Dios saluda al hombre: a Zacarías, a María, a José, a los apóstoles que están en la barca sacudida por las olas, las palabras con las que les tranquiliza tras la Transfiguración y tras la Resurrección: “¡No tengáis miedo!”.


No tengamos miedo: por mal que parezcan ir las cosas, por encima de todo lo que va mal, Dios es Amor Todopoderoso. Y se ha implicado, se ha comprometido, ha apostado a nuestro favor, y ha apostado fuerte: toda la carne en el asador: se ha hecho uno de nosotros, se ha pasado a nuestro bando. No para un rato, o para unos años: para toda la eternidad, para siempre. Dios juega en nuestro equipo, está de nuestra parte: la partida está ganada.

domingo, 21 de agosto de 2011

SIEMPRE ES NUEVO EL AMOR

Ha cruzado España una multitud de más de un millón de jóvenes. Vienen de todos los continentes, de todas las razas; andando, en bicicleta, en autobuses, desde países vecinos y desde países lejanos de nombres impronunciables, durante días o semanas, a veces después de haber ahorrado durante años para encontrarse aquí ahora. En todas las ciudades van dejando el recuerdo de su entusiasmo y de su alegría, de la sinceridad de una fe que proclaman sin vergüenza. Les hemos visto con sus mochilas y sus banderas, cantando al paso y sentándose en el suelo de las plazas para comunicar a los demás su itinerario de fe. No hablan de la crisis, de miseria –algunos la conocen muy de cerca-, de memorias del pasado, de odios ni revanchas. Cantan, rezan.

Para estos jóvenes, pasar unas horas en Madrid junto al Papa, oyéndolo y viéndolo de cerca, escuchando su palabra clara y estimulante, merece todo el sacrificio que les ha supuesto este viaje. Y también para el Papa, que, octogenario ya y con dificultades de movimiento, supera sus debilidades para acercarse hasta ellos, para convivir con ellos, para contagiarse de su alegría y dejarles el ejemplo de la fidelidad a la misión a la que ha sido llamado: “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 16). Apacentar sus ovejas es proclamar la verdad y defenderla, desenmascarar la falsedad, llamar al pan, pan; y, al vino, vino, decirles que el bien es el bien y que el mal no es el bien, que no se dejen engañar. Alguien le ha pedido que no se meta en cuestiones como el aborto o la eutanasia. Es un ingenuo. O no ha entendido bien esta visita.

¿Qué podemos decirles a estos jóvenes? Se les está recibiendo en muchas ocasiones con una hostilidad que no pueden entender, con un rechazo que, en realidad, no va dirigido contra ellos. Ellos no entienden de guerras ni de mercados ni política ni de bandas sociales: no tienen poder ni dinero. Están aquí para encontrarse con Cristo-en-la-tierra (“Somos adictos a Benedicto”), para trasmitir un mensaje de amor y renovación interior, para cambiar el mundo. A su paso rugen los leones, les amenazan, les insultan, les llaman borregos y pederastas. No es importante, no tienen miedo: les anima una alegría invencible, una confianza firme. A mí me recuerdan a María, sentada a los pies de Jesús mientras a su alrededor el tráfago distrae la atención de Marta. “Marta, Marta, andas inquieta y preocupada por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no le será arrebatada” (Lc 10, 41-2).

No buscan enfrentamientos, porque saben que somos, todos, imperfectos, complicados, llenos de debilidades, de perezas, de contradicciones y paradojas. Y saben que podemos ser lobos para los que no piensan como nosotros, podemos lanzarnos sobre ellos y desplazarlos, destruirlos, los seres humanos somos así. Pero también saben que hay otra forma, que acoger, comprender y disculpar abre nuevas posibilidades, que el amor puede renovar el mundo. Eso sí, hay que vencer las dificultades que nos salen al camino. También las propias. Por eso se ha llenado el Retiro de confesonarios, y, en todas las lenguas, los jóvenes –pero también los mayores, que se han visto arrastrados por esa marea de fe- vuelven la mirada atrás, echan cuentas, restañan las heridas y se disponen a recomenzar con la ilusión renovada y el corazón limpio.

Durante cuatro días hemos asistido a la alegría contagiosa de la vida, del amor. Hemos visto cómo respondía la muchedumbre a la llamada de un Papa que les convocaba a no dejarse intimidar, que les animaba a ser sinceros, abiertos y francos, a estar orgullosos de su fe en el Resucitado, y a hacerlo presente en sus vidas por encima de burlas, incomprensiones y dificultades. Y hemos aprendido que es posible deshacerse del barro pegado en las alas y volar alto, sentir la mirada de Dios que sonríe complacido ante nuestro esfuerzo por ser mejores, y renovar el mundo. Hoy suenan las palabras de la última cena: “Os he destinado para que vayáis, y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16).

domingo, 5 de septiembre de 2010

¡SEA HAWKING! Y HUBO OSCURIDAD...

El profesor Stephen Hawking saca ahora un nuevo libro en el que, según avanza el diario The Times, niega la existencia de Dios por considerarla una hipótesis científicamente inaceptable. El profesor de Astrofísica más conocido en el mundo –ninguno de los profanos en la materia ignoramos su nombre, ni conocemos el de ninguno de sus colegas- se apoya en sus enormes conocimientos de ciencia, y en su renombre mundial, para hacer pública una primicia: la Física puede demostrar que Dios no existe. Y, abochornados por el peso de su prestigio, el público enmudece admirado y se dispone a rectificar su paradigma. Parece como si Hawking nos repitiese la pregunta que un día formuló Marx (en este caso, Groucho): -“¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?”

Porque no es algo evidente que Dios sea objeto de la Física. Todas las ciencias son construcciones parciales del hombre para entender la realidad. Pero son parciales: los criterios de la Biología, por ejemplo, no son válidos fuera del ámbito de la Biología: por eso, mientras los físicos nos dicen que el desorden aumenta incesantemente (aumento de la entropía), los biólogos afirman que lo que aumenta incesantemente es el orden (evolución de las especies).

No, ni la Física, ni ninguna otra ciencia, puede demostrar que Dios no existe, como tampoco puede demostrar que sí existe. Pero eso no es un defecto de la ciencia, sino simplemente la consecuencia del hecho de que Dios no es un dato empírico. No es el método científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con la fe en Dios. Las ciencias son niveles importantes en una jerarquía ordenada de explicaciones de la realidad. Pero las ciencias, todas las ciencias, dejan fuera de sus teorías, hipótesis y modelos una buena porción de lo que existe en el mundo, y no están en condiciones de ofrecer explicaciones últimas.

A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los lectores de Hawking se comprometen a no preguntar sobre el sentido de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran los colores que no interesa que vean, y han de prestar atención a las partes, procesos y mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera, pero no al “todo” que componen.

La mejor manera de entender la fe es como respuesta a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola. La fe, como la ciencia, tiene que ver con lo que realmente ocurre en el universo, pero abre una dimensión de la realidad que no puede sino pasar desapercibida para la investigación científica.

Supongamos que tengo al fuego un cazo con agua hirviendo y alguien me pregunta por qué está hirviendo el agua. Puedo contestar que el agua hierve porque sus moléculas escapan a medida que se calienta el cazo. Es una explicación perfecta, pero no excluye otras. También puedo contestar que está hirviendo porque he encendido el fuego: otra explicación aceptable, pero que también permite seguir profundizando. En tercer lugar, puedo decir que está hirviendo porque quería hacerme un té… No tendría sentido decir que el agua hierve por la actividad molecular más que por mi deseo de tomar té, ni porque deseo tomar té más que porque he encendido el fuego

Razonando así, el profesor Hawking se esfuerza en negar su propia afirmación, y se expone a que actuemos en consecuencia. Cuando le vemos comunicarse a través de la voz metálica de un ordenador sentimos la tentación de decirle:

-Ese sonido que oigo procede de una máquina: sé cómo se produce y cómo se transmite. Hasta puedo expresarlo en términos matemáticos… Me temo, querido maestro, que tu existencia ya es sólo una hipótesis. Más aún: creo que no existes.