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jueves, 11 de abril de 2013

ANIMAL RACIONAL


 
Los avances de los medios de comunicación y de los sistemas de transportes, la facilidad con que ahora intercambiamos información e ideas, ha sustituido la sociedad monolítica de ayer por otra cuya pluralidad en todos los aspectos ha alcanzado un grado impensable para nuestros padres, no digamos para las generaciones pasadas. Hoy nuestra situación es similar a la que se produjo en Grecia cuando el desarrollo de la navegación y el comercio les puso en contacto con las sociedades egipcia, persa, india, etrusca, gala, ibera,…tan diferentes en tantos aspectos: el conocimiento, la jerarquía social, la forma del poder político, la estructura económica, la concepción de la divinidad y sus relaciones con ella, etc. La consecuencia de enfrentar sus viejas concepciones con tan asombrosa novedad fue, de entrada, la perplejidad: no sabían a qué atenerse.
 
Pero como se trataba de algo grave, porque la forma de la vida y lo que en ella era importante dependía precisamente de saber a qué atenerse respecto a todas aquellas cuestiones, hubo que responder a esa perplejidad. Y la respuesta fue doble: por un lado, estaban los que consideraban que todo daba igual, que era indiferente una u otra postura, porque todo era cuestión de opiniones y que tanto valía una opinión como otra: que cada cual actúe como mejor le parezca, y buena suerte a todos. Eran los sofistas, para quienes la única verdad era la que cada cual decidía para sí mismo, y que, claro está, no valía para otro si ese otro no lo decidía así. Sabemos cómo acabó el asunto: la base firme en la que podía apoyarse una coexistencia estable iba encogiéndose a medida que surgían nuevas posturas particulares, y aquello terminó en nada: el aislamiento, la negación del futuro, la esterilidad.
 
La otra postura está representada por Sócrates: Sócrates se negó a aceptar que todas las opiniones flotan en el aire. Pensaba que las personas son dignas de crédito, y que si se había llegado a una opinión, era porque había algo que lo justificaba. Se trataba, pues, de descubrir qué opiniones estaban más justificadas, y adherirse a ellas. Salió entonces a preguntar a la gente, recogió opiniones de los asuntos que le importaban, y, confrontándolas y debatiendo, llegó a algunas certezas suficientes: certezas que se encuentran en el origen de nuestra civilización.
 
A veces me acuerdo de Sócrates con nostalgia: nuestra situación social es comparable a la que él conoció, pero nuestra actitud no se parece en nada a la suya. Nosotros exponemos nuestro punto de vista y nos preparamos para oír que nuestro interlocutor está de acuerdo con lo que decimos. Si es así, estupendo: nos reforzamos uno a otro, nos felicitamos por estar ambos tan acertados, y nos levantamos de la mesa en amor y compañía.
 
Pero si, por casualidad, nuestro interlocutor discrepa de nosotros, no le concedemos el beneficio de la duda: damos por supuesto que su postura no tiene justificación, que discrepa porque sí, porque le da la real gana, y que, por lo tanto, no es un terreno apropiado para razonar: la razón ahí no tiene sitio. De modo que no se entra en más averiguaciones y se acaba la conversación: “ésa es tu opinión, no la mía”. Y punto. Es decir, que en el momento preciso en que Sócrates se habría puesto a hablar de la cuestión, nosotros nos levantamos de la mesa, rechazando  así cualquier posible acercamiento.
 
Si éste fuese sólo el caso de las cuestiones intrascendentes no estaría escribiendo esto. Pero ésa es la actitud también cuando se trata de cuestiones decisivas para la vida social: la forma y estructura del Estado, la organización de la vida política, la transmisión del conocimiento, la asistencia al necesitado, las relaciones con las diferentes confesiones, el aborto, el diseño de la familia y de la sociedad,… Es como si en cuestiones de este calibre no fuese posible una justificación, como si en estos asuntos no se pudiese actuar racionalmente y dependiéramos únicamente de la decisión voluntarista del César. Y, por eso, ni siquiera se piensa en debatir las cosas serena y desapasionadamente, haciendo menos uso de la fuerza política y más uso de la razón argumental. Se nos escamotea el debate, el recurso a la razón, aquella facultad que hizo que Aristóteles llamase a sus contemporáneos “animales racionales”.
 
Hoy esa expresión nos resulta incómoda, y mientras hacemos gala del sustantivo, nos estorba el calificativo. Desconfiamos del poder persuasivo de la razón, y sospechamos que el otro sólo tiene motivos oscuros para mantener su postura. Quizá podríamos desenmascararlos exponiendo nuestras razones y escuchando las suyas, pero, en el fondo, nada de eso nos parece muy importante. Porque no nos interesa propiamente tener razón: nos contentamos con salirnos con la nuestra.
 
 
 

jueves, 6 de octubre de 2011

AL PAN, TRUS, Y, AL VINO, FROLO

Acaba de tener lugar en San Millán de la Cogolla una reunión dedicada a la presencia de lo “políticamente correcto” en el lenguaje periodístico. Parecería que detrás de lo políticamente correcto habría que buscar la tolerancia, pero me temo que las cosas no son exactamente así: sólo toleramos lo que nos parece malo –lo bueno no se tolera: se busca-, pero, pareciéndonos malo, transigimos con ello en la medida en que no nos parece tan malo como su alternativa, no nos importa tanto. Por eso somos más propensos a tolerar, pongo por caso, faltas en los hijos de los demás que en los nuestros, simplemente porque nuestros hijos nos importan más. Se ha extendido la idea de que no tolerar algo a alguien es indicio de falta de sintonía, de falta de solidaridad y de cercanía; es decir, que si yo quiero a alguien debo aceptar como bueno todo lo que haga. Es exactamente al revés: en la medida en que alguien me importa, en esa medida estoy dispuesto a sacarle del error o a intentar que rectifique. Que yo mismo esté en un error a ese respecto es indiferente para lo que quiero decir: la actitud honrada y solidaria es mostrarle el error en que creo que está, y ayudarle a salir de él.
En la tentación de la tolerancia se esconde, además, un cierto desprecio: “yo digo una cosa, tú dices otra; tanto vale”. Tanto vale a condición de que no me importe nada el asunto del que estamos hablando o la persona que habla conmigo, claro está. Uno de los fundamentos de nuestra civilización, la filosofía griega, nos enseña a usar la razón para discernir en busca de la verdad. Entonces confiaban en que la razón era capaz de abrir un camino en la maleza; ahora la razón está tan desprestigiada que ante una discrepancia la conversación termina con un “así es como tú lo ves, no como yo lo veo”. Sócrates daría un puñetazo en la mesa: es justamente ahora que no estamos de acuerdo cuando hay que empezar a hablar, hasta llegar a la verdad –expresión ésta que hace hoy temblar a muchos, que miran la verdad con desconfianza-. Pero hasta el puñetazo en la mesa está hoy desprestigiado.
De modo que lo que pasa por tolerancia quizá no es más que indiferencia, desinterés, “pasotismo” de la más pura estirpe. El siguiente paso es vivir directamente de espaldas a la verdad. Esta es una novedad. Aristóteles comenzó su “Metafísica” afirmando que todo hombre tiende por naturaleza a saber, y la historia de la humanidad muestra que el hombre ha querido siempre conocer la verdad de todas las cosas y toda la verdad de cada cosa. De modo que este nuevo paso no es más que es la renuncia a lo más propio del hombre. Ahora ya no se busca la verdad, y ni siquiera se cree que exista o que podamos llegar a ella. La desconfianza en la razón es tal que a lo máximo que se aspira es a la imperturbabilidad, a dejarnos llevar por la corriente evitando los esfuerzos por seguir un rumbo. Pero eso es, literalmente, ir al garete.
Esa renuncia a la verdad está detrás de lo políticamente correcto, y por eso importan hoy más las palabras que la realidad a la que se refieren: llegamos a creer que cambiando el nombre cambiamos la propia realidad. Ayer mismo en un noticiario de TV llamaban a las prostitutas “trabajadoras del sexo”. ¿Cambia eso la condición de las prostitutas? ¿Por qué ese miedo a llamar a las cosas por su nombre? Yo se lo voy a decir: para evitar la asociación de ideas que esa palabra produce en el oyente. Es una forma de manipulación, de deformación de la verdad, de dar gato por liebre.
Hace unos años un personaje de Forges aseguraba orgulloso: “Yo soy de los que llaman al pan, trus, y, al vino, frolo”. Eso, hoy, ha dejado de ser un chiste. Y ahora, sólo una semana después de la reunión de San Millán, se hace público que la BBC, rizando el rizo de lo políticamente correcto, retira las siglas “B.C.” y “A.D.” (“antes de Cristo”, “después de Cristo”) de sus programas, porque ellos son de los que llaman al pan, trus, y a la era cristiana, era común.
Lo que más me alarma es que la iniciativa tiene unos antecedentes inquietantes: ya se le ocurrió eso mismo a la Revolución Francesa, que en 1789 proclamó la Era Revolucionaria, con las secuelas de Terror que conocemos. Repitió después la ocurrencia la Revolución Soviética, que entre 1929 y 1940 tuvo su propia era: también sabemos qué pasó luego. En seguida llegó Mussolini, que se empeñó en contar los años a partir de su “Marcha sobre Roma”, ocasión de su llegada al poder. El último intento hasta ayer fue alemán: apoyándose en Nietzsche, que también quiso sacudirse a Cristo de encima en favor del Superhombre, Hitler necesitó sólo unos pocos años para reducir Europa a escombros.
Mark Twain decía que la tradición es la tradición, y nadie debe arrojarla por la ventana. En lo que se refiere a la “era cristiana”, la historia se empecina en darle la razón.