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martes, 4 de octubre de 2016

DE CEBRAS Y DE BUEYES: EL ADN NO ENGAÑA


Asegura Borges que en el Emporio celestial de conocimientos benévolos figura una clasificación de los animales que los divide en: (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que tiemblan como enojados, (j) innumerables (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper un jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Descontando todas las licencias literarias que el caso merece, este texto tiene la virtud de manifestar la dificultad que se esconde detrás de la taxonomía oficial que ahora manejamos, que subdivide a los seres vivos, sucesivamente, en dominios, reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros y especies. El hecho de que los seres vivos se clasifiquen en grupos que se ramifican sucesivamente y de modo excluyente es algo que no sólo no es  inmediatamente evidente, sino que deriva de un complejo proceso mental de abstracciones sucesivas que llevan a definir caracteres, a distinguir entre caracteres principales y derivados, etc. De modo que no siempre es fácilmente comprensible la presencia de determinadas especies en el grupo al que ahora se les asigna. Ha sido necesario el esfuerzo de muchos hombres notables y el transcurso de muchos siglos para llegar al árbol genealógico de la vida que manejan hoy los expertos.

Hoy incluimos a la ballena y demás cetáceos en la clase de los mamíferos, y no nos cuesta aceptarlo en vista de su reproducción vivípara y la lactancia de las crías, pero el proceso por el que se adoptan estos criterios como rasgo diferencial no es la ocurrencia espontánea de un observador inocente. También asociamos con los mamíferos el pelo y los labios, pero no creemos que ninguno de estos rasgos sea la razón por la que un animal en cuestión es un mamífero, sino, más bien, una de sus consecuencias: es vivíparo, y tiene mamas, pelo y labios, porque es un mamífero, y no al revés. Son la forma en que se manifiesta ante nosotros la naturaleza íntima del animal: su "mamiferismo". Pero ese mamiferismo es anterior a los rasgos que lo manifiestan. Por eso, a nadie se le ocurre decir que, por ejemplo, el gato esfinge, que carece de pelo, no es un mamífero, o que la gallina que acabo de desplumar haya dejado en este momento de ser un ave.

Es verdad que esa naturaleza íntima no siempre es fácil de reconocer, y por eso, a través de las diferentes clasificaciones, hay especies que han cambiado de grupo taxonómico, al darse más peso a uno u otro rasgo. Pero, entonces, ¿qué es lo decisivo?, ¿de qué nos fiamos? La respuesta se ha vuelto más clara, más rotunda y más indiscutida en los últimos años, a medida que se han ido conociendo los genomas de las diferentes especies: lo decisivo es el patrón del ADN, que no sólo muestra los agrupamientos familiares de las especies, y nos permite, por esa razón, acercarnos a la historia evolutiva de la vida, sino que también nos revela su naturaleza íntima, su ser esencial.

Uno de los casos más demostrativos de lo que quiero decir es lo ocurrido con la cuaga, una especie extinta de cebra que vivió en África hasta que la explotación de los colonos holandeses la dejó reducida a los pocos ejemplares enviados a los zoológicos de Europa. Pero no se consiguió su reproducción en cautividad, y el 12 de agosto de 1883 murió, en el zoo de Amsterdam, el último ejemplar vivo de cuaga. No queda ya de la cuaga más que unas pocas fotografías y algunos ejemplares disecados. Su aspecto externo era llamativo, y justificaba que en 1788 se la clasificase como una nueva especie de cebra: su pelaje era rojizo, salvo en las patas y el vientre, que eran completamente blancos, y sólo tenía rayas negras en la cabeza, el cuello y los flancos.

Pero cien años después de su extinción, en 1984, la cuaga se convirtió en el único animal extinto cuyo genoma ha sido extraído y analizado en su totalidad, y eso ha permitido a los sabios en la materia advertir que se trata simplemente de una subespecie de la cebra común adaptada a la vida en campo abierto.

El estudio del ADN es hoy esencial para el conocimiento de la condición biológica última de un ser vivo. Los caracteres morfológicos pueden ayudar, y son muchas veces suficientes para reconocerla, pero otras veces nos dejan a la puerta de ese reconocimiento, y sólo el estudio del ADN nos permite decidir la cuestión. Y decidirla incluso contra la resistencia que ofrece nuestra propia intuición, como cuando nos dice que los hongos están más próximos a los animales que a las plantas, o cuando establece que ciertas bacterias están más próximas a los animales y plantas que a otras bacterias que nos parecen casi idénticas a ellas.

El ADN es, en estos comienzos del siglo XXI, el único dato que decide la cuestión. Y es un dato que no es posible corregir eliminando sus manifestaciones: los rasgos morfológicos no determinan nada, lo único que hacen es permitirnos atisbar en lo profundo, remitirnos a su condición última, mostrarnos su identidad.

Por eso es un error creer que suprimiendo el carácter eliminamos la identidad: quitarle las alas a una mosca no la convierte en otro animal, sólo la convierte en una mosca mutilada. Del mismo modo que castrar a un toro lo convierte en buey -en toro castrado-, pero no lo convierte en vaca. No tiene esa opción. No está en sus genes.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

LAS CADENAS DEL ADN


Christian Montag es un psicólogo del Departamento de Psicología Biológica y Diferencial de la Universidad de Bonn que acaba de publicar en la revista Journal of Adicction Medicine el descubrimiento de la relación entre la adicción a Internet y el gen CHRNA4. El gen de la adicción a Internet, un procedimiento técnico cuyo nacimiento ha sido, como sabemos,  algo posterior a la aparición de los genes. Sólo es un ejemplo. Si miramos algo más atrás recogeremos las asociaciones más inverosímiles: se han “encontrado” -para no buscar más que en mi memoria reciente- el gen de la felicidad (aunque sólo en las mujeres, los varones estamos expectantes), el gen de la afición al arte, el gen de la ideología política,... Pero los estupendos de verdad son el gen de la infidelidad y el gen de la violencia: que nadie recrimine nada a nadie: no es él, son sus genes.  

El expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, va más lejos: “Somos genes y tierra”, ha afirmado. Pero el señor Revilla es un poeta como la copa de un pino y no hay que tenérselo en cuenta: es licencia poética admitida. Lo verdaderamente grave es lo ha dicho este profesor de una universidad alemana, aunque Ortega, que había pasado por ellas, ya nos había advertido contra las universidades alemanas en general. 

Estamos en la versión actualizada de Don Mendo, que justificaba su empecinamiento en el “juego vil” de las siete y media diciendo: “No fui yo, no fui, fue el maldito cariñena, que se apoderó de mí”. El cariñena o los genes, es indiferente: la cuestión es tener algo a lo que echarle la culpa de lo que hacemos.  

Paradójicamente, mientras pretendemos pasar a la historia por nuestra defensa y promoción de la libertad, no tenemos el menor inconveniente en renunciar a ella: la libertad no era más que un pseudónimo del determinismo. Lo malo es que era sobre la libertad sobre lo que habíamos construido nuestra idea de la condición humana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos si renunciamos a la autodeterminación?, ¿para qué esforzarme, para qué empeñarme en conseguir lo que ya está conseguido, o es definitivamente inalcanzable, si voy a ser adúltero, o desgraciado, o adicto a Internet, o violento, me ponga como me ponga, porque así lo ha determinado el azar cuando se constituyó mi ADN? 

Los extremos se tocan: después de siglos de enfrentamiento entre la llamada ciencia y la llamada superstición, después de aburrirnos denostando cosas como la astrología y los horóscopos, resulta que volvemos a las mismas: ahora no son las constelaciones, ahora son las cadenas químicas las que deciden mi vida. Mal asunto. El progreso de la ciencia nos conduce, de nuevo, a Altamira. Se cierra el círculo. Fin, y continuación.  

A Calderón de la Barca –D. Pedro- le tocó vivir una época de esplendor en lo que a determinismos se refiere, y expresó en versos espléndidos la perplejidad en la que se encontraba: 

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
 

Él vivió los comienzos de las disciplinas científicas; nosotros asistimos a su ocaso. Estamos borrachos de ciencia, y nos da la vomitona. Ya no admitimos más. Y ya no queremos saber más, ni decidir más. Renunciamos. Ortega creía que somos forzosamente libres; menos elegante, Sartre nos dijo que estamos condenados a ser libres. Se equivocaban los dos. El profeta era Bosé: libertad, te siento lejos, y la culpa es sólo mía.

¡Vivan las cadenas!