martes, 14 de agosto de 2012

SHIN A-LAM, O EL AZAR


Han terminado unos Juegos Olímpicos que nos han dejado, además de una sucesión de medallas y diplomas, la imagen desconsolada de la coreana Shin A-Lam, llorando durante cuarenta minutos sobre la pista en la que acababa de ser descartada para la final de su especialidad porque el cronómetro eternizó el último segundo. Años de entrenamiento, esfuerzo y sacrificios chocan contra un cronómetro infiel a su misión. Reloj, no marques las horas.

¿O fue el destino? Al parecer, Shin se enfrentaba al último lance con ventaja sobre su rival porque, tras empatar repetidamente en los tres tiempos anteriores, el reglamento del esgrima determina que, para evitar la igualdad al terminar el cuarto –y último- tiempo, el vencedor será el que previamente haya señalado una moneda lanzada al aire. Y esa moneda, antes de comenzar ese último tiempo, señaló a Shin como la afortunada.

¿Afortunada? Antes que cualquier otra consideración, la derrota de Shin ejemplifica la importancia del azar. Hay muchas cosas en nuestras vidas que no elegimos nosotros. Hacemos proyectos sin parar, de mayor o menor envergadura: vamos a ir al cine esta tarde, vamos a hacer una paella el domingo, vamos a ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Pero a esos proyectos se superponen luego otros contenidos que resultan azarosos. Y cuando asistimos a las lágrimas de Shin pensamos que el azar es un obstáculo que descalabra nuestros planes, que da al traste con nuestras aspiraciones. Es algo que nos desazona, porque pone de manifiesto que no somos los dueños absolutos de nuestro futuro, que existen rendijas por las que nos escapamos de nuestras manos. Y eso, en un tiempo en el que prima la necesidad de seguridad, de tenerlo todo calculado, de evitar la sorpresa, lo imprevisto, es inquietante: nuestro poder no es absoluto, nos zarandea el azar. El azar, que creemos que es algo aleatorio, indiferente, pero que los ingleses, organizadores de estos Juegos, saben que implica riesgo, que en el “hazard” está escondido el peligro.

Por eso nos rebelamos contra él e intentamos eliminarlo de nuestras vidas. Y, como en aquellos viejos trenes que tenían un cartel en el que se leía “Prohibido asomarse al exterior”, nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en mónadas sin ventanas revestidos de una coraza protectora que nos aísla. No sería malo si no fuera porque actuando así renunciamos a todas las posibilidades que el azar podría introducir en nuestras vidas y que harían que nuestro nivel biográfico llegase a ser más elevado de lo que resultará puramente de sacar adelante nuestros planes. Porque la irrupción del azar puede significar un enriquecimiento decisivo: nuestras previsiones y nuestra imaginación son incomparablemente más pobres que la plenitud de vida que se nos ofrece.

Unos padres eligen para su hijo una escuela determinada, una enseñanza concreta, una condición de los maestros que van a enseñarle: esa es su elección; pero encontrar allí a un compañero cuya amistad le acompañará durante toda su vida e influirá decisivamente en ella es algo completamente azaroso. Ofrecen a alguien un puesto de trabajo en tal ciudad, y la elección se basa en determinadas características de distancia, comunicaciones, clima, idioma,…; pero el hecho de que encuentre allí a la persona de la que va a enamorarse y con la que se va a casar no es algo elegido, sino, rigurosamente, un azar. Podemos poner ejemplos hasta cansarnos: si repasamos nuestra vida vemos el increíble número de elementos azarosos que la componen; si miramos hacia el futuro, la perspectiva es escalofriante.

Podría parecer que la presencia del azar en nuestra vida evita que ésta sea precisamente “nuestra”, pero esto sólo es una impresión. En realidad, es con el azar con lo que hacemos nuestra vida. Un mismo azar tiene significados distintos en las distintas vidas a las que afecta, porque cada biografía “adopta” ese azar y lo personaliza, se lo apropia; mi vida convierte ese azar en “mío”. Por eso, la consecuencia de renunciar al azar es descender de nivel, perder realidad personal, homogeneizarnos, despersonalizarnos, “cosificar” nuestra vida.

No, no es una buena idea blindarnos contra el azar y encerrarnos en nuestro cascarón. El espejismo de la seguridad no es más que eso: un espejismo. Y su precio es prohibitivo: la renuncia a llegar a ser uno mismo, el fracaso existencial.