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viernes, 20 de mayo de 2022

¿PERSONAS NO HUMANAS?

 

La expresión “personas no humanas” ha surgido en el ámbito de la lucha por el reconocimiento de los “derechos fundamentales” de determinadas especies animales, y se quiere justificar en vista de la capacidad de experimentar dolor y de cierta capacidad afectiva y cognitiva. La cuestión merece que nos detengamos un minuto a considerarlo, pues rompe una larga tradición jurídica que considera que sólo el hombre es sujeto de derechos, y deberíamos estar seguros de que la novedad está bien justificada.  

 Cuando Aristóteles definió al hombre como “animal racional” no hacía presentes sólo los aspectos en que nos asemejamos a los animales, sino, sobre todo  lo que nos distingue de ellos. Y nosotros no podemos olvidar hoy su enseñanza, como tampoco podemos olvidar todo lo que la Biología -y la Antropología- han descubierto desde entonces.

El hombre y el animal no son seres asimilables, pues se enfrentan al mundo de formas muy diferentes. Los trabajos de Jakob von Uexküll nos han mostrado que la sensibilidad del animal sólo reconoce lo que le beneficia o le perjudica; todo lo demás pasa inadvertido. El animal no percibe el objeto en sí, sino sólo una determinada propiedad del objeto, la propiedad para la que tiene programado un comportamiento concreto. Eso es la conducta instintiva: una respuesta automática generada ante un estímulo exterior por la propia naturaleza del animal; por eso es común a todos los miembros de la especie.

 En el hombre, en cambio, las cosas son diferentes. El hombre carece de instintos, no tiene respuestas automáticas ya preparadas. Helmut Plessner, uno de los fundadores de la antropología filosófica, subraya que ante un estímulo exterior lo que se produce en el hombre es un momento de “suspensión”, que le sirve para “tomar distancia” y hacerse cargo de la realidad: de la suya propia, y de la realidad exterior a él, que se le presenta como autónoma, independiente de sus deseos, necesidades o miedos, y ante la que tiene que decidir un comportamiento: está forzado a “optar”.

 La seguridad inconsciente del animal es en el hombre deliberación y elección, pero con una inseguridad que el animal no conoce. Concebir el entorno como “mundo de realidades”, de “posibilidades”, deja al hombre a la intemperie. Se produce así un resquicio en la cadena de causas, y ese resquicio lo tiene que llenar él: es el momento de la libertad. Por eso se ha dicho que “el hombre es forzosamente libre” (Ortega). El hombre se erige así en “autor” de sí mismo, en el sentido de que es él quien decide sus propios actos. Por eso, al contrario que los animales, cada hombre es un individuo original.

 Éste es también el fundamento de la moral: si el hombre puede elegir su comportamiento tiene sentido que se le pida que opte por lo mejorDe ahí la necesidad de la formación y de la cultura, porque necesita saber qué es lo mejor, dónde está, cómo encontrarlo.

 Y aquí terminamos nuestro viaje: nos hemos encontrado con la persona. Ser persona es ser consciente de sí mismo y libre, tener el dominio de sí y ser responsable de sus actos. De modo que a la pregunta de si es posible que un animal sea persona hay que responder que no sólo no es posible, sino que ser persona es lo contrario de ser animal.

 ¿Y esto qué tiene que ver con los derechos? Los derechos no son una secreción de la voluntad de ningún César. El derecho a la vida, a la salud, a la libertad,… no dependen de que alguien nos los conceda. Tenemos esos derechos porque son un requisito de la propia naturaleza humana: el hombre está forzado a disponer de sí mismo, y ese disponer supone, por lo pronto, el dominio sobre lo que le constituye como persona -su vida, su libertad, su integridad física, su pensamiento,...- y sobre el mundo que le rodea y al que está forzado a recurrir para alcanzar sus propios fines personales. Por eso, porque los derechos derivan de la condición personal, no es posible hablar, en sentido propio, de “derechos de los animales”.

 Lo cual no significa que el hombre pueda hacer con ellos lo que le venga en gana. El hombre tiene ciertas obligaciones hacia ellos, como las tiene ante todo lo valioso que encuentra en su vida: reconoce el valor de la vida, y el deber de protegerla y ampararla, de promoverla, de evitar que se pierda. De la misma manera que tiene la obligación de respetar y cuidar la Ciudad Encantada de Cuenca, las pinturas de Altamira o la catedral de Burgos, sin que eso signifique que la Ciudad Encantada, las pinturas de Altamira o la catedral de Burgos tengan derechos de ninguna especie. Los animales no pueden ser sujetos de derechos, sencillamente, porque no son sujetos. Y así se entiende que mientras exigimos al hombre que cuide y proteja a los animales, a nadie se le ha ocurrido exigirles a los animales que cuiden y protejan al hombre: nadie cree que existan unas "obligaciones de los animales".

 Queda un asunto pendiente. Si ser persona es, como hemos visto, ser consciente, y libre, y responsable, y disponer de sí, ¿qué decir de esos seres humanos -el embrión, el menor de edad, el comatoso, el demente, el discapacitado severo,...- que no expresan esas capacidades? ¿Quedan fuera del estatus personal? ¿Carecen de derechos? La respuesta es: no. Si la condición personal deriva de la propia naturaleza humana, entonces es propia de todos aquellos que comparten dicha naturaleza. El hecho de que haya personas que no puedan expresar esa capacidad sólo señala una falta. Un ejemplo para explicar lo que quiero decir: el hombre no tiene alas, pero no decimos que le falten alas, sino, sencillamente, que carece de ellas, porque no le corresponde tenerlas; a un águila, en cambio, sí le corresponde tener alas, y cuando no las tiene le faltan. No queda convertida en otro animal diferente: sigue siendo un águila. Pero le faltan las alas: porque es un águila es por lo que decimos que le faltan las alas. Algo semejante ocurre en el caso que nos ocupa: no dejan de ser personas –ya que no dejan de ser seres humanos-, pero les falta expresarlo. Y les falta porque son personas. Corresponde por eso a otras personas suplir o paliar esa deficiencia.

 

viernes, 23 de enero de 2015

BERTA, ORANGUTÁN, PERSONA NO HUMANA


La justicia argentina ha reconocido derechos básicos a Berta, una orangután, sobre la base de que el alto grado de inteligencia de su especie permite reconocerlos como “personas no humanas”. De momento parece ser que la sentencia afecta sólo a ese ejemplar, pero ya se ve que queda abierto el camino para extenderlo sin dificultad a otros orangutanes, y a otras especies. Quiero aprovechar esta noticia para tratar el asunto con cierto detenimiento. Y, ya que se ha convertido en el motor ideológico de los “derechos de los animales”, quiero centrarme en ese Proyecto Gran Simio que sustenta estas iniciativas en todo el mundo –en todo el mundo que tiene tiempo para estas cosas, ya se entiende-. Acudiré para ello a su página web  www.proyectogransimio.org, donde se encuentran la “Nota aclaratoria” y la “Declaración de los grandes simios” a disposición de quien quiera consultarlas.

Empezaré por algo previo y adventicio: la Nota declara que “no pretende que se considere a chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos como humanos, que no son, sino como homínidos, que sí son”. Vamos a ver. En el curso de la evolución del orden de los Primates surgió hace 24 millones de años, en el suborden de los Antropoideos, el Procónsul, un animal que carecía de cola, poseía un tórax ancho, disfrutaba de una mayor movilidad de las extremidades y presentaba unos premolares de corona baja y molares relativamente anchos con cúspides bajas y redondeadas. Es el primer miembro de la superfamilia de los Hominoideos. De esta superfamilia surgió, hace 4,5 millones de años, la familia de los Homínidos, constituida, sucesivamente, por los géneros Orrorin, Australopithecus, Kenyanhtropus, Paranthropus y Homo. Sus rasgos diferenciales más importantes residen en su cerebro de gran complejidad y tamaño (el verdadero “órgano del lenguaje”), la bipedestación y el diseño, construcción y uso de herramientas por medio de tradiciones culturales. Fuera queda la rama que dio lugar a los Póngidos, nuestros grandes simios, que no son, por tanto, ni humanos ni homínidos, sino hominoideos. Son términos semejantes, pero no equivalentes, y no deberíamos considerarlos intercambiables si no queremos sacar a las palabras de su quicio.

Termina la Nota afirmando que “la cercanía genética entre el hombre y los demás simios es grande” Sin pararnos a considerar que el Proyecto Genoma Humano ha constatado la existencia de una variabilidad dentro de nuestra especie del 12 %, hablar de semejanza genética entre especies resulta equívoco, principalmente porque no se mide siempre en las mismas unidades: cromosomas, genes o pares de bases de los nucleótidos. Por lo que se refiere a cromosomas, por ejemplo, en la especie humana se produjo la fusión de dos cromosomas relativamente pequeños en uno bastante grande, llamado cromosoma 2, pero en los Póngidos permanecen separados los dos cromosomas originales. En cuanto a los genes, conviene recordar que de los 30 000 genes del ratón, sólo 300 se diferencian de los humanos, es decir, tenemos un 99 % de afinidad genética. Son los procesos de epigenética los que hacen que esos mismos genes den lugar en un caso a un ratón y en otro a un hombre. Y si pensamos en parentesco según los pares de bases, su valor se relativiza si consideramos que sólo el 1% de las bases se organiza en genes, es decir, se traduce en proteínas; el resto es lo que se denomina “ADN basura”, cuya función empiezan a conocer ahora los sabios, pero que, desde luego, parece mucha basura.

Por lo tanto, hablar de diferencia genética en términos que implican prácticamente una identidad entre las especies supone olvidar la importancia de los procesos del desarrollo. Al fin y al cabo, la anatomía y la conducta del hombre y las de los grandes simios son muy diferentes, y no hay más que comparar sus biomasas (la masa total que corresponde a cada especie) para comprender el enorme salto que supuso la aparición del género Homo. Si queremos tomar objetivamente los datos que nos brinda la Naturaleza tendremos que tener presente este aspecto: nos está diciendo que no somos tan iguales.

Pero sugerir una mayor o menor identidad entre las especies supone algo más. Supone haber perdido de vista en qué consiste ser persona. Por eso puede leerse en la Declaración mencionada al principio que “no podrá privarse de libertad” a los “miembros de la comunidad de los iguales” (que es como llama al orangután, el gorila, el chimpancé y el bonobo) “sin que medie un proceso legal” y sin que hayan sido “condenados por un delito”. Y eso porque “poseen unas facultades mentales y una vida emotiva suficientes como para justificar su inclusión en la comunidad de los iguales”.

¿Cuáles serán esas facultades? Sabemos que los seres humanos estamos desprovistos casi totalmente de instintos, lo que significa que debemos decidir nuestra conducta libremente, incluso contraviniendo las exigencias de los escasos y débiles instintos que nos quedan. Por poner un ejemplo, yo puedo utilizar un palo para alcanzar un plátano y el simio también puede; puedo introducir una rama en un hormiguero, para sacar las hormigas y comérmelas (si quiero), y el simio también puede; pero puedo encontrarme, tras una semana de ayuno, con un alimento saludable y apetitoso al alcance de la mano, y renunciar a él, y eso no puede hacerlo el simio, al que el instinto empuja invenciblemente a calmar el hambre. Y más: puedo prometer bajar mañana a bañarme al río, independizándome así del presente –y de mis apetencias de ese mañana-, y también puedo no cumplir esa promesa. ¿Serán éstas las facultades a las que se refiere la Declaración?

Precisamente porque no estoy obligado por los instintos y puedo elegir mi conducta, tiene sentido que se me pida cuentas de ella. Pero si un orangután entra en mi casa y me rompe una lámpara o hace sus necesidades en la alfombra, pongo por caso, no puedo demandarlo y reclamarle daños y perjuicios porque, ante los estímulos presentes, se han puesto en marcha sus instintos y no ha tenido alternativa. Me dicen ahora que podré iniciar un proceso legal contra él y que, llegado el caso, el orangután será declarado culpable y condenado. No entiendo cómo puede adoptarse esta iniciativa bajo el banderín de la defensa de los animales. Y como no consigo imaginar al orangután declarando ante el juez como imputado, yo, la verdad, espero que en ese momento designen a un responsable civil subsidiario del género Homo que corra con los gastos que me haya ocasionado, y ya se entenderá luego él con el orangután, si acaso.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

HAGAN JUEGO, SEÑORES


 Cuando una bella y distinguida hipótesis es asesinada por una fea y vulgar realidad hay que prescindir de la realidad, eso lo sabe todo el mundo. Y eso es lo que debieron pensar los legisladores de Iowa, que han decidido conceder a los ciegos licencia de armas de fuego argumentando que cercenar los derechos de una persona simplemente por ser ciega es discriminatorio y ellos no están por la labor. Bien se comprende que tienen toda la razón. ¿No es pan suyo de cada día que algún chiflado se líe a tiros y cercene el derecho a vivir de los alumnos de cualquier instituto? Y se trata de personas que disfrutan de toda su capacidad visual. Cualquier disparate que se nos ocurra –habrán pensado – sólo puede significar una mejora. 

Cualquier persona en su sano juicio puede comprender que andarse ahora con tiquismiquis y privar a un pobre ciego de disfrutar de su arma de fuego por un quítame allá esas pajas es cosa frívola que no debe entretener el buen hacer de unos legisladores serios. ¿No habíamos quedado en que todos los hombres son iguales? Pues ya está. Yo creo que ya he visto algo parecido en alguna película disparatada, pero ahora mismo no recuerdo en cuál . No importa, no tenemos más que pasarnos por Iowa para sentir que asistimos al rodaje de un disparate semejante: la realidad imita al arte. 

Lo que no se entiende muy bien es por qué se impide conducir un automóvil a quien está en las puertas del coma etílico, cuya posibilidad de salir ileso son aproximadamente las mismas que las que tiene un mirón inocente de regresar sano y salvo a casa si anda en las proximidades de ese pistolero ciego.  

Se pone de manifiesto que no hay más que dos clases de legisladores: los que tienen en cuenta la realidad y los que no; los que consideran que la realidad es lo más respetable del mundo y conviene conocerla y contar con ella, y los que prefieren vivir en un mundo ficticio, en el que la realidad se pliega sus deseos. Era cuestión de tiempo que saltara a los periódicos una noticia así, que nadie venga ahora echándose las manos a la cabeza. Estamos en éstas desde el día en que se recordó que todos los hombres son iguales pero dejó de recordarse bajo qué punto de vista son iguales. 

¿Quién ha dicho que los políticos no están en contacto con la realidad? Lo que hacen es corregirla. Mejorándola, sin duda. Hace mucho tiempo ya –cuando entonces- se decía que la justicia consistía en ajustarse a la realidad, en ceñirse a ella. Vivir con los ojos abiertos y poner en marcha el sentido común, eso era todo lo que se necesitaba. Así era muy fácil reglamentar la convivencia, cualquiera podía hacerlo. Hoy, en cambio, ni vivir con los ojos abiertos ni usar el sentido común tienen buena prensa: la realidad ha dejado de ser interesante y preferimos sustituirla por otra cosa menos resistente, menos áspera. Qué duda cabe que, de este modo, la cosa de la gobernación se complica, pero también se vuelve mucho más emocionante, dónde va a parar: la gracia está en la aventura,  lo inesperado, el riesgo que salta detrás de una mata y nos pilla por sorpresa. Un ciego con una pistola es una ruleta rusa corriendo por las calles, es verdad. Pero es una ruleta, al fin y al cabo.  

Hagan juego, señores.

martes, 10 de septiembre de 2013

ERA CUESTIÓN DE TIEMPO


Los legisladores del estado de Iowa acaban de reconocer a los ciegos el derecho a tener armas de fuego con el argumento es que no se pueden limitar los derechos de nadie por el simple hecho de ser ciego. Es el rechazo de la evidencia a favor de una idea, la dura realidad cede el paso a una dulce abstracción. Me ha venido a la cabeza Unamuno, que se lamentaba de que habíamos sustituido al “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere- el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre al que se ve y a quien se oye”, por una abstracción que “no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no-hombre”.

Cuando, en los nacientes Estados Unidos de 1776, hablaban de unos “derechos inalienables” dados al hombre por su Creador, no pensaban, en principio, en los habitantes de las trece colonias de finales del siglo XVIII, sino en todos los hombres. Igual que los revolucionarios franceses de 1789, que, cuando proclamaron los derechos del hombre y del ciudadano, se referían a cualquier hombre y a cualquier ciudadano. Y lo mismo que hizo la ONU en 1947, y todas las declaraciones que han venido después: no se referían a los hombres de un lugar determinado, o de un período de tiempo concreto, sino a “todos los hombres” en general, es decir, a “no-hombres”, como diría Unamuno.

Y, sin embargo, ninguna de estas declaraciones tuvo lugar en el vacío, todas han sido “históricas”, ligadas a unas circunstancias concretas –so pena de quedarse en documento puramente utópico-, y la mayoría de los derechos que hoy enumeramos no tendrían sentido en otros tiempos -y, desde luego, no serían realizables-, porque dependen de un sistema de valores generalmente aceptado, y de un conjunto de posibilidades reales.

Podría ser que la decisión tomada en Iowa estuviese justificada, pero eso es lo que habría que mostrar, no se puede dar por descontado. Y el argumento empleado no acaba de ser convincente: es como decir que no se puede impedir a nadie pilotar aviones de combate simplemente por ser epiléptico, que eso es discriminatorio. Hombre, vamos a ver: la discriminación no la hace la ley, ya está hecha por la naturaleza: la ley lo único que hace es reconocer esa realidad, y actuar conforme a ella. Lo contrario no es más que derecho desiderativo.

El derecho desiderativo toma el deseo como sustituto del derecho. Cuando oímos hablar a alguien de su pretendido derecho a… (lo que sea), lo que se comprueba con frecuencia es que no se trata más que de un deseo ascendido a derecho, un deseo con galones que no son suyos. Esto es así tanto para algo tan aceptado como el pretendido “derecho a tener un hijo” –un hijo es un don, y un don es siempre algo gratuito, inmerecido e inmerecible- como para el “derecho a empadronarse en Montecarlo” o el “derecho a lucir las joyas de la Corona”, que a nadie se le pasa por la cabeza “exigir” –de momento-. No tenemos derecho a todo lo que deseamos. Otra cosa es que no se pueda desear. Se puede, pero eso es otra cosa.

“La abstracción es el terror puesto en marcha”, decía Fichte. Reclamar derechos sin pensar en las circunstancias que lo hagan posible es la más peligrosa de las abstracciones, porque pone una pistola en las manos de quien no ve dónde dispara, o los mandos de un avión de combate en las de alguien que no controla sus movimientos. Pero no es más que la misma pendiente que ya recorrimos entera el día en que se decidió legislar sin atención a la realidad.

No, no tenemos derecho a  cualquier cosa que se nos ocurra, los derechos, como todo, deben mostrar su fundamento. Y el sujeto de derechos sólo es el hombre: todo lo demás (los paisajes, los animales, las obras de arte,…) no son sujeto de derechos, sólo son el objeto de esa carta de deberes humanos que está por proclamar.

sábado, 2 de marzo de 2013

UNO DE NOSOTROS





Le parecía a Jorge Manrique que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”; yo creo que a menudo ha sido peor en muchos aspectos. El progreso es muchas veces evidente, pero otras no es fácil reconocerlo. Es el caso del desarrollo moral: solemos echarnos las manos a la cabeza, por ejemplo, cuando oímos la expresión “ojo por ojo, diente por diente”, y no nos damos cuenta de que, en realidad,  supone acotar la venganza, limitarla, evitar una violencia de ida y vuelta que crece sin cesar. O la abolición de la esclavitud, de la que tan orgullosos nos sentimos, y que nos hace denostar su introducción entre los hombres: perdemos de vista el enorme avance moral que supuso su aparición frente a lo que era entonces su alternativa: el asesinato puro y limpio del vencido.  

Pero hemos avanzado, y ya no nos conformamos con el ojo por ojo, ni con la esclavitud. Ni siquiera aceptamos ya otros puntos de vista que suponían privilegiar la posición del europeo o del varón, mostrando así que somos capaces de atender los intereses del “otro”. Y llegamos aún más lejos, porque la igualación legal de las diferentes razas y de ambos sexos se considera ahora una restricción egoísta que privilegia la pertenencia a nuestra especie sobre las demás. Por eso se propugna una visión de más amplia perspectiva que deje atrás lo que, estableciendo una analogía con el racismo y el sexismo se ha llamado “especismo”, y se quiere extender algunos de esos privilegios a los miembros de ciertas especies afines a la nuestra.   

 Yo no sé muy bien si existe eso que se ha llamado "derechos de los animales". De lo que sí estoy seguro es de que tenemos con ellos unas obligaciones, unos deberes a los que venimos obligados en la medida en que encontramos en ellos un valor que merece ser conservado y cuidado: en este caso, la existencia de vida. Pero del mismo modo que estamos también obligados a conservar y cuidar, por ejemplo, las Meninas de Velázquez o la cueva de Altamira, sin que necesitemos acordar que el cuadro o la cueva son titulares de derecho alguno. No importa: nosotros sí somos titulares de obligaciones. 

Lo último entre nosotros ha sido el reciente Decreto Ley que prohíbe la experimentación con simios y otros parientes lejanos nuestros. Denota una sensibilidad hacia esos valores que merecerá, sin duda, la simpatía de gran parte de la población y muestra una solidaridad que va más allá de la simple defensa de lo propio. Un generoso Decreto, libre de toda sospechosa. 

 Pero de tanto pensar en nuestros parientes lejanos nos habíamos olvidado de nuestros propios hijos. En estos momentos está en marcha en la Unión Europea una Iniciativa Ciudadana Europea -equivalente a nuestra Iniciativa Legislativa Popular- para establecer una norma que extienda al embrión humano los privilegios que el mencionado Real Decreto reconoce a los monos. Se trata de la iniciativa "One of us" ("Uno de nosotros"), que aspira a prohibir la financiación con fondos públicos de cualquier actividad que suponga la destrucción de embriones humanos. No olvidemos que,  independientemente de cualquier consideración ideológica, la Biología demuestra que el embrión humano tiene en su ADN las secuencias ALU que permiten a la policía científica asegurar que unos restos biológicos son restos humanos, y muestra en sus dedos, desde la décima semana, las huellas dactilares por las que se le podría acusar de un crimen.  

 “One of us” aspira a conseguir un millón de firmas en su apoyo. Se puede participar en esta Iniciativa través de  la página www.unodenosotros.eu, en la que se encuentra disponible toda la información pertinente.

lunes, 13 de julio de 2009

CARTAS DE TRIUNFO

Con el auge del sentimiento ecológico ha surgido la idea de que a los animales les asisten unos derechos morales equivalentes a los Derechos Humanos. Esto se enfrenta con la creencia de que el único sujeto de derechos morales es el hombre, que por su inteligencia y voluntad está investido de una dignidad de la que carecen los animales. Esta postura es tildada ahora de egoísta, y de la misma forma que se ha superado el racismo y el sexismo que negaban esos derechos a los negros y a las mujeres, se considera llegado el momento de superar el “especismo” y reconocer a los animales derechos morales.

Pero lo cierto es que los partidarios de cambiar la situación tradicional no se ponen de acuerdo. Algunos afirman que todos los seres vivos tienen derechos porque poseen capacidades que tienden a su plenitud, y el hombre tiene el deber de promoverlas. A este respecto no hay diferencia: tanto derecho al amparo y protección tienen las capacidades de los animales como las de las plantas.

Sin embargo, en la práctica nos encontramos con que no podemos amparar simultáneamente la capacidad de la planta de conservar la vida y la capacidad del herbívoro de alimentarse de ella. Y, como era de esperar, han aparecido detractores de esta corriente dentro de los propios revisionistas. Son los que defienden que sólo poseen derechos morales aquellos que pueden experimentar dolor: sólo la capacidad de sufrir provoca un derecho, el derecho a que se les trate de forma que disminuya su sufrimiento y aumente su bienestar. Nuestras acciones, por tanto, deben ir encaminadas a evitar el mayor sufrimiento posible y procurar el mayor bienestar posible a la mayor cantidad posible de individuos. Se trataría, pues, de una cuestión aritmética.

Pero también este asunto se complica cuando lo llevamos a la vida real: ¿es lícito procurar la muerte de un conejo para alimentar a un ser humano, si tanto valen el sufrimiento y la vida de uno como los de otro? A esta pregunta responden otros animalistas que sí es lícito, porque lo decisivo es la capacidad del animal de organizarse socialmente, la capacidad de extraer del mundo natural instrumentos con los que alcanzar unos objetivos, es decir, su semejanza psicológica, e incluso genética, con el hombre. No cualquier animal, por tanto: sólo algunos simios tienen propiamente derechos morales.

Ya se ve que lo que venimos haciendo no es más que volver a la concepción tradicional, pero sustituyendo la inteligencia y la voluntad humanas por la posesión de vida, la capacidad de sentir o el parecido con los hombres; es decir: cambiamos una característica que tenemos nosotros y otros no por otra característica que también tenemos nosotros y otros no: no parece que por este camino vayamos a quitarnos de encima la acusación de egoísmo.

En su último libro (1), Adela Cortina propone superar estas dificultades por medio de la doctrina del pacto: tenemos derechos porque somos capaces de pactar normas y de comprometernos a cumplirlas. Eso implica ser capaces de comunicación humana, pues sólo puede pactar el que entiende lo que es una norma y puede decidir si la encuentra aceptable o no. Esa es la razón por la que no podemos reconocer derechos morales a los animales.

Pero entonces, ¿qué decir de los niños y de los disminuidos e incapacitados, que tampoco reúnen las condiciones del pacto? La diferencia es clara: un águila no se convierte en gallina por no poder volar; tampoco un hombre se convierte en simio por estar discapacitado. Sigue siendo un hombre. Pero carece de algo que le corresponde como hombre, y por eso no puede llevar una vida armónica. Somos los demás miembros de su comunidad los que debemos intentar suplir esa carencia.

Afirmar que sólo los hombres ostentan derechos morales no es egoísmo, sino simple consecuencia de la propia realidad humana: cualquier hombre, por el hecho de serlo, posee derechos morales. Ésa es su dignidad. Por eso son indiscutibles. Y por eso no se plantean como un argumento más, sino que se apela a ellos con carácter definitivo: son nuestras cartas de triunfo, las que al ponerse sobre la mesa zanjan la cuestión, ganan la partida.

Ahora bien: negar que los animales tengan derechos morales no equivale a afirmar que nosotros no tenemos obligaciones para con ellos. Son seres valiosos, y el reconocimiento de ese valor exige un trato adecuado e impone limitaciones a nuestra acción. Pero eso no significa que el animal tenga derecho alguno: también estamos obligados a cuidar y conservar el patrimonio artístico y natural, y eso no significa que la catedral de Burgos o la sierra de Cazorla tengan derecho a nada.

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(1) Adela Cortina: Las fronteras de la persona. Taurus. Madrid, 2009.