miércoles, 30 de noviembre de 2011

EL SUEÑO DE LA RAZÓN

La Federación de Mujeres Progresistas ha hecho público un informe en el que se recogen los resultados de una encuesta entre jóvenes, “que consideran propias de las chicas, en su mayoría, la ternura y la comprensión, mientras que los chicos se caracterizan por la agresividad y la valentía”. El dato preocupa a la responsable del programa Igualdad, Eva López Reusch, para quien admitir diferencias entre hombres y mujeres es lo mismo que aceptar como natural la violencia machista.

No debe pensar lo mismo Diego Urbina, uno de los participantes en ese simulacro de viaje a Marte que ha durado 520 días y que ha mantenido aislados a los seis participantes, todos ellos, varones. Diego declaró al comenzar la experiencia: “Las mujeres tienen esa facultad de hacer que la sonrisa venga a nuestra cara. Eso va a faltarnos”.

Sin unos conocimientos psicológicos especiales, pero atento a la realidad, Diego Urbina ha dado con la clave que explica el persistente fracaso de esos programas que parten de la idea de que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque esa idea, que procede de la Revolución Francesa, está muy bien, pero a condición de entenderla muy bien: lo que afirma es que hombres y mujeres somos iguales en dignidad, iguales ante la ley. Nada más. Suspender la frase a mitad de camino y afirmar que los hombres y las mujeres somos iguales (y punto), es salir de la realidad para entrar en la fantasía, en esa clase de fantasía que llamamos ideología. Por eso, es ésa una igualdad que no toman en serio ni siquiera los que la predican; de ahí las cuotas en las listas electorales, por ejemplo.

Pero como creen deseable esa igualdad, ahora les ha dado por considerar que la innegable desigualdad existente está provocada por factores externos, adquiridos, producto de la educación recibida, y se proponen acabar con ella. Es un error, y no promete ninguna mejora de la situación, porque la realidad es la realidad, y no puede desistir, de modo que acaba vengándose del que la ignora. Hasta para modificarla, como pretendemos en este asunto de la violencia machista, debemos tenerla en cuenta y partir de ella.

Es verdad que en diferentes momentos y culturas varía el contenido de los papeles masculino y femenino, pero siempre se mantiene esa relación que orienta al hombre hacia la mujer, y viceversa. No hay igualdad, sino equilibrio, que es otra cosa; un equilibrio dinámico hecho de desigualdad y tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a ambos a la misma altura, y como es dinámico, cualquier cambio en uno de los brazos de la balanza produce cambios en el otro.

Por razones puramente biológicas que son largas de explicar, pero que hunden sus raíces en las primeras semanas de vida embrionaria, los cerebros –y las mentes- del hombre y de la mujer son distintos, y tienen sensibilidades y tendencias distintas. El hombre y la mujer son formas diferentes de vida humana, y ninguna de ellas se puede reducir a la otra: cada uno tiene sus aptitudes y sus talentos; sus disposiciones, sus valores y su forma de ver el mundo que les son propios. Eso es justamente lo que hace que las relaciones mutuas estén teñidas de una tensión, de una expectación, de una incertidumbre, que no se dan cuando esa relación tiene lugar entre personas del mismo sexo, y que hacen posible la ilusión, esa sonrisa de la que nos habla Diego Urbina y que está en el origen del amor.

Recientemente declaraba Paolo Conte: "Nunca me he dejado influir por la realidad; he mantenido la comodidad del sueño, de la fábula”. Ésa es la cuestión: dejarse influir por la realidad, o mantenerse en un sueño. Con todas sus excepciones -que son precisamente eso: excepciones- las relaciones entre hombres y mujeres son generalmente de atracción y entusiasmo, y lo son, precisamente, por la diferencia existente entre ellos. Una diferencia que sólo inquieta a quienes, como Paolo Conte, sustituyen la realidad por un sueño. Porque, como ya sabía Goya, el sueño de la razón produce monstruos.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

LAS VERDES PRADERAS


Nos dicen que la población mundial acaba de alcanzar los 7000 millones. Por tener un punto de referencia: a principios de los 60, cuando mataron a Kennedy, éramos la mitad que ahora. Y en 1900, la cuarta parte: la población mundial se duplica cada 50 años. Ya estábamos avisados: los sabios que leyeron a Malthus con provecho nos advirtieron ya desde los años 70 del peligro de desabastecimiento que se nos echaba encima: la tierra no da para más, no se puede alimentar a tanta gente, hay que cortar ya.
El objetivo era disminuir la población, y nos pusimos a ello. Empezamos a hablar de “control de natalidad”. Bueno, lo llamábamos “control de natalidad” pero, en realidad, queríamos decir “supresión de natalidad”, claro: “controlar” significaba “impedir”, a nadie se le ocurría controlar promoviendo: ¡éramos tantos ya…! Y llegaron los anticonceptivos, y, en seguida, el aborto, las formas más eficaces –y silenciosas- de suprimir bocas. Y también las más capitalistas, porque esas bocas no solamente consumían riqueza sin crearla, sino que, además, mantenían ocupados a unos padres que bien podrían dedicarse a otra cosa. Así que era un procedimiento sencillo que servía tanto para eliminar comensales como para liberar manos asalariadas: matábamos dos pájaros de un tiro.
Pero no todos fueron tan sensatos. Hubo países que se resistieron a disminuir su población y continuaron creciendo desbocada e insolidariamente, de modo que, a pesar de los esfuerzos de Occidente por apagar el incendio (en los años 70 el Informe Kissinger ofrecía ayuda a los países del Tercer Mundo que pusiesen en marcha medidas para disminuir su población), hoy, cuarenta años después de aquello, estamos como estamos: en 7000 millones de habitantes.
El número 7000 representa también el valor de la densidad de población de Singapur, uno de los núcleos más densamente poblados del mundo: 7000 habitantes por kilómetro cuadrado (por comparar con algo conocido, la densidad de población del área metropolitana de Madrid es de 2600 habitantes por kilómetro cuadrado). Es mucho, es verdad -no hay más que echarle un vistazo a Singapur-, pero ahí están. Y el ejemplo es singularmente adecuado porque nos permite un cálculo fácil: si ahora somos 7000 millones, eso quiere decir que si reuniésemos a toda la humanidad hasta alcanzar una densidad de población homogénea de 7000 habitantes por kilómetro cuadrado ocuparíamos una superficie de un millón de kilómetros cuadrados. Un millón de kilómetros cuadrados: dos veces la superficie de España, menos que la suma de los territorios de España y Francia.
Esta era la superpoblación mundial que nos tenía contra las cuerdas: España y Francia con la densidad de población de Singapur, y todo lo demás, vacío. Vacío, es decir, disponible para explotaciones agrícolas, ganaderas y mineras, para reservas naturales,… ¡hasta para parques temáticos de dimensiones continentales habría sitio! No, la verdad es que no parece que esté cercano el día en que la tierra agote sus recursos. Se diría, más bien, que hemos sido víctimas de una ilusión, de un espejismo, que hemos estado huyendo de fantasmas. Que nos han engañado, vaya.
Y ahora somos viejos y estamos solos. Nuestras finanzas se evaporan, se agota la ilusión que se sostuvo sobre nuestra riqueza y nosotros mismos, sin dinero ya y sin gente, buscamos la salvación -¡caramba, qué coincidencia!- en los países con mayor población del mundo, porque son los únicos que disponen de la fuerza necesaria para sacarnos del hoyo: lo que los políticos llaman “recursos humanos”, el “capital humano” de los economistas: o sea, la gente, el único recurso que pone en marcha todos los recursos, y del que tan alegremente decidimos prescindir hace tantos años.
¡Qué cosas!: nos hemos empeñado durante cuarenta años en disminuir la población para acabar con el hambre y ahora va a resultar que sólo gracias a los países de mucha población vamos a evitar que el hambre acabe con nosotros.