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miércoles, 21 de mayo de 2014

EL QUINTO PODER


                                                                           A John Galbally, que me enseñó a ver más claro.


Sabemos que nuestra libertad, de la que tan orgullosos nos sentimos, no es absoluta, que tiene límites. El más evidente es la misma realidad, que nos impone sus propias condiciones: cuando nos negamos a aceptarlas la realidad se “venga” con un sistema implacable de resistencias. Así aprendemos que hacer concesiones en materia de impenetrabilidad de los cuerpos o de la ley de la gravedad, pongo por caso, nos pasa siempre factura.

Pero no existe sólo la realidad física, estamos también inmersos en otras clases de realidad. Y esa necesidad, que nadie discute, de respetar las condiciones que impone la realidad del mundo físico, tiende a olvidarse cuando nos referimos al mundo de lo humano: lo personal, lo social, lo histórico. Es verdad que su estructura es más compleja, y, por ello, más difícil de descubrir y precisar, pero es tan real como la otra, y despreciarla tiene un alto precio, un precio que se paga con calamidades, con desastres.

En una sociedad polifacética como la nuestra, en la que conviven puntos de vista tan diferentes y opiniones tan enfrentadas sobre los más diversos asuntos, la acción del César se complica por la necesidad de “engrasar” la maquinaria social para evitar rozamientos y conflictos. Y puede caer en la tentación de atajar, de implantar en la sociedad el proyecto que persigue sin tener en cuenta la realidad, que reclama imperiosamente sus derechos.

Porque, a diferencia de los deseos o la voluntad del hombre, que pueden acabar desistiendo, la realidad no desiste nunca: no puede. Por eso tiene las más graves consecuencias olvidarnos de ella. El ejemplo más evidente es el triunfo y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 30: si examinamos el grado de falsificación de la realidad que hay en sus orígenes nuestra reacción es de asombro: ¿cómo pudo ocurrir? Y, sin embargo, aquella doctrina arraigó en la nación que estaba a la cabeza del desarrollo filosófico, científico y técnico del mundo en esa época, y trajo la devastación a Europa y dolorosas consecuencias a buena parte del mundo. Lo cual, por cierto, es algo que deberíamos recordar cuando nos insisten en que el desarrollo de las naciones es el antídoto de la guerra.

Otro ejemplo de lo que quiero decir lo encontramos en la única utopía que se pensó que podría hacerse realidad: en la sociedad sin clases de Karl Marx no hay lugar para la familia. Y es instructivo contemplar el esfuerzo soviético para sustituirla por el Estado: facilitaron el divorcio como en ninguna otra sociedad; enseñaron que los celos eran una perversión burguesa; arrancaron a los niños de sus madres prácticamente al nacer -liberando así de un golpe a los niños para el Estado y a las madres para las fábricas-; impidieron que los padres educasen a sus hijos -al fin y al cabo, ciudadanos como ellos-... Pero la cosa no salió bien: resultó que el proletario estaba tan expuesto a los celos como el burgués; que las madres se desinteresaban de las fatigas de traer hijos al mundo si no se les permitía conservarlos; que si los padres no podían corregir a sus hijos el Estado se encontraba con tal índice de delincuencia que ni siquiera podía soñar con contenerlo (¡y hay que recordar que se trataba del Estado soviético!). Y al final del experimento, después de tanto dolor –dolor personal- inútil, tuvieron que emprender, apresuradamente y a gran escala, la restauración de la vida de familia. Pensaron que podían convertir la utopía en realidad, y descubrieron que la realidad era exactamente lo contrario.

Hay que tener un profundo respeto por la realidad: tenerla en cuenta, contar con ella. Y estudiarla, y analizarla. Y rectificarla: tiene, ya lo sabemos, limitaciones, y debemos intentar superarlas, y remediar lo que se pueda remediar. Pero no podremos hacerlo dándole la espalda, ignorándola. Incluso para cambiarla, para sustituirla por otra,  tenemos que partir de ella: acabamos de verlo.

Solemos hablar de “Poderes” para referirnos a cada uno de los tres brazos en que dividimos las funciones del Estado, y hasta hemos llamado “Cuarto Poder” a la facultad de crear opinión. Pero si “poder” significa "facultad de imponerse", ninguno de esos poderes puede compararse con la realidad, omnipresente e incansablemente resistente. No nos conviene olvidarnos de ella.

Y no nos conviene que la olvide el César.