miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA ENSEÑANZA DEL PINZÓN CEBRA


 



A pesar de la imagen del sabio distraído como un personaje ajeno al mundo que lo rodea, la verdad es que los científicos reales trasladan a su trabajo las mismas cuestiones que se plantea la sociedad en la que viven. Por eso proliferan ahora los estudios sobre el origen de la diversidad en el comportamiento de las personas y animales de uno u otro sexo, buscando la confirmación o el descarte de las doctrinas que apoyan su origen biológico natural o ambiental, educacional.

Es sabido que, entre los mamíferos, la diferenciación sexual se origina, en último término, en la asimetría en la dotación cromosómica, que presenta un par de cromosomas sexuales XX en las hembras, y XY en los machos. La razón de eso está en que el cromosoma Y de los machos contienen una región Sry que hace que la célula sexual indiferenciada produzca testosterona, y esa testosterona impregna todo el organismo, provocando su masculinización.

Esto se ha confirmado repetidamente de forma experimental administrando a las crías hembras, antes de la eclosión del huevo o inmediatamente tras el nacimiento, hormonas masculinas, y comprobando cómo se masculinizan. Pero las cosas no son tan claras, pues no se masculinizan en su totalidad, además de que se requieren dosis mucho más elevadas que las que da la naturaleza, y de que no se evita la masculinización de los embriones machos bloqueando sus hormonas. Por eso, nuestros sabios trabajan ahora en dilucidar qué más hay detrás de todo esto.

Desde luego, lo que hay “de más” es una dotación genética diferenciada, como ya sabíamos. Lo que ahora es nuevo es que el desarrollo de la técnica permite a los investigadores “diseñar” el ADN de los organismos que luego van a estudiar. Y una de las cosas que han hecho es separar la región Sry del cromosoma Y en el que normalmente está inserto, de modo que han conseguido individuos con Sry –y, por tanto, con testículos y con testosterona- asociados tanto al par XY como al par XX.

Los comportamientos con diferencias sexuales de los animales se refieren en general a dos ámbitos particulares: por un lado, el grupo de actividades relacionadas con la reproducción, que están presentes con carácter excluyente en forma de “todo o nada”. Es el caso del canto de cortejo en los machos de las aves, la defensa del territorio, el comportamiento copulatorio, la nutrición y la agresividad tras el nacimiento de las crías en algunas especies, etc. Por otra parte están las actividades no relacionadas con la reproducción, que predominan en uno u otro sexo pero se observan también, en menor proporción, en el sexo opuesto. Por ejemplo, la respuesta al estrés y a la ansiedad, las preferencias alimenticias, el comportamiento social, la sensibilidad al dolor y a los reclamos y estímulos en general.

Pues bien, los investigadores han estudiado estos comportamientos en los animales en los que se ha separado la región Sry del cromosoma Y, y han llegado a algunas conclusiones que abren nuevos caminos de investigación: han visto que las actividades relacionadas con la reproducción dependen de la presencia de Sry –o sea, de testículo o de ovario: de las hormonas- independientemente de la dotación cromosómica del individuo. Sin embargo, las actividades del segundo grupo, no relacionadas con la reproducción, se hacen presentes acompañando al par al que acompañan en la naturaleza -XX o XY-, independientemente de sus hormonas.

Ya sólo faltaba conseguir idéntico ambiente hormonal en ambas combinaciones de cromosomas sexuales para determinar con evidencia el papel que juega el cromosoma Y en todo esto. Y aquí ha venido la naturaleza –la casualidad- a ayudar a los científicos: en los pinzones cebra existe un llamativo dimorfismo sexual que da a la hembra un plumaje pardo y gris, y adorna al macho con una vistosa mancha anaranjada a ambos lados de la cabeza, además de rayas horizontales negras en la cara anterior del cuello y pecho que dan nombre a la especie. 

Pues bien, en la Universidad Rockefeller de Nueva York, Fernando Nottebohm, un estudioso de las aves, observó un ejemplar de pinzón cebra que mostraba el plumaje de las hembras en el lado izquierdo del cuerpo, y el colorido de los machos en el derecho. Nottebohm lo remitió a la Universidad de California en Los Ángeles, donde estudiaron a lo largo de meses su comportamiento copulatorio, que era siempre el correspondiente a un macho. Presentaba también canto de cortejo y la agresividad y otros comportamientos masculinos. Los niveles de hormonas masculinas eran intermedios entre los que presentan ordinariamente los machos y las hembras normales. 

Finalmente, al morir, fue objeto de una autopsia minuciosa, que comprobó diversos aspectos: en primer lugar, que, como parecía externamente, las dos mitades de su cuerpo tenían constantemente diferente dotación cromosómica y genética: cromosomas y genes masculinos en el lado derecho –incluyendo un  testículo bien formado, pero infértil- y cromosomas y genes femeninos en el lado izquierdo –incluyendo un ovario bien formado, pero infértil.  

Lo revelador fue el estudio de su sistema nervioso central, que mostró, como el resto del cuerpo, una clara diferenciación sexual a uno y otro lado de la línea media, incluyendo un evidente HVC (el centro nervioso que controla el canto de cortejo) a la derecha, y sólo esbozos del mismo a la izquierda. Como el organismo en su conjunto está bañado por una corriente de hormonas común, la diferenciación del sistema nervioso central –y de todo lo demás- ha de tener relación con la diferente dotación genética de cada región, con la presencia o la ausencia del cromosoma sexual diferencial (que en las aves corresponde a la hembra y se denomina W) (1). 

La conclusión no puede ser más obvia: la masculinidad o feminidad de los seres vivos no es algo superficial corregible con hormonas: pertenece a su íntima mismidad y no es posible desprenderse de ella.
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(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC153648/

miércoles, 18 de octubre de 2017

ENEMIGO PÚBLICO



Mientras vivimos con unánime inquietud en toda España las vicisitudes a las que “el procès” nos está arrastrando se hacen públicas diferentes opciones para corregir o atenuar los graves inconvenientes que ahora son, por fin, evidentes hasta para sus más decididos partidarios. Estamos ya metidos en faena, y no sabemos cómo acabará la cosa, pero sí sabemos que acabará: al final, la vida sigue. Y -con permiso de Julio Iglesias- no queremos que siga igual. Algo hemos sacado en limpio de todo esto. 

La figura del político tiene mala prensa, y estamos tentados de decir que con razón. Pero debemos hacer un esfuerzo por revalorizarla: presta un servicio imprescindible a la convivencia y el buen funcionamiento de la sociedad, y amortigua los tirones desde las bandas. Claro que eso obliga a contemporizar, a hacer concesiones y renuncias, a tragar a veces sapos y culebras. Sólo así es posible el entendimiento y la convivencia.

Poco a poco se ha ganado su prestigio entre nosotros la idea de “tolerancia”, que suena tan dulce a nuestros oídos: hay que tolerar un cierto margen de maniobra a la palabra y la acción del político, dejar cierta holgura para que encaje con su vecino. Al fin y al cabo, de ello depende la paz y la armonía social que necesitamos todos.

Y, en consecuencia, no acabamos de tomarnos en serio, hasta el final, su discurso. Sabemos que está destinado a realizarse a base de dejarse jirones en el camino, y tendemos a ser indulgentes si, por esas cosas de la política, tiene que rebasar alguna línea roja: ya se entiende que son maneras de hablar, un tributo a la galería.

Y así, poco a poco, vamos haciendo hueco a la falsedad hasta llegar a sentirnos cómodos con ella, y si alguien nos la señala y la denuncia le hacemos ver que tiene poca importancia, que en lo que debe fijarse es en el objetivo que persigue el personaje en cuestión, y pelillos, a la mar. El camino está ya preparado para aceptar, finalmente, la mentira pura, deliberada, que luego, a fuerza de repeticiones, acaba siendo aceptada como verdad y se levantan sobre ella programas y doctrinas. Programas y doctrinas que son, naturalmente, castillos en el aire, y acaban, como estamos viendo ahora, en nada bueno para nadie.

Este es el peligro de cruzar indiferentemente “líneas rojas”. Se nos olvida que la tolerancia se refiere sólo a lo malo -no toleramos lo bueno-, y que hay cosas ante las que debemos ser intolerantes. O, para decirlo con palabras que no provoquen rechazo, hemos de tener tolerancia-cero.

Hay cosas máximamente respetables ante las que no es posible seguir tragando sapos y culebras, y la más respetable de ellas es la realidad: cuando alguien nos pide que la sustituyamos por lo que él nos cuenta es el momento de darle la espalda. No se pueden hacer concesiones a expensas de la verdad, el precio que se paga es siempre altísimo. Cuando rastreamos el origen de cualquiera de los graves conflictos que salpican la Historia siempre descubrirnos una falsificación de la verdad, cuando no una mentira deliberada: en los Balcanes, en las Guerras Mundiales, en la nuestra Civil,...

Hemos convivido pacíficamente durante años con la labor de zapa de una mentira programática llevada adelante con constancia e implacablemente, y esto a lo que ahora asistimos no es más que su consecuencia natural: la quiebra de la estabilidad y de la armonía social, el envenenamiento de la convivencia, la abolición de la espontaneidad, la intrusión del recelo, de la sospecha, del miedo: en suma, el encorsetamiento de la libertad, la vida en falso.

Es necesario señalar y excluir la mentira: no es aceptable convivir con ella. No es algo comparable con el error: al error tenemos derecho, es posible -es inevitable-, y se puede convivir con él, siempre que lo reconozcamos y estemos dispuestos a rectificar oportunamente. Pero con la mentira no puede haber transigencia: el mentiroso deforma conscientemente la realidad y opta por una actitud hostil, dañina: nos ataca. Por eso debe ser señalado. No merece nuestra atención, hay que desacreditarlo inmediata e inapelablemente.

Se da por sentado que todo el mundo miente. No es verdad. Pero sí es verdad que hoy existen grupos, partidos, publicaciones, que mienten por sistema, que han hecho de la mentira una forma de instalación en el mundo. Su sombra se proyecta con una eficacia desconocida, alentada por una aceptación social cómplice y acrítica.

No perdamos la esperanza. Las personas son, en su mayor parte, decentes. Les gusta lo bueno y lo distinguen de lo malo, prefieren lo mejor a lo menos bueno y reconocen la bazofia aunque se les presente aliñada. Puede ser que, alguna vez, pasiva y resignadamente, acaben por aceptarla, pero no se entregan a ella. Son capaces de sentir admiración por lo que es admirable y lo repugnante les provoca rechazo. No siempre se atreven a alzar la voz entre el griterío que les rodea,  pero reconocen el fulgor de la verdad y perciben con claridad la hostilidad de la mentira. 

No hay más defensa contra el mentiroso que aislarlo, dejarlo al margen, “pasar de él”. ¿Merece la pena seguir dedicando nuestra atención y nuestro tiempo al que ha probado ya que miente? No podemos poner nuestra vida en manos de quien la desprecia. No podemos ser solidarios con quien pretende que las nuevas generaciones ignoren quiénes son, de dónde vienen, en qué época han nacido y de qué recursos disponen para vivir una vida a la altura de su tiempo.

lunes, 3 de julio de 2017

NIÑOS A LA INTEMPERIE


El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para cambiar de sexo a los menores.

Si digo yo que los niños están instalados en la provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá, alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente quiero dirigirme.

Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia consiste en ser provisional.

La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer, por manifestarse.

La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo para pensarlo  despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los dos.

Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante. Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…

Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años, aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina, hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina- ha publicado un Documento de Posicionamiento en el que advierte: “La persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”. Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.

Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia –donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro niño-bandera que sacar a la calle.

Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor, los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres. Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres, arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del hombre, no contra él?

Pues tendremos que recordarlo.

miércoles, 8 de marzo de 2017

PRIMUM, NON NOCERE



En 1979 dirigió José Luis Garci una película casi olvidada que tituló “Las verdes praderas”. Contaba la historia de un hombre que, en su aspiración por alcanzar una posición social que le prometía una vida despreocupada y feliz, sacrificó cuanto fue necesario. Alcanzó, finalmente, el objeto de su deseo, y descubrió entonces que la realidad no se correspondía con lo que él había esperado: había corrido tras un señuelo, y al final del largo camino se encontraba sólo con la decepción y el dolor por las ocasiones de felicidad perdidas. El argumento quedaba resumido en el lamento del protagonista: -"¡Me han engañado, coño! ¡Me han engañado!”.

La enseñanza de esta película es aplicable a infinidad de situaciones reales de nuestra vida, pero me viene a la cabeza estos días con insistencia cuando considero la condición transexual, levantada recientemente como bandera de concepciones sociales encontradas. Ahora, cuando se atenúan ya los ecos de la refriega, quisiera considerar despacio la situación de esas  personas que no se encuentran “en casa” con su cuerpo masculino o femenino, y buscan la manera de cambiar las cosas. Por respeto a ellos y a su dolor quizá merezca la pena considerar las cosas con cierto detenimiento, no vayan a encontrarse, al final de un camino profundamente traumático, repitiendo el lamento del protagonista de “Las verdes praderas”.

¿Qué les ofrecemos hoy a estas personas para mejorar su situación? En esencia, hormonas y cirugía. De los cuatro aspectos de la diferenciación sexual -cromosómico, hormonal, genital y psíquico-, esos tratamientos persiguen adaptar dos de ellos al último. Evidentemente, la dimensión cromosómica del sexo resulta, para nuestras posibilidades, “incorregible”, pero las  hormonas proporcionan los caracteres sexuales secundarios deseados, y la cirugía sustituye un pecho prominente por otro plano, y elimina los órganos genitales vividos como “ajenos” para sustituirlos por otros, acordes con el sentimiento de la persona (ya que, como sabemos, los hombres tienen pene y las mujeres tienen vulva).

Sólo que resolver esta "fractura" de la persona no es tarea fácil, y ni siquiera es cierto que así vayamos a conseguirlo. La cirugía de cambio de sexo no es un procedimiento menor: exige una preparación previa, física y psíquica, biológicamente costosa y humanamente traumática, y, tras exponerse a riesgos de salud nada desdeñables, se alcanza, en el mejor de los casos, sólo la “apariencia” de los genitales deseados. Que resultan, además, disfuncionales, y que van a condenar a esta persona a la esterilidad: una sexualidad herida (no hay que echarse las manos a la cabeza cuando se habla de “curar” a estas personas: también las heridas deben ser curadas). Los nuevos órganos genitales no son lo deseado por el paciente, no resuelven su situación. Y, frecuentemente, tras ese largo y complicado proceso en busca de la plenitud, se encuentran donde no querían. Y, lo que es peor: sin espacio para el arrepentimiento, sin billete de vuelta. Hay algunos ejemplos dramáticas en los que la propia persona (el interesado, la víctima) ha optado por eliminarse físicamente, más incapaz que antes de reconciliarse con su nuevo estado.

Verdaderamente, si nos enfrentamos a este problema con los ojos abiertos y sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad. 


Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y que se merece una consideración detenida y sin prevenciones. En primer lugar, porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-; en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de nuestro clásicos: lo que los bioéticos llaman ahora  principio de no-maleficencia: no poner las cosas peor.

sábado, 4 de marzo de 2017

LEY MORDAZA


Tras algunos años de viajes de ida y vuelta a las guerras y a los totalitarismos del siglo XX,  George Orwell aprendió -nos dice- que si la palabra libertad significa algo es el derecho a decir  lo que la gente no quiere oír.

La presencia en Madrid de un autobús que asegura que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva ha abierto la caja de los truenos y, como medida cautelar, el poder judicial ha resuelto prohibir que continúe circulando y alterando el pacífico dormitar de la capital de España. Los poderes legislativo y ejecutivo de la Comunidad madrileña, solidarios desde su raíz, pueden gobernar tranquilos: al que se mueve, sopapo.

La misma polémica despertada pone de manifiesto que no se trata de un asunto intrascendente. No estaría en todos los periódicos y redes sociales si fuera así. Pero de los hombres y mujeres reales, de a pie, todos tenemos experiencia y una idea formada.

“Es cuestión de opiniones -me aseguran-. Los seres humanos somos así: cada uno de su padre y de su madre. Lo que para unos es trapo, para otros es bandera”. Bien. Pero entonces hay que decirlo claramente: “Esto es sólo una opinión, las cosas podrían no ser así”.

Porque el mundo de la opinión es un mundo inseguro, movedizo. Como las camas elásticas: un espacio divertido al que apartarnos por unos momentos, pero poco apto para quedarnos a vivir en él. La vida real necesita soportes firmes a los que agarrarnos. La vida real necesita apoyarse en certezas.

Y la certeza nos la proporciona la patencia de la verdad que, sin buscarla, nos sale al camino: ob-viam. Podemos hablar durante mucho tiempo de la ciencia y de la filosofía: Biología, Psicología, Antropología… Es perder el tiempo y marear  la perdiz: la verdad, la verdad obvia, ya la conocemos todos: los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. De una obviedad rotunda.

Cosa distinta es la estigmatización de las personas en las que el desarrollo de los diferentes componentes de la sexualidad -cromosómico, genital, hormonal,  psicológico- no se realiza con la congruencia que es normal tanto en el sentido de “estado natural de las cosas” como desde el punto de vista estadístico. Pero el escrupuloso respeto a todas las personas, y a su inviolable dignidad, no implica imposición ideológica alguna, mucho menos la imposición de un modelo antropológico sin apoyos en la realidad.

Los poderes constituidos, y el lobby LGTBI al que respaldan, adoptan la posición fácil y cómoda, pero poco digna y extremadamente peligrosa, del niño que cierra los ojos, pone los brazos en jarras, saca pecho y grita: -“¡Me rebota todo, me rebota todo!”

¿Qué sentido tiene esta declaración de ceguera que hacen ahora los poderes del Estado? ¿Pretenden que nos saltemos los ojos? A las opiniones hay que tratarlas como lo que son: opiniones. Se ha acusado a los promotores del mencionado autobús de “ofender a los transexuales”. No veo cómo se puede ofender a alguien evitando que le hagan comulgar con ruedas de molino. Pero cuando el César toma una opinión y la hace pasar por realidad, lo que está haciendo es estafarnos a todos, y eso sí es ofensivo. También para los transexuales.

¡De modo que ésta era la libertad de expresión de la que tanto venimos oyendo hablar desde hace ya no sé cuántos años: el silenciamiento de los disidentes, la mordaza para los que se alejan del rebaño!

Urge volver a Orwell. 

lunes, 30 de enero de 2017

LA CAJA DE PANDORA



La Ciencia progresa siempre por pequeños pasos, que a menudo son simplemente rectificaciones de lo creído hasta ese momento, y otras veces consisten en enfoques novedosos, pero imperceptibles para el hombre de la calle. Sin embargo, de vez en cuando se produce un salto de gigante. Se trata, inevitablemente, del fruto de años de trabajo coordinado, pero la noticia ocupa los titulares de la prensa de todo el mundo y se despiertan esperanzas que tardarán decenios en verse cumplidas. Es el caso, por ejemplo, de la fecundación in vitro, tan utilizada ahora, que revolucionó hace cuarenta años las posibilidades de tratamiento de algunas formas de esterilidad, y cambió las reglas del juego: pasaron muchos años desde los primeros intentos en animales, en los años 50, hasta la concepción de Louise Brown en 1978 y el Nobel de Medicina de Robert Edwards de 2010.

Se abre ahora una nueva posibilidad en la Medicina Reproductiva que presenta expectativas insospechadas: en 2012 había mostrado K. Hayashi que los óvulos obtenidos a partir de células pluripotenciales (CP) eran aptos para la reproducción[1]. Ahora, los grupos de trabajo de Q. Zhou[2] y de O. Hikabe[3] han publicado la obtención de espermatozoides y de óvulos, respectivamente, a partir de las células de la piel de ratón, convertidas previamente en CP (CP inducidas). Se dirá que no son más que experimentos con ratones. Es verdad, pero abren la posibilidad de reconvertir una célula humana cualquiera en una CP, y luego, a partir de esta CP, obtener espermatozoides u óvulos: una fuente inagotable de gametos para las clínicas de reproducción asistida.

Ahora, que hace falta tiempo. Acabamos de ver el periodo transcurrido desde los intentos iniciales hasta el nacimiento de Louise Brown. Ni siquiera tenemos, todavía, evidencia de que las CP inducidas no presentan alteraciones genéticas o epigenéticas, y eso es un primer punto en el que es imprescindible tener plena seguridad. Pero la historia de la Ciencia nos muestra una y otra vez que si algo es posible, acaba por ser inevitable. Especialmente, en los países con menos restricciones legales para este tipo de experimentos. 

La técnica, que tiene ya un nombre (“gametogénesis in vitro”, GIV), ha sido analizada por Glenn Cohen, de la Escuela de Derecho de Harvard, George Q. Daley, de la Harvard Medical School, y Eli Y. Adashi, de la Brown University, en un reciente artículo[4] en el que subrayan que, junto a aspectos indudablemente beneficiosos, como recuperar la fertilidad perdida, por ejemplo, por un tratamiento para el cáncer, o producir óvulos ilimitadamente, sorteando las incomodidades y peligros que suponen las actuales técnicas de hiperestimulación ovárica; junto a ello, digo, la GIV presenta también barreras éticas, como la producción masiva de embriones humanos -con los que, hay que recordarlo, no sabemos qué hacer-, además de suscitar el fantasma de “granjas de embriones”, y la preocupación consecuente por la pérdida de sensibilidad para apreciar el valor de la vida humana, o la tentación de transhumanismo: la producción de seres humanos “a medida”. 

Y otra cosa. ¿Nos hemos olvidado ya de la historia de Anna Ermakova? Un día Boris Becker recibió un correo misterioso que le comunicaba que tenía una hija y le tocaba asistir a sus necesidades. La madre, una modelo rusa, la había concebido mediante inseminación artificial con semen “robado” al tenista. La historia, rocambolesca, podría simplificarse en el futuro: bastará con que la camarera que le sirva una cerveza o limpie la habitación del hotel en la que pasó la noche Rafa Nadal, por ejemplo, remita el vaso en el que ha bebido, o una muestra de pelos en la almohada, al laboratorio adecuado para obtener espermatozoides con el ADN del tenista, y ya tenemos a Nadal apuntando otro nombre a su lista de herederos.  


[1] Science 338, 971975, 2012.
[2] Cell Stem Cell 18, 330–340, 2016.
[3] Nature 539, 299–303; 2016.
[4] Science Translational Medicine 372 (9); 2017.