En 1979 dirigió José Luis Garci una película casi olvidada que tituló “Las
verdes praderas”. Contaba la historia de un hombre que, en su aspiración por
alcanzar una posición social que le prometía una vida despreocupada y feliz,
sacrificó cuanto fue necesario. Alcanzó, finalmente, el objeto de su deseo, y
descubrió entonces que la realidad no se correspondía con lo que él había
esperado: había corrido tras un señuelo, y al final del largo camino se
encontraba sólo con la decepción y el dolor por las ocasiones de felicidad
perdidas. El argumento quedaba resumido en el lamento del protagonista:
-"¡Me han engañado, coño! ¡Me han engañado!”.
La enseñanza de esta película es aplicable a infinidad de situaciones
reales de nuestra vida, pero me viene a la cabeza estos días con insistencia
cuando considero la condición transexual, levantada recientemente como bandera
de concepciones sociales encontradas. Ahora, cuando se atenúan ya los ecos de
la refriega, quisiera considerar despacio la situación de esas personas
que no se encuentran “en casa” con su cuerpo masculino o femenino, y buscan la
manera de cambiar las cosas. Por respeto a ellos y a su dolor quizá merezca la
pena considerar las cosas con cierto detenimiento, no vayan a encontrarse, al
final de un camino profundamente traumático, repitiendo el lamento del
protagonista de “Las verdes praderas”.
¿Qué les ofrecemos hoy a estas personas para mejorar su situación? En
esencia, hormonas y cirugía. De los cuatro aspectos de la diferenciación sexual
-cromosómico, hormonal, genital y psíquico-, esos tratamientos persiguen
adaptar dos de ellos al último. Evidentemente, la dimensión cromosómica del
sexo resulta, para nuestras posibilidades, “incorregible”, pero las
hormonas proporcionan los caracteres sexuales secundarios deseados, y la
cirugía sustituye un pecho prominente por otro plano, y elimina los órganos
genitales vividos como “ajenos” para sustituirlos por otros, acordes con el
sentimiento de la persona (ya que, como sabemos, los hombres tienen pene y las
mujeres tienen vulva).
Sólo que resolver esta "fractura" de la persona no es tarea
fácil, y ni siquiera es cierto que así vayamos a conseguirlo. La cirugía de
cambio de sexo no es un procedimiento menor: exige una preparación previa,
física y psíquica, biológicamente costosa y humanamente traumática, y, tras
exponerse a riesgos de salud nada desdeñables, se alcanza, en el mejor de los
casos, sólo la “apariencia” de los genitales deseados. Que resultan, además,
disfuncionales, y que van a condenar a esta persona a la esterilidad: una
sexualidad herida (no hay que echarse las manos a la cabeza cuando se habla de
“curar” a estas personas: también las heridas deben ser curadas). Los nuevos
órganos genitales no son lo deseado por el paciente, no resuelven su situación.
Y, frecuentemente, tras ese largo y complicado proceso en busca de la plenitud,
se encuentran donde no querían. Y, lo que es peor: sin espacio para el
arrepentimiento, sin billete de vuelta. Hay algunos ejemplos dramáticas en los
que la propia persona (el interesado, la víctima) ha optado por eliminarse
físicamente, más incapaz que antes de reconciliarse con su nuevo estado.
Verdaderamente, si nos enfrentamos a este problema con los ojos abiertos y
sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que
se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que
los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación
exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de
esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque
eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no
conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en
un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un
hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la
imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad.
Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible
aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos
actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al
fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en
otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha
empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y
que se merece una consideración detenida y sin prevenciones. En primer lugar,
porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja
espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-;
en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son
satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en
tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que
nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El
clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de
nuestro clásicos: lo que los bioéticos llaman ahora principio de
no-maleficencia: no poner las cosas peor.