El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la
complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron
nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda
la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que
deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en
el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para
cambiar de sexo a los menores.
Si digo yo que los niños están instalados en la
provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido
niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá,
alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente
quiero dirigirme.
Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que
nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños
esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en
los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia
consiste en ser provisional.
La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida
infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la
madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la
adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer,
por manifestarse.
La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos
que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si
tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto
antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo
para pensarlo despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión
no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los
dos.
Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con
certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante.
Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga
entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no
fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la
maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…
Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de
ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para
modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué
viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los
Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años,
aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina,
hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual
de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina-
ha publicado un Documento de
Posicionamiento en el que advierte: “La
persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en
adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de
niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no
seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con
ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”.
Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los
niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.
Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta
pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que
son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés
personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su
pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo
sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia
–donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios
entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces
junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces
a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de
su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro
niño-bandera que sacar a la calle.
Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus
padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor,
los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo
con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus
padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres.
Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres,
arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a
la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del
hombre, no contra él?
Pues tendremos que recordarlo.