viernes, 27 de diciembre de 2019

FALTAS DE ORTOGRAFÍA


Cuatro mil de los aspirantes a las oposiciones de Policía Nacional han sido excluidos por no superar la prueba de ortografía. La noticia se presenta como un escándalo, y arrecian las protestas. Se han presentado ya 1200 recursos. La opinión publicada es unánime.

He recordado a mi inolvidable catedrático de Farmacología, D. Jesús Flórez Beledo –escribo aquí su nombre como homenaje público-, que sabía que todo el que enseña en español es también profesor de español, y he recordado un trabajo que devolvió ya corregido en el que aparecía rodeada por un trazo de bolígrafo rojo una palabra “improvisada” sobre la marcha, con su comentario: “¿palabra nueva?”. Otro profesor, de Matemáticas, rebajó la nota de un ejercicio a un alumno con el comentario de que había resuelto bien el problema que le había planteado, pero había resuelto mal otro problema: el de si “tangente” se escribía con “g” o con “j”.

¿Qué sentido tiene exigir que un policía nacional sepa escribir sin faltas de ortografía? ¿Qué sentido tiene que un abogado, un médico, un camarero, un cantante, un labrador,… sepa escribir sin faltas de ortografía? La pregunta nos remite, por un lado, a qué sentido tiene atenerse a las normas. Existe la impresión de que todas las normas, también las gramaticales, son una ocurrencia elitista, opresora de la libertad de los individuos que haríamos mejor en saltárnoslas todos. ¿Es que no se entiende “bergel”, “orrendo”, “vendecir” o “agovio”, por poner ejemplos sacados del examen? Sí, claro que se entiende. Pero dejan una mala impresión en el lector. En una época en la que está garantizado el acceso de todos a esos conocimientos, eso refleja desinterés, escasa apreciación por lo bien hecho. Nos parece que su autor es alguien que se conforma con el mínimo esfuerzo. Y en el caso de funcionarios que van a velar por el cumplimiento de la ley, resultaría poéticamente impropio que se saltasen las normas gramaticales.

Pero en todo esto hay algo más grave que una mala imagen. Si no nos atenemos a unas normas comunes, no tardaría es resultar imposible la comunicación. Basta considerar la transcripción del texto con que publica la noticia el periódico, escrito tal y como lo pronunciamos –y habría que decidir antes por cuál de tantas pronunciaciones particulares nos inclinamos-: “los kandidátos kalkúlan ke ésta dezisión déja fuéra dezénas de aspirántes de la Komunitát Balenciána, ke prepáran rekúrsos masíbos. De écho, según fuéntes del kolektíbo en Baléncia konsultádas por éste médio, ásta el moménto se an presentádo únos 1.200 rekúrsos de alzáda en tóda Espáña. Se an presentádo a las pruébas únas 16.000 persónas.”

No es fácil seguir leyendo un texto así, pocos llegarían al final de la noticia. Por eso digo que acabaría imposibilitando el mutuo entendimiento, porque cada uno de nosotros habla a su manera, y cada comarca, también. En rigor, el latín que hablamos ahora en España es tan diferente del latín que se habla en Francia, Portugal o Rumanía, que son recíprocamente ininteligibles, y nos ha parecido conveniente darles nombres distintos.

Las normas son la condición de la vida tal como la conocemos, tan distinta de la de la Edad Media, por ejemplo, cuando se podía cruzar la calle sin esperar a encontrar un semáforo en verde ¿Alguien cambiaría nuestro mundo por aquel? Hoy, si quiero viajar en coche de Alicante a Santander, pongo por ejemplo, la única posibilidad que tengo de llegar vivo a mi destino es que existan unas normas de tráfico y que todos las respetemos; sin ellas, no sobreviviría al primer cruce de caminos, ninguno de nosotros podría salir del pueblo con esperanzas de regresar vivo a casa, volveríamos todos a la época prerromana.

No es indiferente atender a los detalles pequeños, eso es lo que tendríamos que tener presente cuando leemos noticias como ésta. Conocí a una mujer que en su juventud tuvo como profesor de Lengua Española al poeta Gerardo Diego. Parece que era un profesor exigente, y ella contaba algunas anécdotas muy expresivas. Era buena alumna, de sobresalientes, y esperaba recibir una Matrícula de Honor a fin de curso. Pero no la recibió. En vez de eso, se encontró con un “Sobresaliente”. Y estaba asimilando la noticia cuando pasó por allí Gerardo Diego y la llamó:
-Esperaría usted una Matrícula…
-¡Sí!
-¿Y sabe usted por qué no se la he dado?
-Pues,… ¡no!
-Porque cuando ha firmado el examen ha escrito “Gutiérrez” sin acento, y una persona que saca Matrícula  en Lengua no puede escribir “Gutiérrez” sin acento.

Malos tiempos son éstos para un profesor como Gerardo Diego.


lunes, 16 de diciembre de 2019

UN DÍA CUALQUIERA EN LA VIDA DE JOSÉ

Pariente cercana de la figura de san José durmiente que nos enseñó hace algún tiempo el papa Francisco, circula ahora por las redes una figura de la Sagrada Familia que nos muestra a la Virgen durmiendo mientras san José atiende a Jesús que se despereza. Una simpática figura para el Belén que ilumina estos días tantos hogares y plazas.



Me gustan estas figuras. A san José durmiente le confía el Papa los asuntos complicados que se quedan pendientes recordando que, en sucesivas ocasiones,  fue en sueños como se le comunicó al Patriarca la voluntad de Dios, y recordando también que es Patrono de la Iglesia Universal. En esta imagen que circula ahora contemplamos a la Sagrada Familia en una escena corriente de su vida corriente. La Virgen, a la que estamos acostumbrados a ver coronada de estrellas con la luna bajo sus pies, es una criatura como nosotros, que se cansa como nos cansamos nosotros, y se entrega, como nosotros, al sueño. Y cuando el Niño se despierta acude a él José para respetar el descanso de María, un gesto silencioso y escondido que revela al mismo tiempo el cuidado amoroso que tiene de ella y la atención eficaz que le presta a Jesús. José se ha anticipado a la necesidad del Niño, que cuando apenas se despierta y comienza a estirarse se encuentra ya acogido por José, que lo mira enternecido y deslumbrado: ¡Dios mismo, despojado de su divinidad y entregado indefenso en sus manos, necesitando de él! 



Dios sorprende siempre al hombre, desborda nuestras previsiones. Llama la atención el contraste entre la religión natural de tantos pueblos que se esfuerzan en ofrecer sacrificios para aplacar la ira de unos dioses que parece que estuviesen perpetuamente enfadados con el hombre, y la insistencia de Jesús en proclamar el amor de Dios. Un amor que, como el nuestro, no descansa hasta ser correspondido, un amor que reclama el amor del ser amado, que busca la cercanía y el contacto con el hombre. Viene a nuestro encuentro, pero no viene como lo imaginan los hombres. Los griegos, por ejemplo, que, cuando imaginaban a Zeus descendiendo a la tierra, lo presentaban como un forastero que llegaba de pronto no se sabía de dónde, y desaparecía de la misma manera; o metamorfoseado -en toro, en cisne, en lluvia- para sorprender al hombre -a la mujer- a traición y por la espalda. No. Dios nos vuelve a sorprender, y cuando se hace hombre –hombre verdadero- asume todo lo que eso supone: comienza su encarnación en el seno de una mujer y recorre todos los pasos sucesivos que recorremos los hombres corrientes. Ahora lo vemos recién nacido, pasando hambre, frío, sueño. Incapaz  -el autor del Universo- de satisfacer por sí mismo sus recién estrenadas necesidades: estrenando la impotencia.



Y ahí está José. Dios pudo venir al mundo con la Virgen como única maestra de la vida, pero quiso tener un padre. Y eligió a éste que ahora lo tiene entre sus brazos y al que se le cae la baba contemplándolo. Jesús, que –porque no impone, no obliga- un día se lamentará del rechazo de su propio pueblo -“Jerusalén, Jerusalén, ¡cuántas veces he querido reunir a tus hijos como reúne la gallina sus polluelos bajo el ala, y tú no has querido!”- está ahora en brazos de uno al que le falta tiempo para satisfacer sus deseos y necesidades apenas los conoce. Tendría seguramente José otras cosas pendientes, en un hogar pobre siempre sobran los quehaceres. Pero conoce cuáles son las prioridades en su vida, y la prioridad ahora es el cuidado concreto que requieren las dos personas que Dios le ha confiado. María descansa, Jesús abre los ojos al mundo. Los dos se sienten seguros confiados a ese hombre corriente. Corriente pero capaz de cualquier cosa por ellos. Capaz de salir apresuradamente, de noche, sin previo aviso, hacia tierras extranjeras, para salvar la vida de Jesús, el más precoz perseguido político. Capaz de  iniciar una nueva vida, desde cero, entre gente de otra cultura y de otra lengua, para sacarlos a los dos adelante. Capaz de abandonarlo todo otra vez cuando ya echaban raíces en el nuevo suelo, para devolverlos a su pueblo. Capaz, en fin, de entregar la vida en silencio, dispuesto permanentemente a una nueva oblación.



Esta imagen diferente de las habituales es un reclamo que pone el acento en José, uno de nosotros. Nos enseña la confiada entrega con que Dios se nos da, nos enseña que es posible un trato personal e íntimo, lleno de cuidado y de cariño, con Jesús y con su Madre.  Nos enseña a vivir la Navidad centrados en lo importante.