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miércoles, 16 de septiembre de 2020

LA MUJER NO ES UN HOMBRE ATROFIADO

Leo en el periódico que se ha inaugurado en Barcelona una exposición titulada “Los derechos trans son derechos humanos” cuyos organizadores preguntan: “¿Cuál es la fina línea que separa un clítoris grande de un pene pequeño? ¿En qué momento los labios externos de la vulva pasan a ser el escroto?". Me gustaría contribuir a dar alguna luz en este asunto.

Los biólogos hablan de "analogía" para referirse a la semejanza que guardan entre sí órganos de especies distintas que, aunque son en realidad profundamente diferentes en su composición y estructura, sin embargo, cumplen una función semejante. Son estructuras análogas, por ejemplo, el ala de una mosca y el ala de un águila. Un concepto diferente, casi inverso al de analogía, es el de “homología”, que se refiere a la relación que guardan entre sí estructuras que, aunque profundamente diferentes en su forma y su función, guardan, sin embargo, una gran semejanza en su composición y estructura, porque están estrechamente emparentadas desde el punto de vista evolutivo. Por ejemplo, la pata de un caballo, el ala de un murciélago y el brazo de un hombre son estructuras homólogas, como se puede comprobar comparando sus anatomías.

A partir de estas semejanzas biológicas entre especies diferentes el zoólogo alemán Ernst Haeckel popularizó lo que se llamó “Teoría de la Recapitulación”, hoy ya arrinconada en lo que se refiere a su sentido más pleno, literal. Expresado con las palabras técnicas que utilizó Haeckel, dicha teoría afirma que “la ontogenia recapitula la filogenia”, lo que dicho en lenguaje corriente significa que el desarrollo prenatal del embrión reproduce las etapas de la evolución de su especie.

Se hicieron populares entonces imágenes que mostraban embriones de diferentes especies en diferentes momentos de su desarrollo. En ellas se podía observar un parecido cada vez mayor con las respectivas formas adultas a medida que avanzaba el desarrollo. Sin embargo, mucha gente interpretó esas imágenes en sentido contrario: observó que cuanto más precoz era el embrión, más se parecía al embrión de otra especie, y de ahí nació el mito de que el desarrollo embrionario era un proceso de divergencia sucesiva, en el que se producía la separación de diferentes posibles caminos, hasta dar lugar a una forma adulta concreta.

Pero eso no es verdad: si el embrión de un cerdo encuentra impedido su desarrollo hasta la forma adulta del cerdo no se va a convertir en un conejo, ni en un perro. Morirá. No hay cambio de raíles en Biología.

Y lo que digo de un embrión lo digo de cualquiera de sus partes: en un embrión de pollo el esbozo de un ala no se convertirá en una pata: se convertirá en un ala, o no se formará extremidad. Ni siquiera adquirirá rasgos del otro sexo de su especie: todos está ya programado y no es modificable: si es macho, su cresta será la de un gallo, no la de una gallina. Dirá quiquiriquiquí, no dirá clo-clo-clo.

Después de Haeckel han venido la Paleontología, y la Embriología, y la Genética, y la Biología del Desarrollo, y hemos aprendido muchas cosas que Haeckel no podía saber. Por eso digo que, en su sentido literal, su teoría no se sostiene ya. Sin embargo, permanece aún en algunos esa idea mítica del “volantazo” a mitad de desarrollo; que, en cualquier momento, lo que se está desarrollando se podría convertir en otra cosa.

Por eso, para las preguntas a las que me refería al principio la única respuesta posible es: -“Pregunta equivocada”. Un clítoris puede alcanzar un desarrollo tal que llegue a parecer un pene pequeño. Pero sólo lo parecerá. Aunque ambos se desarrollan a partir de un tubérculo genital, ese tubérculo es ya esbozo de un clítoris o de un pene. No se distinguen por su tamaño, aunque habitualmente sus tamaños son muy distintos: lo que los distingue es que el clítoris está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de sí, mientras que un pene –también uno muy pequeño- está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de otro. Y lo mismo habría que decir de los labios externos de la vulva y el escroto.

En otras palabras: los labios externos de la vulva no pasan a ser el escroto en ningún momento; no hay ninguna fina línea que separe un clítoris grande de un pene pequeño. Lo único que les diferencia es que un clítoris grande no es un pene pequeño. De la misma manera que un dromedario grande no es una jirafa pequeña. 

O, como resumía una compañera mía: -“Las mujeres no somos hombres atrofiados”. 


miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA ENSEÑANZA DEL PINZÓN CEBRA


 



A pesar de la imagen del sabio distraído como un personaje ajeno al mundo que lo rodea, la verdad es que los científicos reales trasladan a su trabajo las mismas cuestiones que se plantea la sociedad en la que viven. Por eso proliferan ahora los estudios sobre el origen de la diversidad en el comportamiento de las personas y animales de uno u otro sexo, buscando la confirmación o el descarte de las doctrinas que apoyan su origen biológico natural o ambiental, educacional.

Es sabido que, entre los mamíferos, la diferenciación sexual se origina, en último término, en la asimetría en la dotación cromosómica, que presenta un par de cromosomas sexuales XX en las hembras, y XY en los machos. La razón de eso está en que el cromosoma Y de los machos contienen una región Sry que hace que la célula sexual indiferenciada produzca testosterona, y esa testosterona impregna todo el organismo, provocando su masculinización.

Esto se ha confirmado repetidamente de forma experimental administrando a las crías hembras, antes de la eclosión del huevo o inmediatamente tras el nacimiento, hormonas masculinas, y comprobando cómo se masculinizan. Pero las cosas no son tan claras, pues no se masculinizan en su totalidad, además de que se requieren dosis mucho más elevadas que las que da la naturaleza, y de que no se evita la masculinización de los embriones machos bloqueando sus hormonas. Por eso, nuestros sabios trabajan ahora en dilucidar qué más hay detrás de todo esto.

Desde luego, lo que hay “de más” es una dotación genética diferenciada, como ya sabíamos. Lo que ahora es nuevo es que el desarrollo de la técnica permite a los investigadores “diseñar” el ADN de los organismos que luego van a estudiar. Y una de las cosas que han hecho es separar la región Sry del cromosoma Y en el que normalmente está inserto, de modo que han conseguido individuos con Sry –y, por tanto, con testículos y con testosterona- asociados tanto al par XY como al par XX.

Los comportamientos con diferencias sexuales de los animales se refieren en general a dos ámbitos particulares: por un lado, el grupo de actividades relacionadas con la reproducción, que están presentes con carácter excluyente en forma de “todo o nada”. Es el caso del canto de cortejo en los machos de las aves, la defensa del territorio, el comportamiento copulatorio, la nutrición y la agresividad tras el nacimiento de las crías en algunas especies, etc. Por otra parte están las actividades no relacionadas con la reproducción, que predominan en uno u otro sexo pero se observan también, en menor proporción, en el sexo opuesto. Por ejemplo, la respuesta al estrés y a la ansiedad, las preferencias alimenticias, el comportamiento social, la sensibilidad al dolor y a los reclamos y estímulos en general.

Pues bien, los investigadores han estudiado estos comportamientos en los animales en los que se ha separado la región Sry del cromosoma Y, y han llegado a algunas conclusiones que abren nuevos caminos de investigación: han visto que las actividades relacionadas con la reproducción dependen de la presencia de Sry –o sea, de testículo o de ovario: de las hormonas- independientemente de la dotación cromosómica del individuo. Sin embargo, las actividades del segundo grupo, no relacionadas con la reproducción, se hacen presentes acompañando al par al que acompañan en la naturaleza -XX o XY-, independientemente de sus hormonas.

Ya sólo faltaba conseguir idéntico ambiente hormonal en ambas combinaciones de cromosomas sexuales para determinar con evidencia el papel que juega el cromosoma Y en todo esto. Y aquí ha venido la naturaleza –la casualidad- a ayudar a los científicos: en los pinzones cebra existe un llamativo dimorfismo sexual que da a la hembra un plumaje pardo y gris, y adorna al macho con una vistosa mancha anaranjada a ambos lados de la cabeza, además de rayas horizontales negras en la cara anterior del cuello y pecho que dan nombre a la especie. 

Pues bien, en la Universidad Rockefeller de Nueva York, Fernando Nottebohm, un estudioso de las aves, observó un ejemplar de pinzón cebra que mostraba el plumaje de las hembras en el lado izquierdo del cuerpo, y el colorido de los machos en el derecho. Nottebohm lo remitió a la Universidad de California en Los Ángeles, donde estudiaron a lo largo de meses su comportamiento copulatorio, que era siempre el correspondiente a un macho. Presentaba también canto de cortejo y la agresividad y otros comportamientos masculinos. Los niveles de hormonas masculinas eran intermedios entre los que presentan ordinariamente los machos y las hembras normales. 

Finalmente, al morir, fue objeto de una autopsia minuciosa, que comprobó diversos aspectos: en primer lugar, que, como parecía externamente, las dos mitades de su cuerpo tenían constantemente diferente dotación cromosómica y genética: cromosomas y genes masculinos en el lado derecho –incluyendo un  testículo bien formado, pero infértil- y cromosomas y genes femeninos en el lado izquierdo –incluyendo un ovario bien formado, pero infértil.  

Lo revelador fue el estudio de su sistema nervioso central, que mostró, como el resto del cuerpo, una clara diferenciación sexual a uno y otro lado de la línea media, incluyendo un evidente HVC (el centro nervioso que controla el canto de cortejo) a la derecha, y sólo esbozos del mismo a la izquierda. Como el organismo en su conjunto está bañado por una corriente de hormonas común, la diferenciación del sistema nervioso central –y de todo lo demás- ha de tener relación con la diferente dotación genética de cada región, con la presencia o la ausencia del cromosoma sexual diferencial (que en las aves corresponde a la hembra y se denomina W) (1). 

La conclusión no puede ser más obvia: la masculinidad o feminidad de los seres vivos no es algo superficial corregible con hormonas: pertenece a su íntima mismidad y no es posible desprenderse de ella.
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(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC153648/

martes, 3 de noviembre de 2015

NO CANTAN IGUAL


Es experiencia común de todos que hay una forma masculina y una forma femenina de contemplar el mundo y de desenvolverse en él, que hombres y mujeres difieren no sólo por su cuerpo, sino también por su carácter, su corazón, su sensibilidad, su voluntad… La lista de las capacidades diferenciales es larga, y hay, en general, acuerdo sobre ella. Pero el acuerdo desaparece cuando intentamos explicar la causa de esta diferencia, y conviven diversas explicaciones, no siempre suficientemente justificadas.

Sabemos que la diferencia de sexos tiene consecuencias evidentes en asuntos tan aparentemente desconectados del sexo como los trasplantes de órganos -que tiene mejor pronóstico cuando donante y receptor son del mismo sexo- o la memoria a largo plazo –en la que hombres y mujeres implican distintas regiones del cerebro, y que es interferida por el propranolol de forma distinta en cada sexo-.

Se sabe que el cromosoma Y del varón, más pequeño que el X, se pone en marcha más precozmente en la vida embrionaria, haciendo que la glándula sexual indiferenciada se transforme en testículo y empiece a producir testosterona; sin ese cromosoma, la glándula se convertirá, más tarde, en un ovario. Pues bien, una de las funciones de esa testosterona es impedir que actúe un sistema enzimático que bloquea los genes en el propio ADN. Por eso, que un órgano se desarrolle bajo su influjo no resulta indiferente, y por eso, al nacer existen ya diferencias entre órganos semejantes de ambos sexos. Diferencias que se incrementarán más adelante, en la adolescencia, cuando maduren el testículo y el ovario y aumenten su secreción hormonal.

El resultado de todo esto es que en algunas regiones tiene más neuronas el cerebro masculino que el femenino, y, en otras regiones ocurre lo contrario. Y también se producen diferencias en el cableado del cerebro: en el hombre predominan las conexiones entre diferentes regiones del mismo hemisferio; en la mujer hay mayor conexión entre ambos hemisferios.

Toda esta explicación, sin embargo, es puesta en duda por algunos, que niegan que en todo esto juegue algún papel la biología, y centran su explicación en factores externos, como la educación recibida o el ambiente social en el que se desarrolla el individuo.

Se acaba de publicar en  Nature  un trabajo conjunto del University College de Londres y el Albert Einstein College of Medicine de Nueva York que estudia estos cambios en el comportamiento de los diferentes sexos (1). El trabajo se centra en el Caenorhabditis elegans, un gusano que no pasa de 1 mm de longitud y que tiene la particularidad de permanecer transparente a lo largo de toda su vida. Es el animal de  moda entre los hombres de ciencia: le ha tomado la delantera al mismísimo ratón de laboratorio y está colaborando en decisivos estudios, algunos de los cuales, centrados en la biología del ADN,  han sido premiados con el Nobel. Las razones por las que se prefiere este animalillo son de índole práctica: su pequeño tamaño ahorra costes y espacio, y su breve ciclo reproductivo le hace idóneo para numerosos estudios biológicos. Además de que, naturalmente, su transparencia es una cualidad muy apreciada por los estudiosos, pues permite la observación minuciosa de su interior sin interferir en su vitalidad y su comportamiento.

Pues bien, el trabajo al que me refiero da cuenta de un sorprendente cambio estructural que tiene lugar, durante la maduración sexual, en el cerebro del C. elegans macho –entre los C. elegans sólo hay machos y hermafroditas-. En la red neuronal surgen, a partir de células de otra estirpe, dos neuronas nuevas que establecen en seguida conexiones con otras preexistentes y remodelan los circuitos neuronales, de forma que se modifica el procesamiento de la información y el comportamiento del gusano, y la búsqueda de pareja sexual pasa a ser una actividad prioritaria.

Aumento del número de neuronas, y cambios en el cableado del cerebro, exactamente lo que encuentran los neurobiólogos cuando comparan los cerebros masculino y femenino. No es posible negar intervención alguna de factores ambientales, pero así es como las hormonas modulan nuestra actividad intelectual y nuestro estado de ánimo, nuestros procesos cognitivos y nuestros estados emocionales. No se trata de algo superficial y adventicio, sino que está fundado en lo más profundo de nuestro ser.

Los autores van más allá: para Arantza Barrios, española coautora del estudio, “nuestros hallazgos sugieren que las diferencias no dependen solo del sexo del animal, sino que influye también el sexo de la célula progenitora”. No sólo es cuestión de hormonas, dice nuestra compatriota, sino, también, de cromosomas.


Es decir, que la diversidad surge del propio “ser” del individuo. Para resumirlo con una gráfica expresión de Prieto Bonilla: “Quiquiriquí canta el gallo y clo-clo-clo canta la gallina, luego no cantan igual. Y no cantan igual, sencillamente, porque no son iguales”.

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(1) Michele Sammut, Steven J. Cook, Ken C. Q. Nguyen, Terry Felton, David H. Hall, Scott W. Emmons, Richard J. Poole, Arantza Barrios. Glia-derived neurons are required for sex-specific learning in C. elegans. Nature, 2015; 526 (7573): 385





martes, 19 de agosto de 2014

CÉLULAS MASCULINAS Y CÉLULAS FEMENINAS




 Una de las cosas que más llaman la atención del estudiante de Medicina es la diferente frecuencia con que determinadas enfermedades afectan  a uno y otro sexo. Para el caso del hígado, por ejemplo, el 90% de los pacientes con cirrosis biliar primaria son mujeres, y el 70% de los pacientes con colangitis primaria esclerosante son varones; las mujeres suponen el 90% de los pacientes con tiroiditis de Hashimoto, y a los varones les toca el 90% de los síndromes de Goodpasture, que afecta a riñón y pulmón. Además, empezamos a conocer otras implicaciones, como que, a igualdad de los demás factores, el tabaco es más peligroso para la mujer, o que la obesidad les supone mayor riesgo de ictus que a los hombres.

Hace unos años se desarrolló una vacuna contra el herpes. Cuando, en una fase provisional, se observó que la efectividad era del 73% en las mujeres pero no subía de 0% en varones -en conjunto no llegaba a un 40% de efectividad- la empresa promotora retiró el proyecto. Pero, ¿de verdad no era efectiva la vacuna? Los estudios farmacológicos acostumbran a realizarse en varones para evitar la “inestabilidad” que supone las oscilaciones del ciclo hormonal femenino y la posibilidad de un embarazo, por lo que eso implica de pérdida de las condiciones basales para el estudio. Pero se sabe que, por ejemplo, la aspirina protege más a la mujer del infarto cerebral, y al varón del infarto de miocardio. Y ya hemos visto que los riesgos para los hombres no son los mismos que para las mujeres. Las casas farmacéuticas optan por ignorar estas diferencias, porque se obligarían a hacer un doble estudio en la población y a doblar el coste de la investigación, pero el Sistema Nacional de Salud de los EE.UU. obliga ya a hacer ese doble estudio a los laboratorios que aspiren a financiación oficial.

Y estas diferencias se mantienen en el plano celular. Se conoce desde hace años que los embriones macho tienen divisiones celulares más rápidas que los embriones hembra, una diferencia que llega a ser de 4 horas en los embriones de dos días. Y, en otro orden: según Zahra Zakeri, de la Universidad de Nueva York, las células madre musculares de machos tienen mayor facilidad para diferenciarse a cartílago o hueso, y las de hembras, a músculo, y hasta la mitad de los genes de las células de hígado, grasa y músculo se expresan de modo diferente en uno y otro sexo.

La costumbre ha sido siempre atribuir las diferencias entre los sexos a las hormonas masculina –testosterona- y femeninas –estrógenos y progesterona-, pero a esos embriones les faltan todavía seis semanas para empezar a producir sus hormonas, y las células madre se estudian en cultivos celulares libres de hormonas, de modo que hay que pensar en otra cosa.

Sabemos que todas las células del hombre tienen el par de cromosomas sexuales XY, y todas las de la mujer, XX, y eso tiene importancia reconocida en el desarrollo del embrión, cuando el cromosoma Y pone en marcha sus escasos genes –principalmente, el SRY- para convertir la glándula sexual indiferenciada en testículo, que en seguida empezará a producir testosterona. Pero, pasado ese momento, el papel del cromosoma Y parecía consistir en quedar silente a la espera de ser empaquetado en un espermatozoide, permaneciendo al margen de las aventuras metabólicas del organismo durante la mayor parte de su existencia. Este concepto ahora está cambiando: estamos viendo que sus productos regulan genes de otros cromosomas.

Para dejar más claro que esas diferentes sensibilidades no están relacionadas con las hormonas, Arthur Arnold, de la Universidad de Los Ángeles, ha introducido el gen SRY –responsable último de la producción de testosterona- en hembras XX, y lo ha suprimido de machos XY, consiguiendo así, en el primer caso, sexo cromosómico femenino con hormonas masculinas, y, en el segundo, sexo cromosómico masculino con hormonas femeninas. Y lo que ha visto es que, aun sin testosterona, el cromosoma Y se sigue asociando a baja frecuencia de enfermedades autoinmunes y a enfermedades neurodegenerativas más rápidamente progresivas, exactamente como ocurre en los machos normales.

Pero se ha visto más: se ha visto que, con el paso de los años, hasta un 20% de los varones pierde el cromosoma Y en algunas de sus células, y estos varones tienen mayor tendencia a desarrollar cáncer, lo que sugiere que el cromosoma Y podría tener alguna relación con genes vinculados al desarrollo del cáncer.

No, no parece que la presencia del cromosoma Y sea un dato anecdótico en la vida de una célula cualquiera. Como tampoco lo es contar con dos cromosomas X, porque hay que inactivar uno de  ellos, lo que consume energía que podría dedicarse a otros fines, y porque la inactivación nunca es completa, de modo que la mujer tiene una ración doble de algunos de sus genes.

Ni siquiera en el nivel celular el ser masculino o femenino resulta indiferente.