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miércoles, 7 de abril de 2021

BLASTOIDES Y ÉTICA

La reciente publicación  en la revista Nature del desarrollo en laboratorio, a partir de células humanas adultas, de estructuras que recuerdan la fase de blastocisto de un embrión humano (“blastoides” los han denominado sus autores) ha planteado el problema de la licitud ética de trabajar con estas estructuras. Ante lo delicado del asunto y lo fácilmente que pueden surgir errores de concepto, creo que es oportuno entrar a considerar este asunto.

  Los últimos cincuenta años han visto cómo aumentaba vertiginosamente nuestro conocimiento de los procesos vitales básicos, de modo que ahora tenemos una imagen ajustada de cómo surge y se desarrolla un nuevo ser. Comprendemos el inicio de la vida como un proceso constitutivo, con un comienzo neto; el desarrollo posterior, como un proceso consecutivo, con crecimiento, maduración y envejecimiento, y la muerte natural, como el final, también neto, de ese proceso.

  La dotación genética recibida de sus progenitores le proporciona al ser vivo su identidad biológica, pero durante todo su desarrollo se da una interacción entre el medio -que es siempre cambiante- y el ADN, que va cambiando con el paso del tiempo por esa interacción. Y, así, por un proceso de retroalimentación, está continuamente modificándose esa información. Que es, por tanto, información genética y epigenética: genes y medio son necesarios para que se autoconstituya un ser viviente.

  Existe, por lo tanto, un primer nivel informativo: la secuencia de bases del ADN, que contiene la información genética propia del ser vivo y que le proporciona su identidad biológica a lo largo de toda su existencia.

  Y existe un segundo nivel informativo: el programa genético, que es la secuencia en que se emiten, ordenadamente en el espacio y en el tiempo, los mensajes de los diversos genes: cada uno en su momento y en su lugar, cada uno cuando toca y donde le corresponde.

  El primer nivel de información -la dotación genética- es idéntico en todas las células del organismo, y la utilización en cada lugar de sólo una parte de esa información -la parte que debe ser activada en ese territorio- es lo que permite la diferenciación espacial armónica y sincronizada en tejidos y órganos. Este desarrollo final conjunto, unitario, es la función del segundo nivel de información: el programa genético.

  Por lo tanto, la identificación entre genoma e individuo es un error de concepto: los cromosomas y genes que determinan las características de un individuo de una especie no son lo que hace de él un individuo; no son más -ni tampoco menos- que lo que determina las características de su ser y lo que dirige su desarrollo; pero lo que le constituye en viviente, en individuo de la especie, es el arranque del programa genético.

  El carácter de individuo que posee el embrión es también independiente del proceso por el que haya surgido. Para hablar de un nuevo individuo no es importante que sus genes procedan de la fusión de los pronúcleos haploides de una célula germinal femenina y otra masculina, o de clonación nuclear, o de la reprogramación de una célula adulta, o de cualquier otro proceso. Lo decisivo es la capacidad de la célula (o células) de partida para poner en marcha el “mensaje genético” comenzando por el principio.

  En el caso de los blastoides de que hablaba al principio, hay que recordar que ha sido preciso reprogramar la información del núcleo de la célula original. Esta reprogramación no es una simple manipulación de un embrión ya constituido, sino que es ella misma constitutiva, y sin ella no se conseguiría el blastoide. Es decir, sin esa programación nunca se conseguiría iniciar el complejo crecimiento que da lugar a un organismo. Y eso es precisamente lo que diferencia un organismo en desarrollo de un simple crecimiento celular más o menos embrioide. Por eso estas nuevas estructuras no pueden considerarse individuos de nuestra especie. 

miércoles, 24 de marzo de 2021

ESPECIES DE LA EVOLUCIÓN HUMANA

Todos sabemos qué es una especie a condición de que nadie nos lo pregunte. Porque cuando tenemos que contestar a eso acabamos contra la pared. El propio Darwin reconocía que era un término poco nítido (“un término asignado arbitrariamente, para mayor conveniencia, a un conjunto de individuos que se asemejan notablemente”).

 Ciento cincuenta años más tarde, las cosas no están mejor. Basta darse un paseo por las diferentes ramas de la Biología para comprender que no es fácil delimitar con nitidez una especie. Hay un criterio biológico (que se fija en que sean capaces de reproducirse dentro del grupo pero no fuera de él, y en que sus hijos sean fértiles), otro ecológico (que se fija en su adaptación a nichos biológicos concretos), otro evolutivo (evolucionan separadamente), otro filogenético (proceden de un antepasado común), otro morfológico, (comparten determinados rasgos físicos) y, finalmente, otro genómico (comparten un genoma). De modo que cuando oímos a un científico hablar de especies todavía no sabemos de qué está hablando. 

 La cosa se complica si nos asomamos a nuestro árbol genealógico: catorce especies del género Homo en 3,5 millones de años. Catorce. Quizás no sea un número excesivo: la Biología es caprichosa, y, además, el hallazgo de restos fósiles depende de multitud de circunstancias, empezando por el interés personal de los investigadores. Pero, ¡vaya!, son un buen puñado de especies. Nuestro caballo, por ejemplo, alcanzó su forma actual hace 5 millones de años.

 Por sus nombres (“Homo nadeli”, “Homo habilis”, etc) uno diría que se trata, efectivamente, de especies biológicas; pero, en realidad, no es más que un truco para poder referirnos a ellas. El nombre que reciben de verdad es simplemente un código (por ejemplo, KNM-ER 1813), pero luego se les agrupa según ciertas semejanzas morfológicas para poder manejarlos mejor, “para mayor conveniencia”, como decía Darwin. Porque todas, con una sola excepción, se han definido con un criterio morfológico. 

 La excepción es Denisovano, la primera especie fósil definida por su genoma. Sabemos que en los tiempos que corren la clave para todo lo que huele a vida ya no es la forma, sino el ADN. Y ahora que se estudian cada vez más genomas resulta que aparecen constantemente nuevas noticias de híbridos entre las más recientes especies de Homo: heildelbergenses y denisovanos comparten ADN mitocondrial, denisovanos y neandertales comparten ADN nuclear, hombres modernos europeos e indonesios comparten genes con denisovanos, heildelbergenses comparten ADN nuclear con neandertales y hombres modernos y ADN mitocondrial con denisovanos,…

 Nuestro árbol genealógico se está convirtiendo en una maraña inextricable. Tanta especie está dejando de ser “conveniente”. Quizá haya llegado el momento de sentarnos y pensar. Es lo que sugiere el profesor Rafael Jordana, catedrático emérito de la Universidad de Navarra, que en su libro “La ciencia en el horizonte de una razón ampliada” nos da un toque de atención: tanto entrecruzamiento de ADN ¿nos está diciendo que pertenecemos todos a la misma especie?

miércoles, 16 de septiembre de 2020

LA MUJER NO ES UN HOMBRE ATROFIADO

Leo en el periódico que se ha inaugurado en Barcelona una exposición titulada “Los derechos trans son derechos humanos” cuyos organizadores preguntan: “¿Cuál es la fina línea que separa un clítoris grande de un pene pequeño? ¿En qué momento los labios externos de la vulva pasan a ser el escroto?". Me gustaría contribuir a dar alguna luz en este asunto.

Los biólogos hablan de "analogía" para referirse a la semejanza que guardan entre sí órganos de especies distintas que, aunque son en realidad profundamente diferentes en su composición y estructura, sin embargo, cumplen una función semejante. Son estructuras análogas, por ejemplo, el ala de una mosca y el ala de un águila. Un concepto diferente, casi inverso al de analogía, es el de “homología”, que se refiere a la relación que guardan entre sí estructuras que, aunque profundamente diferentes en su forma y su función, guardan, sin embargo, una gran semejanza en su composición y estructura, porque están estrechamente emparentadas desde el punto de vista evolutivo. Por ejemplo, la pata de un caballo, el ala de un murciélago y el brazo de un hombre son estructuras homólogas, como se puede comprobar comparando sus anatomías.

A partir de estas semejanzas biológicas entre especies diferentes el zoólogo alemán Ernst Haeckel popularizó lo que se llamó “Teoría de la Recapitulación”, hoy ya arrinconada en lo que se refiere a su sentido más pleno, literal. Expresado con las palabras técnicas que utilizó Haeckel, dicha teoría afirma que “la ontogenia recapitula la filogenia”, lo que dicho en lenguaje corriente significa que el desarrollo prenatal del embrión reproduce las etapas de la evolución de su especie.

Se hicieron populares entonces imágenes que mostraban embriones de diferentes especies en diferentes momentos de su desarrollo. En ellas se podía observar un parecido cada vez mayor con las respectivas formas adultas a medida que avanzaba el desarrollo. Sin embargo, mucha gente interpretó esas imágenes en sentido contrario: observó que cuanto más precoz era el embrión, más se parecía al embrión de otra especie, y de ahí nació el mito de que el desarrollo embrionario era un proceso de divergencia sucesiva, en el que se producía la separación de diferentes posibles caminos, hasta dar lugar a una forma adulta concreta.

Pero eso no es verdad: si el embrión de un cerdo encuentra impedido su desarrollo hasta la forma adulta del cerdo no se va a convertir en un conejo, ni en un perro. Morirá. No hay cambio de raíles en Biología.

Y lo que digo de un embrión lo digo de cualquiera de sus partes: en un embrión de pollo el esbozo de un ala no se convertirá en una pata: se convertirá en un ala, o no se formará extremidad. Ni siquiera adquirirá rasgos del otro sexo de su especie: todos está ya programado y no es modificable: si es macho, su cresta será la de un gallo, no la de una gallina. Dirá quiquiriquiquí, no dirá clo-clo-clo.

Después de Haeckel han venido la Paleontología, y la Embriología, y la Genética, y la Biología del Desarrollo, y hemos aprendido muchas cosas que Haeckel no podía saber. Por eso digo que, en su sentido literal, su teoría no se sostiene ya. Sin embargo, permanece aún en algunos esa idea mítica del “volantazo” a mitad de desarrollo; que, en cualquier momento, lo que se está desarrollando se podría convertir en otra cosa.

Por eso, para las preguntas a las que me refería al principio la única respuesta posible es: -“Pregunta equivocada”. Un clítoris puede alcanzar un desarrollo tal que llegue a parecer un pene pequeño. Pero sólo lo parecerá. Aunque ambos se desarrollan a partir de un tubérculo genital, ese tubérculo es ya esbozo de un clítoris o de un pene. No se distinguen por su tamaño, aunque habitualmente sus tamaños son muy distintos: lo que los distingue es que el clítoris está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de sí, mientras que un pene –también uno muy pequeño- está inserto en un aparato reproductor que concibe dentro de otro. Y lo mismo habría que decir de los labios externos de la vulva y el escroto.

En otras palabras: los labios externos de la vulva no pasan a ser el escroto en ningún momento; no hay ninguna fina línea que separe un clítoris grande de un pene pequeño. Lo único que les diferencia es que un clítoris grande no es un pene pequeño. De la misma manera que un dromedario grande no es una jirafa pequeña. 

O, como resumía una compañera mía: -“Las mujeres no somos hombres atrofiados”. 


sábado, 4 de marzo de 2017

LEY MORDAZA


Tras algunos años de viajes de ida y vuelta a las guerras y a los totalitarismos del siglo XX,  George Orwell aprendió -nos dice- que si la palabra libertad significa algo es el derecho a decir  lo que la gente no quiere oír.

La presencia en Madrid de un autobús que asegura que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva ha abierto la caja de los truenos y, como medida cautelar, el poder judicial ha resuelto prohibir que continúe circulando y alterando el pacífico dormitar de la capital de España. Los poderes legislativo y ejecutivo de la Comunidad madrileña, solidarios desde su raíz, pueden gobernar tranquilos: al que se mueve, sopapo.

La misma polémica despertada pone de manifiesto que no se trata de un asunto intrascendente. No estaría en todos los periódicos y redes sociales si fuera así. Pero de los hombres y mujeres reales, de a pie, todos tenemos experiencia y una idea formada.

“Es cuestión de opiniones -me aseguran-. Los seres humanos somos así: cada uno de su padre y de su madre. Lo que para unos es trapo, para otros es bandera”. Bien. Pero entonces hay que decirlo claramente: “Esto es sólo una opinión, las cosas podrían no ser así”.

Porque el mundo de la opinión es un mundo inseguro, movedizo. Como las camas elásticas: un espacio divertido al que apartarnos por unos momentos, pero poco apto para quedarnos a vivir en él. La vida real necesita soportes firmes a los que agarrarnos. La vida real necesita apoyarse en certezas.

Y la certeza nos la proporciona la patencia de la verdad que, sin buscarla, nos sale al camino: ob-viam. Podemos hablar durante mucho tiempo de la ciencia y de la filosofía: Biología, Psicología, Antropología… Es perder el tiempo y marear  la perdiz: la verdad, la verdad obvia, ya la conocemos todos: los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. De una obviedad rotunda.

Cosa distinta es la estigmatización de las personas en las que el desarrollo de los diferentes componentes de la sexualidad -cromosómico, genital, hormonal,  psicológico- no se realiza con la congruencia que es normal tanto en el sentido de “estado natural de las cosas” como desde el punto de vista estadístico. Pero el escrupuloso respeto a todas las personas, y a su inviolable dignidad, no implica imposición ideológica alguna, mucho menos la imposición de un modelo antropológico sin apoyos en la realidad.

Los poderes constituidos, y el lobby LGTBI al que respaldan, adoptan la posición fácil y cómoda, pero poco digna y extremadamente peligrosa, del niño que cierra los ojos, pone los brazos en jarras, saca pecho y grita: -“¡Me rebota todo, me rebota todo!”

¿Qué sentido tiene esta declaración de ceguera que hacen ahora los poderes del Estado? ¿Pretenden que nos saltemos los ojos? A las opiniones hay que tratarlas como lo que son: opiniones. Se ha acusado a los promotores del mencionado autobús de “ofender a los transexuales”. No veo cómo se puede ofender a alguien evitando que le hagan comulgar con ruedas de molino. Pero cuando el César toma una opinión y la hace pasar por realidad, lo que está haciendo es estafarnos a todos, y eso sí es ofensivo. También para los transexuales.

¡De modo que ésta era la libertad de expresión de la que tanto venimos oyendo hablar desde hace ya no sé cuántos años: el silenciamiento de los disidentes, la mordaza para los que se alejan del rebaño!

Urge volver a Orwell. 

lunes, 30 de enero de 2017

LA CAJA DE PANDORA



La Ciencia progresa siempre por pequeños pasos, que a menudo son simplemente rectificaciones de lo creído hasta ese momento, y otras veces consisten en enfoques novedosos, pero imperceptibles para el hombre de la calle. Sin embargo, de vez en cuando se produce un salto de gigante. Se trata, inevitablemente, del fruto de años de trabajo coordinado, pero la noticia ocupa los titulares de la prensa de todo el mundo y se despiertan esperanzas que tardarán decenios en verse cumplidas. Es el caso, por ejemplo, de la fecundación in vitro, tan utilizada ahora, que revolucionó hace cuarenta años las posibilidades de tratamiento de algunas formas de esterilidad, y cambió las reglas del juego: pasaron muchos años desde los primeros intentos en animales, en los años 50, hasta la concepción de Louise Brown en 1978 y el Nobel de Medicina de Robert Edwards de 2010.

Se abre ahora una nueva posibilidad en la Medicina Reproductiva que presenta expectativas insospechadas: en 2012 había mostrado K. Hayashi que los óvulos obtenidos a partir de células pluripotenciales (CP) eran aptos para la reproducción[1]. Ahora, los grupos de trabajo de Q. Zhou[2] y de O. Hikabe[3] han publicado la obtención de espermatozoides y de óvulos, respectivamente, a partir de las células de la piel de ratón, convertidas previamente en CP (CP inducidas). Se dirá que no son más que experimentos con ratones. Es verdad, pero abren la posibilidad de reconvertir una célula humana cualquiera en una CP, y luego, a partir de esta CP, obtener espermatozoides u óvulos: una fuente inagotable de gametos para las clínicas de reproducción asistida.

Ahora, que hace falta tiempo. Acabamos de ver el periodo transcurrido desde los intentos iniciales hasta el nacimiento de Louise Brown. Ni siquiera tenemos, todavía, evidencia de que las CP inducidas no presentan alteraciones genéticas o epigenéticas, y eso es un primer punto en el que es imprescindible tener plena seguridad. Pero la historia de la Ciencia nos muestra una y otra vez que si algo es posible, acaba por ser inevitable. Especialmente, en los países con menos restricciones legales para este tipo de experimentos. 

La técnica, que tiene ya un nombre (“gametogénesis in vitro”, GIV), ha sido analizada por Glenn Cohen, de la Escuela de Derecho de Harvard, George Q. Daley, de la Harvard Medical School, y Eli Y. Adashi, de la Brown University, en un reciente artículo[4] en el que subrayan que, junto a aspectos indudablemente beneficiosos, como recuperar la fertilidad perdida, por ejemplo, por un tratamiento para el cáncer, o producir óvulos ilimitadamente, sorteando las incomodidades y peligros que suponen las actuales técnicas de hiperestimulación ovárica; junto a ello, digo, la GIV presenta también barreras éticas, como la producción masiva de embriones humanos -con los que, hay que recordarlo, no sabemos qué hacer-, además de suscitar el fantasma de “granjas de embriones”, y la preocupación consecuente por la pérdida de sensibilidad para apreciar el valor de la vida humana, o la tentación de transhumanismo: la producción de seres humanos “a medida”. 

Y otra cosa. ¿Nos hemos olvidado ya de la historia de Anna Ermakova? Un día Boris Becker recibió un correo misterioso que le comunicaba que tenía una hija y le tocaba asistir a sus necesidades. La madre, una modelo rusa, la había concebido mediante inseminación artificial con semen “robado” al tenista. La historia, rocambolesca, podría simplificarse en el futuro: bastará con que la camarera que le sirva una cerveza o limpie la habitación del hotel en la que pasó la noche Rafa Nadal, por ejemplo, remita el vaso en el que ha bebido, o una muestra de pelos en la almohada, al laboratorio adecuado para obtener espermatozoides con el ADN del tenista, y ya tenemos a Nadal apuntando otro nombre a su lista de herederos.  


[1] Science 338, 971975, 2012.
[2] Cell Stem Cell 18, 330–340, 2016.
[3] Nature 539, 299–303; 2016.
[4] Science Translational Medicine 372 (9); 2017.

martes, 4 de octubre de 2016

DE CEBRAS Y DE BUEYES: EL ADN NO ENGAÑA


Asegura Borges que en el Emporio celestial de conocimientos benévolos figura una clasificación de los animales que los divide en: (a) pertenecientes al emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que tiemblan como enojados, (j) innumerables (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper un jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. Descontando todas las licencias literarias que el caso merece, este texto tiene la virtud de manifestar la dificultad que se esconde detrás de la taxonomía oficial que ahora manejamos, que subdivide a los seres vivos, sucesivamente, en dominios, reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros y especies. El hecho de que los seres vivos se clasifiquen en grupos que se ramifican sucesivamente y de modo excluyente es algo que no sólo no es  inmediatamente evidente, sino que deriva de un complejo proceso mental de abstracciones sucesivas que llevan a definir caracteres, a distinguir entre caracteres principales y derivados, etc. De modo que no siempre es fácilmente comprensible la presencia de determinadas especies en el grupo al que ahora se les asigna. Ha sido necesario el esfuerzo de muchos hombres notables y el transcurso de muchos siglos para llegar al árbol genealógico de la vida que manejan hoy los expertos.

Hoy incluimos a la ballena y demás cetáceos en la clase de los mamíferos, y no nos cuesta aceptarlo en vista de su reproducción vivípara y la lactancia de las crías, pero el proceso por el que se adoptan estos criterios como rasgo diferencial no es la ocurrencia espontánea de un observador inocente. También asociamos con los mamíferos el pelo y los labios, pero no creemos que ninguno de estos rasgos sea la razón por la que un animal en cuestión es un mamífero, sino, más bien, una de sus consecuencias: es vivíparo, y tiene mamas, pelo y labios, porque es un mamífero, y no al revés. Son la forma en que se manifiesta ante nosotros la naturaleza íntima del animal: su "mamiferismo". Pero ese mamiferismo es anterior a los rasgos que lo manifiestan. Por eso, a nadie se le ocurre decir que, por ejemplo, el gato esfinge, que carece de pelo, no es un mamífero, o que la gallina que acabo de desplumar haya dejado en este momento de ser un ave.

Es verdad que esa naturaleza íntima no siempre es fácil de reconocer, y por eso, a través de las diferentes clasificaciones, hay especies que han cambiado de grupo taxonómico, al darse más peso a uno u otro rasgo. Pero, entonces, ¿qué es lo decisivo?, ¿de qué nos fiamos? La respuesta se ha vuelto más clara, más rotunda y más indiscutida en los últimos años, a medida que se han ido conociendo los genomas de las diferentes especies: lo decisivo es el patrón del ADN, que no sólo muestra los agrupamientos familiares de las especies, y nos permite, por esa razón, acercarnos a la historia evolutiva de la vida, sino que también nos revela su naturaleza íntima, su ser esencial.

Uno de los casos más demostrativos de lo que quiero decir es lo ocurrido con la cuaga, una especie extinta de cebra que vivió en África hasta que la explotación de los colonos holandeses la dejó reducida a los pocos ejemplares enviados a los zoológicos de Europa. Pero no se consiguió su reproducción en cautividad, y el 12 de agosto de 1883 murió, en el zoo de Amsterdam, el último ejemplar vivo de cuaga. No queda ya de la cuaga más que unas pocas fotografías y algunos ejemplares disecados. Su aspecto externo era llamativo, y justificaba que en 1788 se la clasificase como una nueva especie de cebra: su pelaje era rojizo, salvo en las patas y el vientre, que eran completamente blancos, y sólo tenía rayas negras en la cabeza, el cuello y los flancos.

Pero cien años después de su extinción, en 1984, la cuaga se convirtió en el único animal extinto cuyo genoma ha sido extraído y analizado en su totalidad, y eso ha permitido a los sabios en la materia advertir que se trata simplemente de una subespecie de la cebra común adaptada a la vida en campo abierto.

El estudio del ADN es hoy esencial para el conocimiento de la condición biológica última de un ser vivo. Los caracteres morfológicos pueden ayudar, y son muchas veces suficientes para reconocerla, pero otras veces nos dejan a la puerta de ese reconocimiento, y sólo el estudio del ADN nos permite decidir la cuestión. Y decidirla incluso contra la resistencia que ofrece nuestra propia intuición, como cuando nos dice que los hongos están más próximos a los animales que a las plantas, o cuando establece que ciertas bacterias están más próximas a los animales y plantas que a otras bacterias que nos parecen casi idénticas a ellas.

El ADN es, en estos comienzos del siglo XXI, el único dato que decide la cuestión. Y es un dato que no es posible corregir eliminando sus manifestaciones: los rasgos morfológicos no determinan nada, lo único que hacen es permitirnos atisbar en lo profundo, remitirnos a su condición última, mostrarnos su identidad.

Por eso es un error creer que suprimiendo el carácter eliminamos la identidad: quitarle las alas a una mosca no la convierte en otro animal, sólo la convierte en una mosca mutilada. Del mismo modo que castrar a un toro lo convierte en buey -en toro castrado-, pero no lo convierte en vaca. No tiene esa opción. No está en sus genes.

viernes, 5 de febrero de 2016

LA EDICIÓN GENÉTICA CON CRISPR-Cas9




Cuando apenas ha pasado un año desde la polémica aprobación en el Reino Unido del trasplante nuclear para el tratamiento de las enfermedades mitocondriales, nos llega desde allí la noticia de que la Autoridad en Fertilización Humana y Embriología acaba de autorizar al Francis Crick Institute, de Londres, la edición genética de embriones humanos con la técnica de CRISPR-Cas9. Aunque no es la primera vez que se hace algo así: el trabajo inaugural lo publicó el año pasado el equipo del Dr. Junjiu Huang, de la Universidad Sun Yat-sen, en Guangzhou (1).

El impulso que supuso el Proyecto Genoma Humano dura hasta hoy. Una de sus consecuencias ha sido la posibilidad de llevar a cabo la llamada “edición genética”, que, en esencia, consiste en la modificación de secuencias concretas de ADN. Inicialmente, la secuencia-diana era reconocida por proteínas artificiales, pero la dificultad para diseñar y sintetizar esas proteínas, y para validar su eficacia, hacían que fuera un proceso lento y muy caro. El salto adelante partió de los trabajos de Francisco Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante, que, en 1993, estudiando las defensas bacterianas frente a los virus, descubrió un sistema que reconocía segmentos de ADN del virus, y los bloqueaba. Denominó a este sistema CRISPR, siglas de la expresión inglesa que describe su estructura y posición en el ADN bacteriano. Años después, en 2012, Jennifer Doudna, de la Universidad de California, en Berkeley, y Emmanuelle Charpentier, de la Universidad de Umea, en Suecia, desarrollaron el modelo: le incorporaron una cadena-guía de ARN que “busca” la secuencia de ADN diana y le añadieron la enzima Cas9, que corta esa secuencia y la elimina. Se convirtió así en una sencilla herramienta fácil de utilizar, rápida y muy barata, para modificar segmentos de la cadena de ADN.

El nuevo procedimiento ha sido inmediatamente adoptado y ampliamente utilizado en diversos campos y con distintos fines. Jennifer Doudna está recogiendo una lista de las criaturas modificadas por este sistema: hoy la lista tiene tres docenas de entradas, que van desde parásitos causantes de enfermedades a cerdos de raza enana, arroz y trigo resistentes a las plagas o naranjas ricas en vitaminas. Y se está estudiando su aplicación en la clínica humana para corregir defectos en los genes mitocondriales y en “células somáticas” (es decir, las que no están implicadas en la producción de óvulos y de espermatozoides).

El problema se plantea, por las implicaciones éticas que presenta, precisamente en su aplicación a embriones humanos, porque en ese estadio no se han separado aún las estirpes que darán lugar a las células sexuales. Porque la cosa es algo más complicada que el simple "copia y pega": el grupo chino mencionado al principio aplicó esta técnica a 86 embriones con un gen de hemoglobina defectuoso; sobrevivieron 71, de los cuales se examinaron 54: sólo en 28 de ellos se había logrado “cortar” el  gen defectuoso, y en apenas 11 se había logrado implantar el gen sano. La manipulación, además, generó diferentes alteraciones no deseadas en otros puntos del ADN, y, como el propio Huang reconoce, “si hubiéramos analizado todo el genoma, habríamos encontrado más”.

Son estos malos resultados los que muestran que es aún prematuro utilizar esta técnica en embriones humanos, pues la consecuencia lógica es que las modificaciones aleatorias provocadas, de resultados imprevisibles, se transmitirían a la línea germinal y afectarían a toda la descendencia. Pero no se trata sólo de trabajos con embriones humanos. Doudna ha confesado que sus preocupaciones comenzaron cuando asistió a la presentación de un trabajo en el que se diseñó un virus para introducir CRISPR-Cas9 en ratones. Los ratones aspiraron el virus, permitiendo al sistema CRISPR originar mutaciones y crear un modelo para cáncer de pulmón humano. “Parecía increíblemente aterrador –dice- que pudieras tener estudiantes trabajando con una cosa así. Cualquier pequeño error en el diseño de la guía de ARN podría resultar en una CRISPR que actuara también en los pulmones humanos. Es importante que la gente comprenda lo que este procedimiento podría provocar”.

Andrea Ventura, investigador del Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York y uno de los autores de ese trabajo en ratones, dice que su laboratorio extremó las medidas de seguridad: las secuencias-guía fueron diseñadas para dirigirse a regiones del genoma que son exclusivas de los ratones, y los virus fueron desactivados de manera que no pudieran replicarse. Pero reconoce que es importante anticipar incluso los riesgos más remotos. “Las  guías no están diseñadas para cortar el genoma humano, pero nunca se sabe. No es muy probable, pero debemos considerar esa posibilidad.”

Por estas razones, Doudna convocó el año pasado una reunión de científicos, expertos en bioética y juristas, de la que resultó la solicitud de una moratoria para la aplicación a de CRISPR-Cas9 en humanos mientras no se hayan resuelto toda esta serie de dificultades teóricas y prácticas. Queda mucho camino por recorrer hasta que se pueda recurrir a esta técnica para modificar el ADN en seres humanos con la seguridad exigible.

El proyecto que pretende llevar a cabo el Reino Unido, además, es comparable en ciertos aspectos con el realizado en China, pero se diferencia también en algún aspecto que a los expertos en bioética no les parece indiferente: mientras que el equipo chino utilizó para su estudio embriones triploides (es decir, con una dotación cromosómica que no es la de nuestra especie; no es, por lo tanto, una forma germinante de vida humana), el Francis Crick Institute se propone editar el genoma de hasta 90 embriones viables, perfectamente sanos y de menos de una semana de vida, que simplemente son desechados por los laboratorios por “superpoblación”. El estudio consistirá en ir retirando cada uno de cuatro genes que se consideran fundamentales para el desarrollo en ese momento de la vida, y observar qué cambios se producen para deducir la función que ejercen en el embrión no manipulado. Se alega el alto beneficio que se obtendrá con ese conocimiento, pero se olvida que, cuando en Medicina se sopesan riesgos y beneficios, el beneficio debe recaer, en primer lugar, el mismo “paciente” que corre ese riesgo. No parece que ése vaya a ser el caso.
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(1) Protein Cell 2015, 6:363-372

sábado, 7 de febrero de 2015

LA HERENCIA MITOCONDRIAL Y EL TRASPLANTE NUCLEAR

                      
La aprobación por el Parlamento británico de un nuevo método para evitar algunas de las enfermedades “raras”, las llamadas “enfermedades mitocondriales”, ha puesto de actualidad la cuestión de la “herencia mitocondrial”.

Cuando, tras la fecundación, se produce la fusión de genes paternos y maternos en el nuevo núcleo, se pone en marcha un programa genético absolutamente original, distinto de sus predecesores: se inicia una nueva vida. Pero el cigoto no tiene sólo núcleo: tiene también citoplasma, y ese citoplasma procede enteramente del óvulo, pues el espermatozoide carece de él, ya que sacrifica todo a su única misión: llevar su ADN hasta el óvulo.

Y en ese citoplasma se encuentran las mitocondrias, pequeños orgánulos que en tiempos pasados fueron seres autónomos, verdaderos fósiles vivientes que conservan, como un recuerdo, su propia cadena de ADN. De modo que no todo el ADN presente en el cigoto está en su núcleo, hay una fracción que se encuentra en las mitocondrias. Es verdad que se trata de una fracción muy pequeña: una cadena de 17000 eslabones y 37 genes, frente a los 3175 millones de eslabones y 21000 genes del núcleo: alrededor del 0,05% del total. Y es una fracción, como hemos visto,  que sólo pueden transmitir las madres.

Estos genes son muy importantes, porque son los que permiten a la mitocondria llevar adelante su misión, que es proporcionar a la célula la energía necesaria para vivir. Por eso, las enfermedades producidas por defectos en estos genes afectan principalmente a los órganos de mayor consumo energético: sistema nervioso central, músculo, hígado, riñón,… Son enfermedades raras, pero algunas tan graves como la neuropatía óptica hereditaria de Leber o la encefalomielopatía mitocondrial.

Sabiendo esto parece cosa sencilla prevenir su transmisión: ya que las mitocondrias defectuosas están en el citoplasma del óvulo, si cambiamos ese citoplasma por el de otro óvulo sano habremos evitado la enfermedad. O, dicho al revés, si le quitamos el núcleo a un óvulo sano y le ponemos el de un óvulo de la paciente, habremos obtenido un óvulo "híbrido" que podrá ser fecundado para tener un hijo con los  genes –nucleares- de la madre pero sin la enfermedad.

Todo parece fácil, un sencillo juego de mecano. El problema es que la biología real es algo más complicada que un juego de mecano, y cuando perdemos eso de vista las cosas empiezan a no cuadrar. Recordemos el entusiasmo que se despertó en todo el mundo con la oveja Dolly, el primer mamífero clonado utilizando, precisamente, el trasplante nuclear, una técnica semejante a la que se propone ahora. Dolly fue el único superviviente de una accidentada aventura en la que se consiguieron 277 embriones por trasplante nuclear, de los que sólo 30 lograron desarrollarse y ser viables. Y luego, de esos 30 embriones, únicamente 9 lograron implantarse con éxito en el útero, y, de ellos, sólo 1 desembocó en el nacimiento de una oveja aparentemente sana: Dolly. Pero era sana sólo aparentemente, y aunque la esperanza de vida de estos animales es de alrededor de 15 años, Dolly tuvo que ser sacrificada a los siete años –"nel mezzo del cammin"- víctima de artrosis y de cáncer de pulmón.

Nos encontramos ahora en una situación análoga a la que representó entonces Dolly. Cuando hablamos de trasplantar el núcleo de un óvulo a otro olvidamos señalar que no hay datos experimentales suficientes, que el principal soporte de la esperanza es el deseo. Con algún agravante ético que no se planteó en la producción de Dolly: los óvulos deberán proceder de mujeres sanas jóvenes que tendrán que ser sometidas a estímulo hormonal para garantizar la cosecha, y eso en cantidad suficiente para conseguir el éxito, que nadie puede garantizar. 

Porque van a hacer falta muchos óvulos. Si se superan los escollos del trasplante nuclear, lo siguiente es lograr a partir de ellos embriones viables por fecundación “in vitro”, algo en lo que los laboratorios con más experiencia tienen unos índices de éxito de alrededor de 25% , lo cual supone una alta pérdida de óvulos por el camino. Y luego hay que conseguir la implantación en el útero de la madre, fase en la que se produce una nueva pérdida de embriones.

¿Cuál es el balance final? Dando por descontada la intención benéfica de los promotores de la técnica, y aun considerando superadas las dificultades del proceso, que no son pequeñas, parece conveniente considerar los “daños colaterales” a la hora de valorar esta propuesta, como nos ha recordado Nicolás Jouvé (1).

En primer lugar, la gran cantidad de óvulos sanos que se necesitan para un solo caso. ¿Cuántas mujeres jóvenes deberán someterse a un tratamiento hormonal de choque? No se trata de algo inocuo, pues aunque una amplia mayoría no sufre efectos nocivos, entre el 0,6 y el 14% desarrollará el “síndrome de estimulación ovárica”, que en sus formas más graves supone un grave riesgo para la salud.

En segundo lugar, tenemos que considerar los propios embriones producidos y destruidos en el proceso, y los embriones “sobrantes”, condenados a un letargo al que no se conoce otra salida que la muerte, vidas humanas perdidas en su amanecer que se desechan sin pensar.

Y, finalmente, el niño así concebido. Las buenas intenciones no son suficientes para alcanzar la meta perseguida. Los equilibrios entre genética y epigenética en el embrión son extremadamente delicados, y deberíamos sacar enseñanza de la abundante experiencia de niños concebidos por fecundación in vitro: aunque la mayor parte de ellos se desarrolla con normalidad, se extiende la  preocupación por la mayor propensión a diversas alteraciones y síndromes -incluyendo cáncer infantil- que llegan a multiplicarse por seis en algunos casos. Si esto está pasando con los niños concebidos “in vitro”, ¿qué nos encontraremos en los niños nacidos tras esta nueva técnica, cuya manipulación es incomparablemente mayor?

La experiencia de Dolly nos enseña a andar en estas cuestiones con pies de plomo, a no dejarnos deslumbrar por promesas sin el suficiente apoyo empírico. Es hermoso ofrecer un futuro consolador, y la tentación de rebasar las expectativas razonables y de cerrar los ojos a los inconvenientes puede ser fuerte. Pero una piedad sin contacto con la realidad puede acabar convirtiéndose en una nueva fuente de frustraciones y de dolor.


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(1)   "Los niños triparentales. Entre la utopía y la irresponsabilidad" (http://www.paginasdigital.es/v_portal/informacion/informacionver.asp?cod=6264&te=20&idage=11596&vap=0)

jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!



lunes, 5 de mayo de 2014

APOYADOS EN EL ADN PARA ZANJAR LA CUESTIÓN



En el último acto de “La taberna fantástica”, de Sastre, uno de los personajes muere pese a los intentos de su amigo de evitarlo o retrasarlo, y a sus gritos de “¡No te mueras!” responde sereno: “No puedo evitarlo. Me muero superiormente a mí”. La frase, desnudada de la comicidad que le proporciona el contexto, pone de manifiesto que hay cosas que están al margen y por encima de nuestra voluntad. Como ya sabíamos todos, habría que añadir. Sí, como ya sabíamos todos, pero parece que necesitamos que nos las recuerden de vez en cuando, especialmente cuando nos dejamos llevar por deseos e intereses particulares que pueden oscurecer la verdad.

Ésta es una de esas veces. Vamos a acostumbrarnos a oír con insistencia voces a favor y en contra del anteproyecto de ley de Gallardón de defensa de la vida del concebido, y conviene fijar algunas ideas para saber hacia dónde cae eso de la vida del concebido. No podemos olvidar que, por encima de deseos personales, ideologías y conveniencias políticas y electorales, la realidad es lo más respetable del mundo. Conviene, por tanto, conocerla y tenerla en cuenta, para poder legislar partiendo de ella, para no estar braceando en el vacío como náufragos.

En el siglo XXI el único conocimiento de la realidad que viene con marchamo de autenticidad es el que proviene de la ciencia. Es verdad que convivimos constantemente con otras formas de conocimiento, pero en cuanto nos hacen tropezar con una afirmación científica las desechamos sin parpadear. Y, en lo que se refiere a la vida, una de esas verdades científicas incontestables dice que no hay ningún cambio sustancial posterior a la constitución del genoma que nos permitan afirmar que lo que ahora es una vida humana antes era una vida no-humana. Después de la fecundación lo único que hay es el desvelamiento de lo que estaba velado, el desarrollo de lo que estaba enrollado: nada nuevo, nada que no estuviese ya ahí.

De tal manera es así, que si recogiésemos una muestra biológica de un embrión y se la entregásemos a la policía científica para que la estudiase con los medios de que dispone llegaría a la conclusión inevitable de que se trata de restos humanos, porque encontraría en el ADN de aquella muestra las mismas secuencias repetitivas –denominadas “secuencias Alu”- que constituyen el DNI bioquímico de nuestra especie. De modo que averiguar si un ser es humano o no es un camino muy trillado, y nuestros legisladores sólo tienen que preguntar a los expertos. Quiero subrayar que estoy hablando de averiguar si es humano o no lo es. No se trata de decidirlo: la cuestión está ya decidida de raíz, “superiormente a nosotros”. Esas secuencias Alu características de la especie humana zanjan la cuestión.

Se puede, efectivamente, legislar contra la realidad, como se puede vivir contra la verdad. Pero ya no estaríamos hablando de justicia, de la que Ulpiano dio una definición que viene rodando por la cultura humanista desde hace ya dos milenios: dar a cada uno lo suyo. Lo suyo. No cualquier cosa, no lo que decida el legislador, no lo que apetezca al mayor número de ciudadanos. No: lo suyo. Lo suyo, lo que le corresponde antes de que nadie se lo dé. Por eso, la ley no establece lo que es suyo -eso le toca a la realidad-, la ley lo que hace es configurar una situación como justa –si reconoce aquello que le corresponde a la realidad- o injusta-si lo niega-.

No hay más.