jueves, 1 de enero de 2015

GONZALO HERRANZ Y EL GATO CON BOTAS



El conocimiento científico ha llegado a ser, entre nosotros, paradigma del verdadero conocimiento, hasta el punto de afirmarse que el único conocimiento válido es el conocimiento científico. Es ésta, sin embargo, una afirmación que se contradice a sí misma, porque no procede de ninguna investigación de carácter científico: la afirmación "fuera de la ciencia no hay conocimiento" no puede defenderse desde dentro de la ciencia. La realidad, más bien, indica lo contrario: el avance de la ciencia no se produce, principalmente, por acumulación de nuevos datos, sino por rectificación de lo asegurado hasta ese momento, por revisión de lo que se creía anteriormente. 

La fuerza de convicción que tiene a nuestros ojos el conocimiento científico procede precisamente de ahí: de su capacidad para mirar atrás con ojos críticos, para poner las cosas en tela de juicio y ver qué pasa. Negar esto es volver al principio de autoridad como fuente de certeza, algo que repugna a la ciencia.

Tampoco es imparcial la ciencia. No puede serlo. Cuando la opinión general afirma que ciencia es observación y experimentación olvida el decisivo papel que juega la iniciativa del científico, que tiene que trazarse un objetivo, plantear una hipótesis que le lleve hasta él y diseñar los experimentos adecuados. Todo nace y está condicionado por este interés personal que es el motor de todo el mecanismo.

De modo que sin crítica de lo sabido, y sin voluntad cierta -libre de intereses ajenos a la ciencia- de descubrir la verdad, el conocimiento científico se nos escurre de las manos como el agua.

El profesor Gonzalo Herranz, Catedrático Emérito de Anatomía Patológica y de Embriología, es un ejemplo de afán por la verdad. Desde que su jubilación le dejó más tiempo libre, se ha esforzado en justificar las afirmaciones que todos –y él también- hemos dado cuando explicamos el desarrollo del embrión, cosas como que las células de un embrión de pocos días de vida son indiferenciadas e intercambiables, o que es posible la gemelación por separación de las células de un embrión único en etapas precoces de su desarrollo.

Ha dedicado mucho tiempo a rastrear aguas arriba, ascendiendo de un artículo al anterior  hasta dar con aquél del que procede lo que todos hemos repetido luego. Y ha publicado el resumen de sus hallazgos en un libro notable y herético, “El embrión ficticio”, un libro que se lee con pasmo, porque hace tambalearse los cimientos de nuestros conocimientos de embriología. Herranz expone ante el lector cómo surgen algunas de esas ideas que la Ciencia ha elevado a dogma.

Me quiero entretener en el argumento de la gemelación monocigótica, que  viene a decir que, a lo largo de sus dos primeras semanas, el embrión humano no es ni puede ser considerado un individuo,  porque puede escindirse y dar lugar a dos o más sacos embrionarios. Una afirmación cuyas consecuencias rebasan el ámbito de la ciencia, pues está en el origen de la doctrina que niega estatuto de humanidad al embrión temprano.

El argumento nace en un artículo de J.W. Corner de 1922 en el que describía los gemelos que había encontrado al estudiar los úteros de cerdas gestantes. Tras la presentación de sus hallazgos terminaba proponiendo una hipótesis: “Voy a permitirme la libertad de ceder a la imaginación al referirme a la morfogénesis de los gemelos monocigóticos humanos”. Y desarrolló una teoría ingeniosa y brillante –pero imaginaria- en la que unió sus propias ideas sobre la gestación biamniótica del cerdo con las de Paterson sobre la gestación monoamniótica del armadillo, y las trasplantó a la gestación monocorial humana.

Pero era una teoría altamente razonable y de una lógica lineal, y, apoyada en el enorme prestigio científico de Corner, fue aceptada no como lo que, en realidad, es –un modelo teórico, una hipótesis pendiente de verificación-, sino como un  registro preciso de hechos probados, a pesar de los esfuerzos del propio Corner por recordar la falta de soporte empírico de la teoría: todavía en 1954, cuando se había convertido ya en doctrina indiscutible, insistía en recordar que era algo puramente especulativo: “Se ha elaborado, sin embargo, mediante meras conjeturas”.  

Hoy, merced a las técnicas de fecundación artificial, se han estudiado decenas de miles de embriones humanos en fases precoces de su desarrollo, y no se ha encontrado soporte alguno para esta teoría. Sin embargo, se ha documentado al menos una vez, y de modo convincente, la presencia antes de la eclosión y dentro de una misma pelúcida –la “carcasa” de lo que fue el óvulo-, de dos embriones tempranos independientes, y nada impide pensar que se hayan separado en la primera división celular del embrión. Más aún: hoy sabemos que el embrión es una estructura altamente organizada, constituida por una población celular que presenta gradientes específicos de activación génica y de actividad de señalización, y esto hace altamente improbable la teoría de la gemelación monocigótica.

Cuando el bioético saca conclusiones de envergadura, como es afirmar o negar el estatuto humano del embrión, tiene la obligación de despojarse de sus prejuicios éticos y biológicos. Y esto quiere decir también abandonar el principio de autoridad, en virtud del cual se da por sentada la verdad de una afirmación científica sin más argumento que el prestigio de su promotor.

Revelar a estas alturas la inconsistencia de tal argumento puede parecer, en palabras del propio Herranz, “fustigar un caballo muerto”. Sin embargo, descubrir falacias del pasado nos proporciona una experiencia que puede ser útil para otros debates en el futuro. Especialmente, puede servir a los propios investigadores –y a nuestros legisladores y jueces, receptores acríticos de su mensaje-, cuya actitud ante los descubrimientos de la ciencia nos hace recordar a los personajes de Perrault: 

¡Cómo no va a existir el Marqués de Carabás cuando el propio Gato con Botas dice que está a su servicio!