miércoles, 28 de abril de 2021

LAS MADRES DE LOS DEMÁS

Desde los orígenes del pensamiento occidental la Ética ha buscado ayudar al hombre a vivir una “vida buena” que le lleve a la felicidad, el fin último que perseguimos en todo lo que hacemos. Por eso llama la atención ver que hoy, después de darle vueltas al asunto durante dos mil quinientos años, uno de los manuales de Ética más utilizados, el de Peter Singer, en vez de ocuparse en lo que pueda ser una “vida buena”, se centra no en la vida, sino en la muerte, en la “buena muerte”, o, más exactamente, en cómo hacer morir a los demás: a los de peor salud, o a los no deseados. Los títulos de sus capítulos no pueden ser más expresivos: “¿Está mal matar?”, “¿Se puede suprimir la vida de los animales?”, “¿Se puede suprimir la vida del embrión o del feto?”, “¿Se puede acabar con la vida de los humanos?”. La Ética ha perdido el interés en la felicidad, está fascinada por la muerte. 

 Singer distingue -no es el único- entre personas y no-personas humanas; sólo la vida de las primeras merece ser vivida, el valor de la vida de las no-personas depende de la benevolencia de otros. Se establecen algunos "indicadores de humanidad": la consciencia y control de sí mismo, el sentido del futuro y el pasado, la capacidad de relación con los demás y la preocupación por los otros... Leyéndolos, uno se pregunta: ¿quiénes son esos bioéticos para establecer unos “indicadores de humanidad"? ¿Existe acaso un peritaje en materia de humanidad? ¿Quién y cómo elige a los peritos? Esa idea del peritaje moral, que abre la puerta a los peores horrores, la venimos encontrando en los partidarios de la eutanasia, desde los sabios racistas del siglo XIX, a los eugenésicos nacional-socialistas del siglo XX o a los bioéticos del siglo XXI.

 Visto desde el punto de vista de Singer el caso del enfermo de alzheimer es ejemplarizante: es evidente que hay que acortar esa vida desprovista de sentido para el que la padece. Singer lo da por hecho de manera absolutamente explícita: "Cuando un ser humano ha tenido anteriormente sentido de futuro y lo ha perdido, deberíamos guiarnos por lo que esa persona habría deseado en esas circunstancias. Si alguien no hubiera querido que lo mantuvieran con vida tras haber perdido la conciencia de su futuro estaría justificado poner fin a sus días; pero si no hubiera deseado que lo eliminaran en tales circunstancias, hay una importante razón para no hacerlo". 

 El caso es que Michael Specter, periodista del New Yorker, supo que Singer mantenía con vida a su madre, aquejada de la enfermedad de Alzheimer, sin reparar en gastos. Un dinero, por otra parte, que, de acuerdo con sus propias ideas, sería muchísimo más útil –y moral- dedicarlo a combatir la pobreza en el mundo. El periodista se enteró de que la madre de Singer ya no podía razonar, recordar ni reconocer a los demás. O sea, que había dejado de ser una persona en el sentido peculiar que le da su hijo a ese término. Habría, por tanto, que acabar con su vida, tanto más cuanto que, como reconoció el propio Singer, cuando estaba sana, su madre se había declarado partidaria de la eutanasia en un caso así. 

 Singer, cogido en arrenuncio, en lugar de asumir la defensa de un valor superior al que había venido predicando, intentó argumentar desde su punto de vista utilitarista diciendo que los cuidados que proporcionaba a su madre procuraban trabajo a unas cuantas personas. La defensa era bien flaca. Ya contra las cuerdas, llegó a reconocer que le faltó valor para poner fin a la vida de su madre. Y concluía: “Pienso que esto me ha permitido tomar conciencia de que las cuestiones planteadas por este tipo de problemas son realmente difíciles. Tal vez más difíciles de lo que creía antes, porque es diferente cuando se trata de la propia madre"

 ¡Desde luego, qué difícil es matar a la madre de uno! Y en este caso es, además, sorprendente, porque Singer siempre había subrayado que su perspectiva utilitarista no hacía distingos entre allegados y extraños. Pero sí, ya sabíamos que del dicho al hecho hay mucho trecho: la realidad es bastante más enrevesada que los  experimentos mentales de Singer. 

Peter Berkowitz, jurista estadounidense profesor en Harvard, ha resumido: “Es difícil imaginar una objeción más pasmosa para esa disciplina académica desahogada y bien instalada que es la Ética Práctica, que el hecho de que su estrella más controvertida y eminente, en la cima de su carrera, después de su educación en Oxford, de 20 años como profesor de Universidad y de la publicación de miles y miles de páginas dictando reglas claras sobre las cuestiones de la vida y de la muerte de los demás, tenga que revelar, con motivo de la enfermedad de su madre anciana y enferma, que acaba de percatarse de que la vida moral es compleja.” 

 Asombrosamente, esta "prueba del algodón" que invalida de arriba abajo todo su discurso no le ha merecido a Singer ni siquiera un comentario de dos líneas sobre el absurdo de su doctrina: que la eutanasia es buena... para las madres de los demás. 

 

martes, 13 de abril de 2021

"TODO ES SEGÚN EL COLOR DEL CRISTAL CON QUE SE MIRA", O HISTORIAS DE HOMÍNIDOS (Y DE MULIÉRIDAS)

 

Raymond Dart descubrió el Australopitecus -de hace tres millones de años, la última especie de nuestro árbol genealógico antes de la aparición del género Homo- en una cueva de Sudáfrica, en 1924. Había encontrado el famoso hombre-mono, con lo que venía a confirmar la sospecha de Darwin de que el origen del hombre estaba en ese continente. Al comprobar más tarde que junto a los restos de australopitecos aparecían huesos afilados de diversos animales y cráneos de otros australopitecos con fracturas hundidas, Dart concluyó que el australopiteco había fabricado armas y con ellas se había envuelto en luchas fratricidas. Nació así la hipótesis  “Mono asesino”, según la cual fue esa agresividad lo que le puso en la pista de despegue de la especie humana. Recordemos la fecha: 1924.

 Cuarenta años más tarde, en 1962, Louis y Mary Leakey asociaron por primera vez la elaboración de verdaderas herramientas al Homo habilis -hace un millón de años- que acababan de descubrir en Olduvai (Tanzania). El australopiteco de Dart no había tenido ocasión alguna de elaborar las armas que se le atribuían, ni de llevar a cabo aquella matanza.

 Pasaron veinte años más hasta que, en 1981, Bob Brain reinterpretó los hallazgos de Dart y llegó a una conclusión que a esas alturas resultaba ya obvia para todos: los australopitecos no eran asesinos, sólo eran el plato fuerte del festín celebrado en aquel escenario. En realidad, los rasgos físicos del australopiteco, con largos brazos para huir balanceándose por los árboles, y carente de un pulgar oponible como los nuestros, resultaban poco adecuados para representar el papel que le había atribuido Dart. Lo que había ocurrido era, simplemente, que en 1924 el mundo estaba recuperándose de la matanza de la Primera Guerra Mudial. El hombre había desatado la mayor carnicería de que se tenía noticia, y ese dato actuaba desde los sótanos de la mente de Dart, y teñía su mirada y su concepción del mundo, haciendo que interpretase lo que veía en una dirección concreta.

 En 1978 Glynn Isaac observó que los huesos y piedras talladas se distribuían en Olduvai formando círculos, lo que le llevó a pensar que se encontraba ante los “hogares” de aquellos grupos humanos. Surgió así la hipótesis “Base de operaciones”: los Homo habilis no eran humanos sólo porque elaboraban herramientas -como habían establecido los Leakey-, sino también porque trabajaban juntos. O, mejor dicho, porque llevaban a cabo una distribución especializada del trabajo: los hombres se ocupaban de cazar y las mujeres, de la crianza y la alimentación.

 Hasta que en 1984, usando la evidencia de los modelos economicistas, Richard Potts aseguró que tales sitios no significaban necesariamente hogares, pues no habría sido rentable viajar de vuelta al lugar de partida exponiéndose por el camino al peligro de depredadores. Lo que había ocurrido era, de nuevo, fruto de un prejuicio: también a Isaac, como a Dart (y como al propio Potts, todo hay que decirlo), le resultaba más cómodo que los pueblos prehistóricos se asemejasen a las sociedades en las que ellos mismos vivían.

Acaba de publicarse un trabajo que estrena un nuevo método para determinar el sexo de los restos fósiles. En el esmalte de nuestros dientes se encuentran algunas proteínas codificadas por el cromosoma X y otras codificadas por el cromosoma Y. Como la mujer tiene dos cromosomas X y ninguno Y, y el varón tiene uno de cada, la presencia de unas u otras de estas proteínas en los dientes fósiles permite identificar el sexo con más seguridad que con los métodos tradicionales utilizados hasta ahora.

Se han estudiado con este método los enterramientos de cazadores sudamericanos, de entre los años 6000 y 12000 a. JC, y se ha encontrado que alrededor del 40% de ellos son enterramientos de mujeres. Algo que cuestiona la propuesta de la hipótesis “Base de operaciones” que acabamos de recordar. 

Siempre es difícil olvidar los estereotipos: una encuesta realizada recientemente entre estudiantes de Prehistoria reveló que cuando se imaginan a los neandertales, sólo el 20% de ellos imagina a una mujer, y nadie imagina a niños, pese a que todos saben que unas y otros están forzosamente presentes en toda sociedad.

 Toda esta historia pone de manifiesto algo de lo que parece que no somos conscientes: que la ciencia no es imparcial, que nunca se produce en el vacío. Los autores de las hipótesis de trabajo son siempre personas reales, que viven en una sociedad y en un ambiente concretos, y cuyo sistema de creencias comparten; personas que reflejan en su trabajo las prevenciones y los miedos, los prejuicios y los intereses, del mundo en el que viven: “todo se ve del color del cristal con que se mira”. Max Planck, fundador de la Física Cuántica, sabía cuánto cuesta dejar atrás los prejuicios cuando aseguraba que el progreso de la ciencia se produce "funeral a funeral" ("Moriré con la tristeza de no poder aceptar la Física que se ha hecho a partir de mi descubrimiento"). 

 Y otra cosa nos recuerda esta historia, algo que con demasiada frecuencia sólo lo científicos recuerdan: que la ciencia no dice nunca la última palabra, sólo ofrece interpretaciones de la realidad a la altura de su tiempo.


miércoles, 7 de abril de 2021

BLASTOIDES Y ÉTICA

La reciente publicación  en la revista Nature del desarrollo en laboratorio, a partir de células humanas adultas, de estructuras que recuerdan la fase de blastocisto de un embrión humano (“blastoides” los han denominado sus autores) ha planteado el problema de la licitud ética de trabajar con estas estructuras. Ante lo delicado del asunto y lo fácilmente que pueden surgir errores de concepto, creo que es oportuno entrar a considerar este asunto.

  Los últimos cincuenta años han visto cómo aumentaba vertiginosamente nuestro conocimiento de los procesos vitales básicos, de modo que ahora tenemos una imagen ajustada de cómo surge y se desarrolla un nuevo ser. Comprendemos el inicio de la vida como un proceso constitutivo, con un comienzo neto; el desarrollo posterior, como un proceso consecutivo, con crecimiento, maduración y envejecimiento, y la muerte natural, como el final, también neto, de ese proceso.

  La dotación genética recibida de sus progenitores le proporciona al ser vivo su identidad biológica, pero durante todo su desarrollo se da una interacción entre el medio -que es siempre cambiante- y el ADN, que va cambiando con el paso del tiempo por esa interacción. Y, así, por un proceso de retroalimentación, está continuamente modificándose esa información. Que es, por tanto, información genética y epigenética: genes y medio son necesarios para que se autoconstituya un ser viviente.

  Existe, por lo tanto, un primer nivel informativo: la secuencia de bases del ADN, que contiene la información genética propia del ser vivo y que le proporciona su identidad biológica a lo largo de toda su existencia.

  Y existe un segundo nivel informativo: el programa genético, que es la secuencia en que se emiten, ordenadamente en el espacio y en el tiempo, los mensajes de los diversos genes: cada uno en su momento y en su lugar, cada uno cuando toca y donde le corresponde.

  El primer nivel de información -la dotación genética- es idéntico en todas las células del organismo, y la utilización en cada lugar de sólo una parte de esa información -la parte que debe ser activada en ese territorio- es lo que permite la diferenciación espacial armónica y sincronizada en tejidos y órganos. Este desarrollo final conjunto, unitario, es la función del segundo nivel de información: el programa genético.

  Por lo tanto, la identificación entre genoma e individuo es un error de concepto: los cromosomas y genes que determinan las características de un individuo de una especie no son lo que hace de él un individuo; no son más -ni tampoco menos- que lo que determina las características de su ser y lo que dirige su desarrollo; pero lo que le constituye en viviente, en individuo de la especie, es el arranque del programa genético.

  El carácter de individuo que posee el embrión es también independiente del proceso por el que haya surgido. Para hablar de un nuevo individuo no es importante que sus genes procedan de la fusión de los pronúcleos haploides de una célula germinal femenina y otra masculina, o de clonación nuclear, o de la reprogramación de una célula adulta, o de cualquier otro proceso. Lo decisivo es la capacidad de la célula (o células) de partida para poner en marcha el “mensaje genético” comenzando por el principio.

  En el caso de los blastoides de que hablaba al principio, hay que recordar que ha sido preciso reprogramar la información del núcleo de la célula original. Esta reprogramación no es una simple manipulación de un embrión ya constituido, sino que es ella misma constitutiva, y sin ella no se conseguiría el blastoide. Es decir, sin esa programación nunca se conseguiría iniciar el complejo crecimiento que da lugar a un organismo. Y eso es precisamente lo que diferencia un organismo en desarrollo de un simple crecimiento celular más o menos embrioide. Por eso estas nuevas estructuras no pueden considerarse individuos de nuestra especie.