lunes, 13 de julio de 2009

CARTAS DE TRIUNFO

Con el auge del sentimiento ecológico ha surgido la idea de que a los animales les asisten unos derechos morales equivalentes a los Derechos Humanos. Esto se enfrenta con la creencia de que el único sujeto de derechos morales es el hombre, que por su inteligencia y voluntad está investido de una dignidad de la que carecen los animales. Esta postura es tildada ahora de egoísta, y de la misma forma que se ha superado el racismo y el sexismo que negaban esos derechos a los negros y a las mujeres, se considera llegado el momento de superar el “especismo” y reconocer a los animales derechos morales.

Pero lo cierto es que los partidarios de cambiar la situación tradicional no se ponen de acuerdo. Algunos afirman que todos los seres vivos tienen derechos porque poseen capacidades que tienden a su plenitud, y el hombre tiene el deber de promoverlas. A este respecto no hay diferencia: tanto derecho al amparo y protección tienen las capacidades de los animales como las de las plantas.

Sin embargo, en la práctica nos encontramos con que no podemos amparar simultáneamente la capacidad de la planta de conservar la vida y la capacidad del herbívoro de alimentarse de ella. Y, como era de esperar, han aparecido detractores de esta corriente dentro de los propios revisionistas. Son los que defienden que sólo poseen derechos morales aquellos que pueden experimentar dolor: sólo la capacidad de sufrir provoca un derecho, el derecho a que se les trate de forma que disminuya su sufrimiento y aumente su bienestar. Nuestras acciones, por tanto, deben ir encaminadas a evitar el mayor sufrimiento posible y procurar el mayor bienestar posible a la mayor cantidad posible de individuos. Se trataría, pues, de una cuestión aritmética.

Pero también este asunto se complica cuando lo llevamos a la vida real: ¿es lícito procurar la muerte de un conejo para alimentar a un ser humano, si tanto valen el sufrimiento y la vida de uno como los de otro? A esta pregunta responden otros animalistas que sí es lícito, porque lo decisivo es la capacidad del animal de organizarse socialmente, la capacidad de extraer del mundo natural instrumentos con los que alcanzar unos objetivos, es decir, su semejanza psicológica, e incluso genética, con el hombre. No cualquier animal, por tanto: sólo algunos simios tienen propiamente derechos morales.

Ya se ve que lo que venimos haciendo no es más que volver a la concepción tradicional, pero sustituyendo la inteligencia y la voluntad humanas por la posesión de vida, la capacidad de sentir o el parecido con los hombres; es decir: cambiamos una característica que tenemos nosotros y otros no por otra característica que también tenemos nosotros y otros no: no parece que por este camino vayamos a quitarnos de encima la acusación de egoísmo.

En su último libro (1), Adela Cortina propone superar estas dificultades por medio de la doctrina del pacto: tenemos derechos porque somos capaces de pactar normas y de comprometernos a cumplirlas. Eso implica ser capaces de comunicación humana, pues sólo puede pactar el que entiende lo que es una norma y puede decidir si la encuentra aceptable o no. Esa es la razón por la que no podemos reconocer derechos morales a los animales.

Pero entonces, ¿qué decir de los niños y de los disminuidos e incapacitados, que tampoco reúnen las condiciones del pacto? La diferencia es clara: un águila no se convierte en gallina por no poder volar; tampoco un hombre se convierte en simio por estar discapacitado. Sigue siendo un hombre. Pero carece de algo que le corresponde como hombre, y por eso no puede llevar una vida armónica. Somos los demás miembros de su comunidad los que debemos intentar suplir esa carencia.

Afirmar que sólo los hombres ostentan derechos morales no es egoísmo, sino simple consecuencia de la propia realidad humana: cualquier hombre, por el hecho de serlo, posee derechos morales. Ésa es su dignidad. Por eso son indiscutibles. Y por eso no se plantean como un argumento más, sino que se apela a ellos con carácter definitivo: son nuestras cartas de triunfo, las que al ponerse sobre la mesa zanjan la cuestión, ganan la partida.

Ahora bien: negar que los animales tengan derechos morales no equivale a afirmar que nosotros no tenemos obligaciones para con ellos. Son seres valiosos, y el reconocimiento de ese valor exige un trato adecuado e impone limitaciones a nuestra acción. Pero eso no significa que el animal tenga derecho alguno: también estamos obligados a cuidar y conservar el patrimonio artístico y natural, y eso no significa que la catedral de Burgos o la sierra de Cazorla tengan derecho a nada.

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(1) Adela Cortina: Las fronteras de la persona. Taurus. Madrid, 2009.

miércoles, 1 de julio de 2009

TRAZOS EN EL AGUA

Nuestro ordenamiento legislativo prevé determinadas circunstancias en las cuales acabar con la vida de otra persona no está penado: actuar en defensa propia, por ejemplo. De ahí no se deduce que nadie tenga “derecho a matar” a otro: sigue siendo delito, pero al que lo hace en esas circunstancias “no se le tiene en cuenta”.

Sin embargo, parece que, desde el principio, con la despenalización del aborto esto no se ha visto claro, y se ha extendido la creencia de que despenalizarlo lo convierte en un derecho, del mismo rango que mi derecho a tener una vivienda digna. Hasta el punto de que los últimos datos oficiales del aborto provocado en España permiten suponer que el recurso al aborto es contemplado, en un alto porcentaje de sus casos, como uno más de los medios anticonceptivos: el 19% de las gestaciones terminan por aborto provocado. Para hacernos una idea, las feroces matanzas entre hutus y tutsis de los años 90 acabaron con el 11% de la población de Ruanda.

Y ni siquiera se es consciente de lo que se destruye, porque después de declarar solemnemente que nuestro máximo valor es la vida humana, resulta que no sabemos en qué consiste eso que llamamos “vida humana”. Hay quienes se esfuerzan por trazar una línea en el desarrollo embrionario y decir: hasta aquí no hay vida humana. Los argumentos son variados, y diferentes autores trazan su línea en un punto diferente, lo cual es una prueba de que ninguna de ellas resulta convincente, ninguna de ellas está libre de prejuicio, todas son, en el fondo, decisiones arbitrarias que tras un análisis superficial se desvanecen como trazos en el agua.

Sin embargo, bastaría que pensásemos en nuestra propia vida para comprender que la vida humana no es algo concluso, terminado, cerrado, sino una vida que consiste en permanente desarrollo, que estamos siempre “en camino”: hemos venido a ser quienes somos hoy, estamos en camino de ser quienes seremos mañana. Sabemos que esto continuará hasta el momento de nuestra muerte, pero ¿cuándo empezó este camino? Al nacer, dicen algunos. Pero si pensamos en la víspera de nuestro nacimiento nos damos cuenta de que también a ese momento hemos “llegado”. Y si seguimos retrocediendo nos damos cuenta de que podemos llegar hacia atrás hasta la fecundación sin ser capaces de señalar un momento a partir del cual “comenzamos”.

Llegados a este punto, ¿qué hacer? Hemos de tomar una decisión al respecto, porque no tomarla es ya una decisión: la decisión de mirar para otro lado. No hay que hacer consultas a expertos, basta con que nos pongamos en situación: estoy ante una vida que no sé si es humana, exactamente como se encuentra el cazador con su escopeta cargada frente a un arbusto tras el cual algo se mueve. ¿Disparará? Si la vida humana es un bien superior a la vida animal, lo único que puede hacer es esperar a estar seguro, la mera posibilidad de que se trate de un hombre le impone una actitud de “alto el fuego”.

Si nuestro sabios no se ponen de acuerdo –y no se ponen de acuerdo en absoluto: la duda abarca desde reconocer vida personal germinante en la respuesta del embrión a los factores maternos durante su camino hacia el útero, hasta la que no admite rasgos de humanidad sino mucho tiempo después del nacimiento- no cabe otra decisión que la de “alto el fuego”: ¿por qué privilegiar un punto de vista?, ¿por interés político o por conveniencia social?, ¿es en eso en lo que consiste “tener como máximo valor la vida humana”?

EL PRINCIPIO

Nos han acostumbrado a términos como “cigoto”, “preembrión”, “embrión”,… como si fueran entidades bien definidas, estables. La realidad es muy diferente: la fecundación del óvulo da lugar a una serie de acontecimientos en cascada cuyo interés va más allá de lo puramente biológico.

Para empezar, con la entrada del núcleo del espermatozoide se reanuda la división del material genético del óvulo, división que había quedado interrumpida hasta este momento y que es necesaria para permitir la unión de los dos núcleos. Es decir, que la entrada del espermatozoide no solamente da lugar a un nuevo ser genéticamente distinto de sus progenitores -el embrión (“cigoto” en este momento unicelular)- sino que, en rigor, es el hecho que capacita al óvulo para ello. A partir de aquí comienza el camino que dará finalmente como resultado un ser adulto.

La primera división del cigoto produce la separación de dos células precisamente a la altura del punto de entrada del espermatozoide. Y esto no va a ser indiferente, porque esas dos células ya no van a ser iguales: la célula que englobe el punto de entrada tendrá mayor volumen que la otra y se dividirá antes. Luego, las células que provengan de esta “hermana mayor” constituirán la “masa celular interna”, de la que derivará el feto. Recientemente la doctora Magdalena Zernicka-Goetz ha demostrado que minutos después de que el espermatozoide se una al óvulo, surge el esquema corporal del feto, y las 24 horas aparecen los ejes delante-detrás y arriba-abajo.

Las sucesivas divisiones celulares trasforman el cigoto en un acúmulo celular llamado “mórula” por su semejanza con una pequeña mora. Pero ya sabemos que esa mórula está orientada espacialmente, y en su interior se forma una cavidad lateral, formando en la zona opuesta la “masa celular interna” ya mencionada. Cuando aparece esa cavidad denominamos al embrión "blastocisto".

En este momento han pasado siete días desde la fecundación, que ocurrió en el extremo de la trompa de Falopio, y el embrión ya ha llegado al útero, donde tiene lugar un reconocimiento recíproco que desembocará en la “implantación”, el anidamiento del embrión dentro del útero.

¿Es el embrión una parte del cuerpo de la madre? La respuesta nos la da la misma biología: el embrión manda unas señales biológicas a las que ella responde provocando un cambio en su sistema defensivo inmune. Y eso -que es exactamente lo que pretenden los médicos cuando administran medicación para evitar el rechazo de un órgano que han trasplantado- es lo que permite que el cuerpo de la madre tolere al de su hijo en su interior. Aunque en ocasiones la acción del embrión no es capaz de superar esa reacción defensiva, y el resultado es el rechazo de ese embrión, el aborto.

El lector atento habrá observado que en este relato no ha aparecido el llamado “preembrión”. La razón es que se trata de un concepto sin contenido biológico, un término acuñado por razones “legales” (ya dije que el interés de todo esto va más allá de lo puramente biológico) que pretende dar a la fase preimplantatoria una individualidad propia que en realidad no existe: el embrión es siempre el mismo ser en una evolución constante y paulatina, cuyas etapas se suceden sin cambios bruscos, como ocurre en el tránsito del niño al anciano. Términos como “cigoto”, “mórula” o “blastocisto” no son más que designaciones de las distintas formas que va adoptando en sus distintas fases la vida humana, lo mismo que "embrión", "feto", "niño", "joven", "adulto" y "viejo".

Todos los pasos que hemos visto en el desarrollo del embrión están programados y regidos internamente por su propio ADN. No hay marcha atrás, no hay retorno. La mórula no volverá a ser cigoto, el feto no volverá a ser blastocisto. Y no hay retorno porque tiende a un final pre-establecido, establecido con antelación. El embrión humano está programado y destinado a ser un niño, y lo será si no se interfiere. Pero si se interfiere no se convertirá en embrión de otra especie: simplemente, morirá. Diversos autores han señalado la semejanza que el embrión humano presenta con el embrión de animales como el pollo o el cerdo, por ejemplo. Esa semejanza es aparente: el libro de ruta de cada uno de ellos es absolutamente distinto, como no tarda en ponerse en evidencia. Borges habla de cierta enciclopedia china en la que encontró una clasificación de los animales: “pertenecientes al emperador”, “embalsamados”, “amaestrados”,…; el último grupo era el de los animales “que de lejos parecen moscas”. Puede ser que, de lejos, parezcan moscas, pero sólo hay que acercarse para ver que la realidad es que no lo son. De igual manera, puede ser que, al principio, un embrión humano parezca un embrión de pollo. No nos dejemos engañar: sólo hay que esperar para ver que en realidad es un ser humano.