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miércoles, 3 de octubre de 2018

UNIVERSIDAD PRECARIA



Circula por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo. 

Al día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su trabajo.

A la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca sus disculpas a la familia, ya que no es misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.

Al otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para 2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.

Todas las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.

Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia, una bufonada.

Pero quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales, cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.

La revista Journal of Adolescent Health publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto, publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí. 

Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”. 

La historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real, esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una disputa académica normal”, en palabras de The Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados, reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones espurias.

El exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos, que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”


lunes, 3 de julio de 2017

NIÑOS A LA INTEMPERIE


El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para cambiar de sexo a los menores.

Si digo yo que los niños están instalados en la provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá, alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente quiero dirigirme.

Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia consiste en ser provisional.

La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer, por manifestarse.

La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo para pensarlo  despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los dos.

Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante. Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…

Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años, aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina, hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina- ha publicado un Documento de Posicionamiento en el que advierte: “La persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”. Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.

Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia –donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro niño-bandera que sacar a la calle.

Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor, los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres. Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres, arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del hombre, no contra él?

Pues tendremos que recordarlo.

miércoles, 8 de marzo de 2017

PRIMUM, NON NOCERE



En 1979 dirigió José Luis Garci una película casi olvidada que tituló “Las verdes praderas”. Contaba la historia de un hombre que, en su aspiración por alcanzar una posición social que le prometía una vida despreocupada y feliz, sacrificó cuanto fue necesario. Alcanzó, finalmente, el objeto de su deseo, y descubrió entonces que la realidad no se correspondía con lo que él había esperado: había corrido tras un señuelo, y al final del largo camino se encontraba sólo con la decepción y el dolor por las ocasiones de felicidad perdidas. El argumento quedaba resumido en el lamento del protagonista: -"¡Me han engañado, coño! ¡Me han engañado!”.

La enseñanza de esta película es aplicable a infinidad de situaciones reales de nuestra vida, pero me viene a la cabeza estos días con insistencia cuando considero la condición transexual, levantada recientemente como bandera de concepciones sociales encontradas. Ahora, cuando se atenúan ya los ecos de la refriega, quisiera considerar despacio la situación de esas  personas que no se encuentran “en casa” con su cuerpo masculino o femenino, y buscan la manera de cambiar las cosas. Por respeto a ellos y a su dolor quizá merezca la pena considerar las cosas con cierto detenimiento, no vayan a encontrarse, al final de un camino profundamente traumático, repitiendo el lamento del protagonista de “Las verdes praderas”.

¿Qué les ofrecemos hoy a estas personas para mejorar su situación? En esencia, hormonas y cirugía. De los cuatro aspectos de la diferenciación sexual -cromosómico, hormonal, genital y psíquico-, esos tratamientos persiguen adaptar dos de ellos al último. Evidentemente, la dimensión cromosómica del sexo resulta, para nuestras posibilidades, “incorregible”, pero las  hormonas proporcionan los caracteres sexuales secundarios deseados, y la cirugía sustituye un pecho prominente por otro plano, y elimina los órganos genitales vividos como “ajenos” para sustituirlos por otros, acordes con el sentimiento de la persona (ya que, como sabemos, los hombres tienen pene y las mujeres tienen vulva).

Sólo que resolver esta "fractura" de la persona no es tarea fácil, y ni siquiera es cierto que así vayamos a conseguirlo. La cirugía de cambio de sexo no es un procedimiento menor: exige una preparación previa, física y psíquica, biológicamente costosa y humanamente traumática, y, tras exponerse a riesgos de salud nada desdeñables, se alcanza, en el mejor de los casos, sólo la “apariencia” de los genitales deseados. Que resultan, además, disfuncionales, y que van a condenar a esta persona a la esterilidad: una sexualidad herida (no hay que echarse las manos a la cabeza cuando se habla de “curar” a estas personas: también las heridas deben ser curadas). Los nuevos órganos genitales no son lo deseado por el paciente, no resuelven su situación. Y, frecuentemente, tras ese largo y complicado proceso en busca de la plenitud, se encuentran donde no querían. Y, lo que es peor: sin espacio para el arrepentimiento, sin billete de vuelta. Hay algunos ejemplos dramáticas en los que la propia persona (el interesado, la víctima) ha optado por eliminarse físicamente, más incapaz que antes de reconciliarse con su nuevo estado.

Verdaderamente, si nos enfrentamos a este problema con los ojos abiertos y sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad. 


Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y que se merece una consideración detenida y sin prevenciones. En primer lugar, porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-; en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de nuestro clásicos: lo que los bioéticos llaman ahora  principio de no-maleficencia: no poner las cosas peor.

sábado, 4 de marzo de 2017

LEY MORDAZA


Tras algunos años de viajes de ida y vuelta a las guerras y a los totalitarismos del siglo XX,  George Orwell aprendió -nos dice- que si la palabra libertad significa algo es el derecho a decir  lo que la gente no quiere oír.

La presencia en Madrid de un autobús que asegura que los niños tienen pene y las niñas tienen vulva ha abierto la caja de los truenos y, como medida cautelar, el poder judicial ha resuelto prohibir que continúe circulando y alterando el pacífico dormitar de la capital de España. Los poderes legislativo y ejecutivo de la Comunidad madrileña, solidarios desde su raíz, pueden gobernar tranquilos: al que se mueve, sopapo.

La misma polémica despertada pone de manifiesto que no se trata de un asunto intrascendente. No estaría en todos los periódicos y redes sociales si fuera así. Pero de los hombres y mujeres reales, de a pie, todos tenemos experiencia y una idea formada.

“Es cuestión de opiniones -me aseguran-. Los seres humanos somos así: cada uno de su padre y de su madre. Lo que para unos es trapo, para otros es bandera”. Bien. Pero entonces hay que decirlo claramente: “Esto es sólo una opinión, las cosas podrían no ser así”.

Porque el mundo de la opinión es un mundo inseguro, movedizo. Como las camas elásticas: un espacio divertido al que apartarnos por unos momentos, pero poco apto para quedarnos a vivir en él. La vida real necesita soportes firmes a los que agarrarnos. La vida real necesita apoyarse en certezas.

Y la certeza nos la proporciona la patencia de la verdad que, sin buscarla, nos sale al camino: ob-viam. Podemos hablar durante mucho tiempo de la ciencia y de la filosofía: Biología, Psicología, Antropología… Es perder el tiempo y marear  la perdiz: la verdad, la verdad obvia, ya la conocemos todos: los niños tienen pene y las niñas tienen vulva. De una obviedad rotunda.

Cosa distinta es la estigmatización de las personas en las que el desarrollo de los diferentes componentes de la sexualidad -cromosómico, genital, hormonal,  psicológico- no se realiza con la congruencia que es normal tanto en el sentido de “estado natural de las cosas” como desde el punto de vista estadístico. Pero el escrupuloso respeto a todas las personas, y a su inviolable dignidad, no implica imposición ideológica alguna, mucho menos la imposición de un modelo antropológico sin apoyos en la realidad.

Los poderes constituidos, y el lobby LGTBI al que respaldan, adoptan la posición fácil y cómoda, pero poco digna y extremadamente peligrosa, del niño que cierra los ojos, pone los brazos en jarras, saca pecho y grita: -“¡Me rebota todo, me rebota todo!”

¿Qué sentido tiene esta declaración de ceguera que hacen ahora los poderes del Estado? ¿Pretenden que nos saltemos los ojos? A las opiniones hay que tratarlas como lo que son: opiniones. Se ha acusado a los promotores del mencionado autobús de “ofender a los transexuales”. No veo cómo se puede ofender a alguien evitando que le hagan comulgar con ruedas de molino. Pero cuando el César toma una opinión y la hace pasar por realidad, lo que está haciendo es estafarnos a todos, y eso sí es ofensivo. También para los transexuales.

¡De modo que ésta era la libertad de expresión de la que tanto venimos oyendo hablar desde hace ya no sé cuántos años: el silenciamiento de los disidentes, la mordaza para los que se alejan del rebaño!

Urge volver a Orwell. 

lunes, 26 de diciembre de 2016

LGTBI Y DE LAS JONS

Nadie discute hoy en España que en materia recogida en los derechos fundamentales cada cual puede comportarse como le parezca, sin que ninguna instancia, pública o privada, le diga qué tiene que pensar, qué tiene que decir o cómo debe comportarse en el libre desarrollo de su personalidad. En virtud de mi libertad de pensamiento y de expresión, puedo creer y decir lo que quiera, y nadie, ni Estado ni particular, puede impedírmelo. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que ni el Estado ni los particulares tengan que hacer suyas mis opciones, mucho menos que deban obligar a los demás a compartirlas, ni siquiera a considerarlas valiosas. Respetar mi derecho a hacer montañismo no significa que todos tengan que ir el domingo al monte. La libertad supone, precisamente, eso: respetar mi derecho a discrepar, y respetar el derecho de los demás a discrepar de mí. Y el Estado no se mete en eso: ampara todas nuestras discrepancias bajo el mismo paraguas.

Todas. Sin exclusiones y sin matices. No necesito que se me mencione por mi nombre para saberme protegido por la ley, no es necesario mencionar cada una de las posibilidades concretas que se encierran bajo ese “todos”. Por eso llama la atención que a estas alturas se publiquen leyes para defender los derechos fundamentales de algunas personas, derechos que ya están defendidos para todos nosotros. Once de nuestras diez y siete comunidades autónomas (las excepciones son Aragón, Asturias, Cantabria, Castilla y León, Castilla-la Mancha y La Rioja) han aprobado leyes sobre sexualidad que favorecen y amparan al colectivo autodenominado LGTBI (que engloba a lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersexuales) con nombres tan pacíficos y amables como “Ley de igualdad social...” (Murcia), “Ley para garantizar los derechos...” (Islas Baleares), “Ley por la igualdad de trato y la no discriminación...” (Galicia), “Ley integral para la no discriminación...” (Andalucía), “Ley de igualdad social,...” (Canarias), etc.

¿Garantizar los derechos sexuales del colectivo LGTBI, evitar que se les discrimine por ese motivo? Eso estaba ya protegido en la legislación vigente, no era necesario volver a legislarlo. Y si lo que se quiere decir es que esas personas son atropelladas e impedidas en el ejercicio de esos derechos, entonces lo que hay que hacer es ponerse serios a la hora de aplicar las leyes. Si un jugador de golf, pongo por caso, siente que le impiden ejercer su derecho a jugar al golf, no tiene que esperar a que se promulgue una “ley para la defensa de la libertad de los jugadores de golf”. Lo mismo ocurre en el campo de la sexualidad. Y si esas personas se sienten forzadas, reprimidas o discriminadas por su expresión de la sexualidad, lo que tienen que hacer es decir: - “Nos vemos en el Juzgado”.

Por eso estas leyes, de entrada, levantan sospechas, parece que ahí hay gato encerrado. Y el gato salta con sólo asomarnos a su contenido. Pongamos, por ejemplo, la última -y más militante- ley LGTBI: la “Ley de protección integral contra la LGTBifobia y la Discriminación por Razón de Orientación e Identidad Sexual en la Comunidad de Madrid”,  que rueda desde agosto, y que tiene en la prensa a la Presidente de la Comunidad con una frecuencia nada deseable. Con la lectura de su articulado asistimos a la definición de un nuevo sujeto de derecho, detentador de un régimen jurídico especial (arts.3-4), que goza de una tutela institucional de la que carece el común de los ciudadanos (art. 5) y para la que se crea un Consejo de la Administración autonómica con funciones de consulta, informe y propuesta, sin paralelo en otros colectivos (art. 6), obligándose a la propia Comunidad, a la prensa, a los centros educativos, etc, a favorecer, amparar o apoyar a dicho colectivo y a las empresas que los apoyen (arts. 8 en adelante), etc, llegando a sancionar a quienes expresen verbalmente su desacuerdo con esa opción, por no hablar de la penalización a quienes ayuden a los miembros LGTBI que pidan ayuda para dejar de serlo.

Estamos tan acostumbrados a esta cantinela que ya no percibimos lo que tiene de limitador de la libertad. Pero basta con que apliquemos mentalmente el párrafo anterior a, pongamos, los aficionados a la lectura o a los hinchas del Real Madrid o del Barça (o, para verlo más claramente, a los fieles de la Iglesia Católica), para darnos cuenta de la barbaridad que se está poniendo en marcha en toda España.

Estas leyes de nuevo cuño se presentan con un título amable que no puede más que abrir nuestro corazón y nuestra voluntad. Pero es un título engañoso, falaz, porque su contenido no habla de igualdad, sino todo lo contrario: son privilegios (“privi-legium”, ley privada), leyes sólo para unos pocos, que se sitúan así fuera del común. El Diccionario Académico define “privilegio” como “exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.” Algo radicalmente contrario a la igualdad. A mí me recuerda, con sus diferencias, el estatus de aquella Falange Española Tradicionalista y de las JONS que se sacó Franco de lo que tenía a mano, lo que luego se llamó Movimiento Nacional: el Estado toma partido por una de las múltiples opciones legítimas que se le ofrecen al hombre y hace de ella un sujeto jurídico cuya existencia genera una especial carga obligatoria en los demás.

Como en un recuerdo de otro tiempo, asistimos ahora, bien empezado ya el siglo XXI, a un bucle de la historia, a un déjà vu: la identificación del Estado con una ideología particular. Y, cuarenta años después de Franco, como en aquel “Contubernio de Múnich”, más de cien asociaciones presentan la "Plataforma por las Libertades” para recordarnos lo que está en juego ante nuestra pasividad: las libertades y la igualdad con que nos llenamos la boca.