Circula
por las redes la historia de un alumno que va a ver a su profesora de
matemáticas para reclamar un suspenso en un examen. La
mujer le dice que ha suspendido porque ha contestado que 2+2 es igual a 22 y
le explica por qué está mal, pero el niño no atiende a explicaciones, se da
media vuelta y se va tirando las cosas al suelo de un manotazo.
Al
día siguiente acuden los padres del niño, para quienes todo se reduce a una
confrontación de opiniones. Consideran que la actitud de la maestra pone de
manifiesto un sentimiento nazi de superioridad y, tras
abofetearla, abandonan la sala amenazándola con hacer que la expulsen de su
trabajo.
A
la mañana siguiente es el Director el que va a verla. Le sugiere que ofrezca
sus disculpas a la familia, ya que no es
misión de los profesores transmitir prejuicios a los alumnos.
Al
otro día la profesora se encuentra ante un tribunal académico. Hay que tomar
medidas: el colegio ha sido demandado por acoso a un menor. Necesitan que se
retracte, que admita que es posible que haya varias respuestas correctas para
2+2. Hasta entonces, está suspendida de empleo.
Todas
las cadenas de televisión se hacen eco de estos hechos: una profesora clasista
abusa de los derechos de un estudiante, y la profesora, finalmente, es despedida.
Aquí termina la historia. Una historia ficticia, sobra decirlo: una parodia,
una bufonada.
Pero
quizá sirva para valorar otra historia: Lisa Littman, ginecóloga de la
Universidad de Brown, en los Estados Unidos, ha llevado a cabo una encuesta a 256 padres, todos ellos favorables a las relaciones homosexuales,
cuyos hijos presentaron repentinamente, al llegar a la adolescencia, disforia
de género. Littman advirtió que en un elevado número de casos la aparición de la disforia estuvo precedida por situaciones traumáticas o
estresantes, lo que le ha llevado a sugerir que la disforia pudo surgir como mecanismo de
defens por influencia del medio social –lo mismo que ocurre, por ejemplo, con
el ingreso en tribus urbanas o con el desarrollo de aficiones sociales-.
La
revista Journal of Adolescent Health
publicó un avance del artículo en febrero de este año, momento en el que The Advocate, una revista LGTB, se apresuró a calificarlo como “ciencia basura”. El artículo completo ha visto la luz en agosto,
publicado por PLOS ONE, y ha recibido de los colegas de Littman críticas favorables que llegaron hasta la revista The Times. La propia Universidad de Brown lo ha exhibido en su página web, entre las
investigaciones novedosas que se llevaban a cabo allí.
Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”.
Pero, como se podía esperar, las comunidades LGTB “salieron a la calle” para denigrar el trabajo y a su autora. Acto seguido, PLOS ONE ya ha comunicado que el artículo será revisado por otro equipo diferente que juzgará su calidad, y la Universidad de Brown, arrepentida de su "atrevimiento", lo ha retirado ya de su página web, y se ha apresurado a declarar “su compromiso con la diversidad de género y la inclusión, parte inquebrantable de nuestros valores fundamentales como comunidad”.
La
historia de Lisa Littman es idéntica a la de la profesora de matemáticas que
acabo de contar. Una bufonada. Pero no es una ficción, es una historia real,
esa es la diferencia. Y en el mundo real las bufonadas no provocan sonrisas, sino rechazo. En este caso, un rechazo masivo del mundo de la ciencia, “más allá de lo esperado en una
disputa académica normal”, en palabras de The
Economist. La razón es muy sencilla: en una disputa académica normal las
partes se apoyan sólo en datos científicos, que pueden ser contrastados,
reproducidos y revalidados o contradichos. Nadie se asusta porque alguien
rechace las conclusiones de otro autor. La discrepancia es norma -más que norma: en una ciencia sana, la discrepancia honesta es obligada-, y las
opiniones encontradas se esfuerzan por aportar datos objetivos que sostengan su
opinión. Todo, con el ánimo de desentrañar la verdad latente. Pero en el caso de Lisa Littman no ha sido así. No han sido los datos objetivos de la ciencia
los que ha doblegado la honestidad intelectual de esas dos entidades: ha
sido la presión de los grupos LGTB los que han amordazando la verdad por razones
espurias.
El
exdecano de la Facultad de Medicina de Harvard, Jeffrey Flier, en la línea de aquel "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo", ha recordado la larga lucha de las Universidades con los poderes fácticos en defensa de la verdad. "Su éxito en este
aspecto - ha declarado- es uno de los grandes triunfos intelectuales de los tiempos modernos,
que está en la base de las sociedades libres.” Más práctica, y más concreta, ha sido Alice Greger, historiadora de
la Medicina y profesora de bioética en la Universidad Northwestern, en Chicago: “¿Qué investigador querrá trabajar en la Universidad de Brown cuando
el valor de su trabajo está determinado por la presión política?”