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jueves, 6 de abril de 2023

PEDRO


De repente, la oscuridad se llenó de antorchas, de ruido, de gente. Con los ojos todavía perezosos vio cómo rodeaban al Maestro y, sin tiempo para pensar, agarró con fuerza la espada y arremetió contra el grupo de hombres que venían a llevárselo ¡No dejaría que se llevasen al Maestro, ya lo había dicho! Pero, para su sorpresa, fue el propio Maestro el que le obligó a devolver la espada a su vaina: -“El cáliz que me da mi Padre, ¿no lo voy a beber?”. Era la segunda vez que le paraba los pies. Hacía unos días le había llamado nada menos que “Satanás”, porque pensaba “como los hombres, no como Dios”. Pues… ¿qué esperaba? Y ahora le impedía luchar contra sus enemigos. No entendía nada. ¿No se iba a defender? ¿No iba a hacer nada para evitar que se lo llevasen? “Si venís a por mí, dejad que estos se vayan”, había dicho. ¿Eso era todo?

Sí, eso era todo. Los soldados lo ataron y se lo llevaron, y todos los que lo habían acompañado hasta allí se fueron retirando, preocupados por la suerte del Maestro pero aliviados al ver que a ellos los dejaban tranquilos, que nadie les decía nada.

También él había empezado a retirarse, a esconderse, a huir. Pero él, Pedro,… ¿cómo va a esconderse estando Jesús en manos de sus enemigos? ¡No, él no va a abandonarlo! Y se vuelve. Gira sobre sus pasos y comienza a caminar tras ellos, en dirección a la ciudad.

¿Cómo? ¿A la casa del Sumo Sacerdote? ¿Se lo llevaban a la casa del Sumo Sacerdote? ¡Y a esas horas…! La hora de los furtivos y de los ladrones. Tanto tiempo detrás de él, para acabar atrapándolo a escondidas, cuando todos duermen, como unos vulgares ladrones. Como unos cobardes. Ahora sí que no puede dejarlo solo. Se quedará allí con él y pasarán juntos por aquello. Hasta el final. Pase lo que pase.

Consigue meterse en el patio de la casa. La soldadesca había bajado la guardia en cuanto se encontraron ya a resguardo, a salvo de cualquier reacción de la chusma. ¡Qué fácil había resultado todo, al final! Pero aunque la soldadesca dejó de vigilar, la portera seguía escudriñando,  y no tardó en fijarse en aquel desconocido que miraba a todas partes, receloso. No le quitaba el ojo de encima. Destacaba sobre todos los demás: su rostro curtido por las horas de faena al sol, su ropaje basto,... No, no era lo que estaba acostumbrada a encontrar en ese vecindario. Y se dirigió directamente a él: “¿Eres tú de los que iban con ése hombre? "

Se estaba preparando para un acto heroico: iba a aparecer en la sala en la que estaban reunidos los Jefes del pueblo, proclamaría su fidelidad a aquel hombre que habían detenido, se enfrentaría a los soldados y moriría allí, si era necesario, por su Maestro. Por eso se quedó atónito cuando oyó, de repente, su propia voz, que decía: -¿Yo? ¡No! No, no soy de ellos.”

Se avergonzó de sus palabras en el mismo instante en que las oyó. ¡Estaba tan convencido de su amor, de su entrega al Maestro…! ¿Qué había pasado? Apenas hacía unas horas que había sacado su espada dispuesto a todo,... ¡y era a soldados a lo que se enfrentaba ! ¿Qué había pasado, por qué ahora se derrumbaba ante la simple pregunta de una criada? ¿Por qué,  antes siquiera de reflexionar, ya le había abandonado?

Pero la criada no era ninguna tonta: acababa de oír su acento galileo, y veía su turbación, que crecía por momentos. No le quedaba ninguna duda. Le acusaba ya directamente: -“¡Sí, claro que andabas con ese nazareno!”.

¿Y ahora? ¿Qué puede decir? Ya no puede volver atrás. Ahora ya no puede confesar que sí, que es de los suyos, y que está dispuesto a morir por él. Sólo le queda huir hacia adelante.  No sé de qué me estás hablando”.

Pero fue peor. Ahora se sentía cobarde y ridículo. Tantos sueños de heroísmo y de generosidad se desmoronan, de pronto, ante una mujer sencilla y desarmada.

Se oyó el canto de un  gallo. Avanzaba la madrugada. Pero él no estaba para fijarse en esas cosas. Porque, de pronto, por todas partes se levantaban voces que le acusaban de ser compañero del detenido. Y entonces salieron los soldados que habían traído al prisionero, los testigos del ataque con la espada. “¡Oye!, ¿no te he visto yo a ti en el huerto, con él? Ya no es sólo la sospecha de una mujer suspicaz: ahora, un testigo directo, que sabía a ciencia cierta a quién tenía delante, lo acusaba en presencia de todos.

¡No era a esto a lo que él había venido! ¡Él había venido a rescatarlo! Esto no tenía que estar pasando. Miraba alrededor, agitado, y negaba, negaba con la cabeza. Pero ya no bastaba con negar. Si quería escapar de allí tenía que quitárselo de encima, jurar que no sabía nada de él, que no lo conocía. ¡No conozco a ese hombre

Ni siquiera le ha llamado Jesús, hasta su nombre le ha quitado. Ha llegado a lo más profundo de la traición. 

Y entonces se abrieron las puertas. Jesús pasaba, llevado a empujones por un grupo de soldados: las manos atadas, señales de golpes en la cara,… Cantó por segunda vez el gallo, y Jesús volvió la cabeza y miró a Pedro. Una cálida ola de amor infinito, y de compasión infinita, le envolvió. ¡Qué tonto había sido, qué pretencioso y qué tonto, querer ser un héroe con tan pocas cualidades para ello! Su única fuerza, su única virtud, le llegaba en aquella mirada que se perdía ya corredor adelante. “Antes de que el gallo cante por segunda vez tú me habrás negado tres veces”.

Solo, y solitario ya, en el patio, Pedro -¡tan parecido a nosotros!- sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.


viernes, 15 de abril de 2022

ECCE DEUS

Pilato presenta ante el pueblo a Jesús, azotado y coronado de espinas, con las conocidas palabras “Ecce homo!” (¡Contemplad al hombre!), que los exegetas han entendido como la presentación del hombre desfigurado por el pecado. Nosotros sabemos que por la misma razón podría haber exclamado: “Ecce Deus!”: ¡contemplad a Dios!

  Dios crea al hombre a su imagen y semejanza para colmarlo de sus bendiciones y alegrarlo con su Gloria, según reza la Iglesia. Pero la irrupción del pecado y de la muerte parte por la mitad esa imagen, y no hay filosofía ni religión -no hay "inmortalidad del alma" ni "transmigración de la almas"- que la recomponga. Esa imagen rota sólo puede ser restaurada por el mismo Dios, que ha de restaurarla en el lugar donde se produjo la rotura: en la lejanía absoluta de Dios.

  En ningún otro momento revela Dios su poder como en este despojarse completamente de sí mismo y perseverar en ese despojamiento hasta el extremo, hasta situarse en esa lejanía absoluta de Sí. Y en ningún otro momento revela su Amor como cuando carga Él mismo con todos los pecados –con lo absolutamente anti-divino, lo que Él rechaza radicalmente desde la eternidad- y acepta ser el cordero que debe ser sacrificado fuera del campamento, destinado a la muerte de los malditos y a experimentar la angustia y el pavor que, en riguroso derecho, deberíamos sufrir nosotros. Romano el Méloda, Padre de la Iglesia, hace decir a Cristo: -Descendí hasta donde el ser proyecta su sombra, miré al abismo y clamé: 'Padre, ¿dónde estás?, pero sólo oí la tormenta eterna que nadie domina... Y cuando miré al mundo inconmensurable buscando los ojos divinos, él me miró fijamente con órbitas vacías y sin fondo; y la eternidad se extendía sobre el caos, lo roía y se rumiaba a sí misma. Dios no amaría verdaderamente el bien si no rechazara el mal: una simple amnistía sería desinteresarse del pecado, no prestarle atención, no darle importancia. Por eso el perdón reclama expiación. Y esa expiación pone a Dios frente a Dios.

  Jesús (Dios en calidad de hombre) toma sobre sí toda la culpa del hombre y es entregado, como materialización corporal del pecado, al más profundo sufrimiento: saberse abandonado en la lejanía absoluta de Dios. Desde entonces, no hay ya sufrimiento alguno que podamos llamar nuestro: nuestros sufrimientos son sólo préstamos que hemos de poner en manos de su verdadero titular. No sería la de Jesús una solidaridad auténticamente humana si hubiera querido llevar a cabo su obra de salvación a título exclusivamente individual, cerrando la puerta a nuestra participación. Este hombre, absolutamente único, porque es Dios, puede también, porque es Dios, dar parte en su Cruz única a todos los hombres, con los que se hace más hondamente solidario de lo que pudo serlo nunca un hombre con otro.

  El movimiento descendente iniciado en la Encarnación no puede llegar más abajo: el lavatorio de pies, la angustia de Getsemaní, la traición del discípulo, la deshonra pública, la condena, la crucifixión, la muerte, el abandono de Dios. Y, ¿para qué?. Javier Aguirremalloa, siguiendo a Balthasar, dice: “¿Para qué le manda el Padre al Hijo al patíbulo de la cruz? Para llevar a todos los lugares, por alejados que estén, la salvación. ¿Es la muerte un lugar en el que Dios no ha estado? No. ¿Es el sufrimiento un lugar en el que Dios no ha estado? No. ¿Es el pecado un lugar en el que Dios no ha estado? No. Es un viaje desde la luz hasta las tinieblas más tenebrosas para divinizarnos incluso en esos lugares, en esas condiciones. Dios es lo más opuesto a la muerte (es la vida), al pecado (es el santo), al sufrimiento (es la fuente de la felicidad, de la beatitudo), a la oscuridad (es la luz). Pero Dios invade todos esos lugares mediante Cristo, y con ello los ilumina, incluso en las situaciones más desesperadas. Un viaje acrobático desde lo más alto hasta lo más bajo, cuyo propósito es acoger al más bajo de los pecadores, que se ha ido lo más lejos que ha podido de Dios, y al huir del Padre, que está en lo alto, va hacia los brazos del Hijo, que le espera en lo más bajo. Y en el movimiento ascendente de la resurrección, Jesucristo, habiendo agarrado a todos los hombres, los lleva de vuelta al Padre.”

  El Catecismo de la Iglesia Católica recoge en su punto 635 una antigua homilía del Sábado Santo: Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo [...] Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios,  va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva [...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos».

  Quiero terminar con una mirada a la Resurrección. El Evangelio nos dice que en el cuerpo glorioso de Jesús quedaban las señales de la Pasión. Pudo resucitar sin ellas, pero entonces se habrían perdido para siempre las huellas del amor radical de Dios por el hombre. F.J. Nocke sugiere que quizá ocurra lo mismo en la creación de los nuevos cielos y la nueva tierra: "en el cielo quedaremos deslumbrados ante la ciudad edificada por Dios, que superará con mucho lo mejor de nuestra imaginación. Pero quizá podamos reconocer en la nueva ciudad algunas piedras en las que habíamos trabajado nosotros. Dios desborda siempre muestra acción, pero no la desprecia nunca. Aunque el juicio de Dios realice una función de purificación, nada grande y bello se habrá perdido". 

Al fin y al cabo, Dios no ha dejado de manifestar su preferencia porque el hombre participe en su Obra.

miércoles, 31 de marzo de 2021

GETSEMANÍ

Está condenado a muerte. No tiene escapatoria, ya lo sabe. Siempre lo ha sabido, ha hablado de ello, se lo ha anunciado a las personas más cercanas. Su propia palabra infundía serenidad a los que lo oían. Hace sólo unos días admitía ante ellos que su corazón estaba turbado. A pesar de lo cual, les decía, ¡qué iba a hacer sino aceptar el futuro que está esperándolo desde hace tantos años! El miedo ya estaba aquí, pero todavía era gobernable. 

Ahora es otra cosa. Lo tiene ya encima, le está aplastando. Ha dejado de ser una amenaza lejana y se revela como un peso colosal, abrumador, que le hace tambalearse, que lo aplasta como a un gusano. Todo el mal del mundo cae sobre él. 

Crece la angustia en su corazón, una angustia mortal. Acorralado por el miedo, hundido en la miseria: reducido a pura miseria humana sin contemplaciones ni paliativos. Vacilante. Tembloroso. La inminencia de la muerte le infunde pavor. Ésa es la condición humana a la que ha descendido sin trampas, sin privilegios, en su más cruda realidad. 

Abrumado por el horror de la cruz, por la pesadumbre del mal, mira a su alrededor y sólo encuentra soledad y abandono. Grita al cielo, él, que decía “Yo sé que siempre me escuchas”, pero no hay respuesta. A su grito (“¡Mírame!... ¡Mírame,...!”) responde un muro de silencio. 
 
Los suyos están cerca. Pero son impotentes ante este dolor, ante este final irrevocable que estaba ya escrito desde antes del principio. Va a morir, pero ¿qué pueden hacer ellos? ¿Cómo van a impedirlo? Habría que tener el poder y la fuerza de Dios para salvarlo. 
 
De sobra sabe él que nada va a evitar su muerte, que nadie puede hacer nada por su vida. Y, sin embargo… 
 
Sin embargo, aun sabiendo que nada va a evitar su muerte, ha acudido a ellos. “Quedaos aquí y velad conmigo”. Busca calor en sus amigos. No espera ya un milagro, pero su corazón necesita su compañía y su consuelo. No pueden hacer nada por su vida, pero sí pueden cambiar su muerte. Puede morir abandonado, apartado a un lado, como alguien ante quien se vuelve el rostro, o puede morir arropado por el calor de otro corazón que late con el suyo. 
 
Morir con una muerte a la altura del hombre. Con humanidad. Como mueren las personas que son amadas. Su Padre, “que siempre lo escucha”, actuará en su momento, ya lo sabemos. Pero ahora les toca a ellos reflejar con su vida ese amor que tiene el Padre.