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miércoles, 2 de noviembre de 2011

LAS VERDES PRADERAS


Nos dicen que la población mundial acaba de alcanzar los 7000 millones. Por tener un punto de referencia: a principios de los 60, cuando mataron a Kennedy, éramos la mitad que ahora. Y en 1900, la cuarta parte: la población mundial se duplica cada 50 años. Ya estábamos avisados: los sabios que leyeron a Malthus con provecho nos advirtieron ya desde los años 70 del peligro de desabastecimiento que se nos echaba encima: la tierra no da para más, no se puede alimentar a tanta gente, hay que cortar ya.
El objetivo era disminuir la población, y nos pusimos a ello. Empezamos a hablar de “control de natalidad”. Bueno, lo llamábamos “control de natalidad” pero, en realidad, queríamos decir “supresión de natalidad”, claro: “controlar” significaba “impedir”, a nadie se le ocurría controlar promoviendo: ¡éramos tantos ya…! Y llegaron los anticonceptivos, y, en seguida, el aborto, las formas más eficaces –y silenciosas- de suprimir bocas. Y también las más capitalistas, porque esas bocas no solamente consumían riqueza sin crearla, sino que, además, mantenían ocupados a unos padres que bien podrían dedicarse a otra cosa. Así que era un procedimiento sencillo que servía tanto para eliminar comensales como para liberar manos asalariadas: matábamos dos pájaros de un tiro.
Pero no todos fueron tan sensatos. Hubo países que se resistieron a disminuir su población y continuaron creciendo desbocada e insolidariamente, de modo que, a pesar de los esfuerzos de Occidente por apagar el incendio (en los años 70 el Informe Kissinger ofrecía ayuda a los países del Tercer Mundo que pusiesen en marcha medidas para disminuir su población), hoy, cuarenta años después de aquello, estamos como estamos: en 7000 millones de habitantes.
El número 7000 representa también el valor de la densidad de población de Singapur, uno de los núcleos más densamente poblados del mundo: 7000 habitantes por kilómetro cuadrado (por comparar con algo conocido, la densidad de población del área metropolitana de Madrid es de 2600 habitantes por kilómetro cuadrado). Es mucho, es verdad -no hay más que echarle un vistazo a Singapur-, pero ahí están. Y el ejemplo es singularmente adecuado porque nos permite un cálculo fácil: si ahora somos 7000 millones, eso quiere decir que si reuniésemos a toda la humanidad hasta alcanzar una densidad de población homogénea de 7000 habitantes por kilómetro cuadrado ocuparíamos una superficie de un millón de kilómetros cuadrados. Un millón de kilómetros cuadrados: dos veces la superficie de España, menos que la suma de los territorios de España y Francia.
Esta era la superpoblación mundial que nos tenía contra las cuerdas: España y Francia con la densidad de población de Singapur, y todo lo demás, vacío. Vacío, es decir, disponible para explotaciones agrícolas, ganaderas y mineras, para reservas naturales,… ¡hasta para parques temáticos de dimensiones continentales habría sitio! No, la verdad es que no parece que esté cercano el día en que la tierra agote sus recursos. Se diría, más bien, que hemos sido víctimas de una ilusión, de un espejismo, que hemos estado huyendo de fantasmas. Que nos han engañado, vaya.
Y ahora somos viejos y estamos solos. Nuestras finanzas se evaporan, se agota la ilusión que se sostuvo sobre nuestra riqueza y nosotros mismos, sin dinero ya y sin gente, buscamos la salvación -¡caramba, qué coincidencia!- en los países con mayor población del mundo, porque son los únicos que disponen de la fuerza necesaria para sacarnos del hoyo: lo que los políticos llaman “recursos humanos”, el “capital humano” de los economistas: o sea, la gente, el único recurso que pone en marcha todos los recursos, y del que tan alegremente decidimos prescindir hace tantos años.
¡Qué cosas!: nos hemos empeñado durante cuarenta años en disminuir la población para acabar con el hambre y ahora va a resultar que sólo gracias a los países de mucha población vamos a evitar que el hambre acabe con nosotros.