viernes, 15 de abril de 2022

ECCE DEUS

Pilato presenta ante el pueblo a Jesús, azotado y coronado de espinas, con las conocidas palabras “Ecce homo!” (¡Contemplad al hombre!), que los exegetas han entendido como la presentación del hombre desfigurado por el pecado. Nosotros sabemos que por la misma razón podría haber exclamado: “Ecce Deus!”: ¡contemplad a Dios!

  Dios crea al hombre a su imagen y semejanza para colmarlo de sus bendiciones y alegrarlo con su Gloria, según reza la Iglesia. Pero la irrupción del pecado y de la muerte parte por la mitad esa imagen, y no hay filosofía ni religión -no hay "inmortalidad del alma" ni "transmigración de la almas"- que la recomponga. Esa imagen rota sólo puede ser restaurada por el mismo Dios, que ha de restaurarla en el lugar donde se produjo la rotura: en la lejanía absoluta de Dios.

  En ningún otro momento revela Dios su poder como en este despojarse completamente de sí mismo y perseverar en ese despojamiento hasta el extremo, hasta situarse en esa lejanía absoluta de Sí. Y en ningún otro momento revela su Amor como cuando carga Él mismo con todos los pecados –con lo absolutamente anti-divino, lo que Él rechaza radicalmente desde la eternidad- y acepta ser el cordero que debe ser sacrificado fuera del campamento, destinado a la muerte de los malditos y a experimentar la angustia y el pavor que, en riguroso derecho, deberíamos sufrir nosotros. Romano el Méloda, Padre de la Iglesia, hace decir a Cristo: -Descendí hasta donde el ser proyecta su sombra, miré al abismo y clamé: 'Padre, ¿dónde estás?, pero sólo oí la tormenta eterna que nadie domina... Y cuando miré al mundo inconmensurable buscando los ojos divinos, él me miró fijamente con órbitas vacías y sin fondo; y la eternidad se extendía sobre el caos, lo roía y se rumiaba a sí misma. Dios no amaría verdaderamente el bien si no rechazara el mal: una simple amnistía sería desinteresarse del pecado, no prestarle atención, no darle importancia. Por eso el perdón reclama expiación. Y esa expiación pone a Dios frente a Dios.

  Jesús (Dios en calidad de hombre) toma sobre sí toda la culpa del hombre y es entregado, como materialización corporal del pecado, al más profundo sufrimiento: saberse abandonado en la lejanía absoluta de Dios. Desde entonces, no hay ya sufrimiento alguno que podamos llamar nuestro: nuestros sufrimientos son sólo préstamos que hemos de poner en manos de su verdadero titular. No sería la de Jesús una solidaridad auténticamente humana si hubiera querido llevar a cabo su obra de salvación a título exclusivamente individual, cerrando la puerta a nuestra participación. Este hombre, absolutamente único, porque es Dios, puede también, porque es Dios, dar parte en su Cruz única a todos los hombres, con los que se hace más hondamente solidario de lo que pudo serlo nunca un hombre con otro.

  El movimiento descendente iniciado en la Encarnación no puede llegar más abajo: el lavatorio de pies, la angustia de Getsemaní, la traición del discípulo, la deshonra pública, la condena, la crucifixión, la muerte, el abandono de Dios. Y, ¿para qué?. Javier Aguirremalloa, siguiendo a Balthasar, dice: “¿Para qué le manda el Padre al Hijo al patíbulo de la cruz? Para llevar a todos los lugares, por alejados que estén, la salvación. ¿Es la muerte un lugar en el que Dios no ha estado? No. ¿Es el sufrimiento un lugar en el que Dios no ha estado? No. ¿Es el pecado un lugar en el que Dios no ha estado? No. Es un viaje desde la luz hasta las tinieblas más tenebrosas para divinizarnos incluso en esos lugares, en esas condiciones. Dios es lo más opuesto a la muerte (es la vida), al pecado (es el santo), al sufrimiento (es la fuente de la felicidad, de la beatitudo), a la oscuridad (es la luz). Pero Dios invade todos esos lugares mediante Cristo, y con ello los ilumina, incluso en las situaciones más desesperadas. Un viaje acrobático desde lo más alto hasta lo más bajo, cuyo propósito es acoger al más bajo de los pecadores, que se ha ido lo más lejos que ha podido de Dios, y al huir del Padre, que está en lo alto, va hacia los brazos del Hijo, que le espera en lo más bajo. Y en el movimiento ascendente de la resurrección, Jesucristo, habiendo agarrado a todos los hombres, los lleva de vuelta al Padre.”

  El Catecismo de la Iglesia Católica recoge en su punto 635 una antigua homilía del Sábado Santo: Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo [...] Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios,  va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva [...] Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu Hijo. A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos».

  Quiero terminar con una mirada a la Resurrección. El Evangelio nos dice que en el cuerpo glorioso de Jesús quedaban las señales de la Pasión. Pudo resucitar sin ellas, pero entonces se habrían perdido para siempre las huellas del amor radical de Dios por el hombre. F.J. Nocke sugiere que quizá ocurra lo mismo en la creación de los nuevos cielos y la nueva tierra: "en el cielo quedaremos deslumbrados ante la ciudad edificada por Dios, que superará con mucho lo mejor de nuestra imaginación. Pero quizá podamos reconocer en la nueva ciudad algunas piedras en las que habíamos trabajado nosotros. Dios desborda siempre muestra acción, pero no la desprecia nunca. Aunque el juicio de Dios realice una función de purificación, nada grande y bello se habrá perdido". 

Al fin y al cabo, Dios no ha dejado de manifestar su preferencia porque el hombre participe en su Obra.

martes, 5 de abril de 2022

LIBRERÍA DE VIEJO

 


En un pueblo alejado del tráfago de las vías modernas hay, a pocos metros de la carretera general, una vieja casa rural que parece semejante en todo a sus vecinas, pero en la que unos amigos han sabido crear un rincón en el que el tiempo, refrenado en su curso, se detiene y ensancha.

 A través de un zaguán cuadrangular situado en una esquina de la casa se entra en una gran sala cuyas paredes aparecen revestidas de estanterías en las que se disponen hasta el techo hileras de libros cuya presencia nos acerca a otros tiempos y otras lenguas. Las viejas encuadernaciones alternan con la madera de la estructura de la casa, de las propias estanterías y de los otros pocos muebles, para ocupar cuanto abarca la vista, y el visitante tiene la impresión de haber retrocedido en el tiempo. La librería, desde su asentamiento inicial, ha ido creciendo y se ha extendido por el espacio destinado a vivienda, ha ocupado corredores y pasillos, ha transformado los que una vez fueron cuadra y pajar, y empieza ya a necesitar nuevos estantes dispuestos perpendicularmente a la pared.

 Un recorrido por las estanterías nos permite asomarnos a las diferentes facetas del conocimiento y de la creación artística que a través del tiempo han acompañado al hombre y han ampliado su mundo. El horizonte se dilata ante los ojos del visitante: publicaciones de tema regional -ampliamente representado-, Memorias, Biografías, Historia, Geografía,  -el tiempo y el espacio se despliegan ante nosotros- Lingüística, Filosofía, Arte, Literatura, -a nuestro alcance aparecen obras que en el momento de su publicación significaron un enriquecimiento de alguna faceta de la vida humana: primeras ediciones en castellano de De Saussure, de Spengler y de Heiddeger; antiguas ediciones de autores españoles siempre disponibles, junto a otros, como Balmes, tan difíciles de encontrar- Medicina, Química, Ingeniería -ante nosotros aparecen momentos del esfuerzo del hombre por dominar su entorno, por construirse un mundo-, Bibliografía y Bibliofilia -obras en las que el libro se ocupa de sí mismo-, y raras curiosidades, como una vieja enciclopedia geográfica alemana del periodo de entreguerras, editada en cuatro volúmenes de apretada letra gótica, que nos acerca la figura de un mundo ya desvanecido.

 Pasamos de una habitación a otra recorriendo con la vista los títulos y los nombres de los autores escritos en los tomos y entreteniéndonos en contemplar alguna obra con más detenimiento. Los dueños, que acudieron a darnos la bienvenida, han vuelto a su quehacer y nos dejan en libertad para recorrer las estanterías. Y al referirnos a alguno de los libros descubrimos que, sin darnos cuenta, hemos dejado atrás la exposición de la tienda y hemos entrado en la biblioteca familiar.

 Tiene la casa dos estancias de trabajo: en la parte baja, un pequeño despacho donde ella reúne y cataloga libros en los que, por su autor o por el tema del que se ocupan, destaca la visión del mundo desde la perspectiva de la mujer; al otro lado de la casa, en un cuarto bajo la vertiente del tejado, iluminado por un ventanal abierto en una cubierta, él se ocupa de catalogar unos libros que esperan en el suelo, en pequeños grupos, el momento de pasar a las estanterías que llenan las paredes, ya de poca altura, de la habitación. Y en ambos cuartos, sobre la mesa de trabajo, un ordenador introduce en el ambiente una nota de actualidad y de anacronismo.

 Pero el amoroso cuidado que ponen no se agota en los libros: se han ocupado de rescatar el material procedente del desecho de viejas imprentas de la provincia que cierran o modernizan sus instalaciones, y podemos ver en la casa chibaletes listos para participar en el nacimiento de nuevas páginas. En alguna parte aguarda una prensa y por el suelo encontramos cajones apilados en los que pacientemente se han ido distribuyendo los diferentes tipos metálicos de la imprenta doméstica.

 Ha terminado la visita. Los dueños, que desde el momento de franquearnos su casa nos han hecho sentir su cálida hospitalidad, nos dedican ahora, en la mesa de la cocina, su tiempo y su conversación ante unas lonchas de queso y unas rodajas de pan. Es el momento de sedimentar el poso de esta visita, de imprimir en nosotros la huella que nos permita saborearla despacio cuando estemos lejos de aquí.

 Tras despedirnos, en el coche que nos aleja de la tranquilidad del valle y nos devuelve a la ciudad, acuden a la memoria los viejos versos de Quevedo:


Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con los ojos a los muertos.

 

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

o enmiendan o fecundan mis asuntos,

y en músicos callados contrapuntos,

al sueño de la vida hablan despiertos.