domingo, 18 de noviembre de 2012

LA OTRA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES


Cuando pensamos en la evolución de las especies nos vienen a la cabeza los grandes simios, y consideramos el camino que nos ha traído hasta aquí. Dicen los que saben de eso que el Australopiteco dio lugar al Homo Habilis hace alrededor de 2,5 millones de años, unas cien mil generaciones.

Las especies continúan evolucionando hoy, y esa evolución atañe a todos los seres vivos, lo que incluye las bacterias con las que diariamente tiene que enfrentarse la Medicina. Una bacteria da lugar a otras dos a un ritmo que depende de las condiciones ambientales; pongamos que cada 20 minutos: desde el comienzo de uso comercial de la penicilina habrán pasado más de un millón y medio de generaciones bacterianas. Si pensamos que esa distancia generacional supondría para nosotros 38 millones de años  -quince veces el tiempo transcurrido desde la aparición del género Homo- podemos hacernos una idea del amplio recorrido evolutivo de las bacterias desde entonces.

En los años 40 la penicilina supuso un arma revolucionaria que aplazó la muerte de muchos millones de personas al año en todo el mundo. Pero en ese mismo momento comenzó la adaptación de las bacterias a su efecto, y no pasó mucho tiempo antes de que se necesitasen nuevas moléculas que sorteasen las primeras resistencias. La vida es tacaña en esfuerzo, y sólo reacciona cuando es necesario, de modo que la variación de las especies es proporcional a las condiciones adversas del entorno: cuando se usan pocos antibióticos escasean las resistencias; cuando el ambiente está saturado de ellos las bacterias se modifican sin cesar, producen sin cesar nuevas formas de escapar a sus efectos.

No debemos olvidar que el fin del tratamiento antibiótico no es generalmente eliminar todo rastro de bacterias del cuerpo, sino reducir su número hasta unas cifras que pueda manejar cómodamente nuestro sistema defensivo. A menudo, una pequeña cantidad de bacterias no supone un peligro para la salud, y convivimos con ellas en buena armonía. Pero si administramos antibióticos en el momento en que no es necesario –por ejemplo, en una enfermedad viral, en la que las bacterias no son más que mirones inocentes-, o en cantidad o duración insuficiente para que logren el efecto deseado, lo que estamos haciendo no sólo no es beneficioso, sino que únicamente puede perjudicarnos. Lo que hacemos es mandar a las bacterias este mensaje: “Pon todos tus recursos imaginativos en acción: tienes ante ti una muestra de los peligros a los que vas a tener que enfrentarte, desarrolla ante ella las defensas que necesitarás más tarde”. Equivale, exactamente, a vacunarlas contra esos antibióticos y hacerlos inefectivos: a quedarnos desarmados frente a ellas. Con una circunstancia agravante: una bacteria vacunada pasa su resistencia a las demás. 

La panacea que fue en su momento la penicilina ha quedado ya muy atrás, y hoy existen ya bacterias resistentes a todos los antibióticos conocidos. Es un peligro grave que afecta a todo el mundo. Como muestra, y para no hablar de lo que ocurre en regiones más desfavorecidas del planeta, sólo en Europa, y sólo en 2011, se han producido 25000 muertes  por infecciones de bacterias resistentes a los antibióticos. La industria farmacéutica ve cada vez más difícil -y más caro- desarrollar un nuevo antibiótico para el que no haya ya resistencias provocadas. Y a pesar de que la Organización Mundial de la Salud se ha propuesto como objetivo para 2020 disponer de diez nuevos antimicrobianos, lo cierto es que desde 2008 sólo se ha conseguido introducir una molécula nueva en nuestro arsenal terapéutico.

Coordinado por el Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades, se celebra hoy el Día Europeo para el Uso Prudente de los Antibióticos. Es ésta una cuestión que nos atañe a todos, y en la que, literalmente, nos va la vida. La responsabilidad de usar racionalmente los antibióticos está en las manos de cada uno de nosotros: en que los médicos –y los veterinarios, no nos olvidemos de ellos- no receten sin razón, en que las farmacias no dispensen sin justificante, en que todos nosotros, en nuestras casas, no reutilicemos viejos antibióticos sobrantes sin pedir el consejo de un profesional.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

LAS CADENAS DEL ADN


Christian Montag es un psicólogo del Departamento de Psicología Biológica y Diferencial de la Universidad de Bonn que acaba de publicar en la revista Journal of Adicction Medicine el descubrimiento de la relación entre la adicción a Internet y el gen CHRNA4. El gen de la adicción a Internet, un procedimiento técnico cuyo nacimiento ha sido, como sabemos,  algo posterior a la aparición de los genes. Sólo es un ejemplo. Si miramos algo más atrás recogeremos las asociaciones más inverosímiles: se han “encontrado” -para no buscar más que en mi memoria reciente- el gen de la felicidad (aunque sólo en las mujeres, los varones estamos expectantes), el gen de la afición al arte, el gen de la ideología política,... Pero los estupendos de verdad son el gen de la infidelidad y el gen de la violencia: que nadie recrimine nada a nadie: no es él, son sus genes.  

El expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, va más lejos: “Somos genes y tierra”, ha afirmado. Pero el señor Revilla es un poeta como la copa de un pino y no hay que tenérselo en cuenta: es licencia poética admitida. Lo verdaderamente grave es lo ha dicho este profesor de una universidad alemana, aunque Ortega, que había pasado por ellas, ya nos había advertido contra las universidades alemanas en general. 

Estamos en la versión actualizada de Don Mendo, que justificaba su empecinamiento en el “juego vil” de las siete y media diciendo: “No fui yo, no fui, fue el maldito cariñena, que se apoderó de mí”. El cariñena o los genes, es indiferente: la cuestión es tener algo a lo que echarle la culpa de lo que hacemos.  

Paradójicamente, mientras pretendemos pasar a la historia por nuestra defensa y promoción de la libertad, no tenemos el menor inconveniente en renunciar a ella: la libertad no era más que un pseudónimo del determinismo. Lo malo es que era sobre la libertad sobre lo que habíamos construido nuestra idea de la condición humana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos si renunciamos a la autodeterminación?, ¿para qué esforzarme, para qué empeñarme en conseguir lo que ya está conseguido, o es definitivamente inalcanzable, si voy a ser adúltero, o desgraciado, o adicto a Internet, o violento, me ponga como me ponga, porque así lo ha determinado el azar cuando se constituyó mi ADN? 

Los extremos se tocan: después de siglos de enfrentamiento entre la llamada ciencia y la llamada superstición, después de aburrirnos denostando cosas como la astrología y los horóscopos, resulta que volvemos a las mismas: ahora no son las constelaciones, ahora son las cadenas químicas las que deciden mi vida. Mal asunto. El progreso de la ciencia nos conduce, de nuevo, a Altamira. Se cierra el círculo. Fin, y continuación.  

A Calderón de la Barca –D. Pedro- le tocó vivir una época de esplendor en lo que a determinismos se refiere, y expresó en versos espléndidos la perplejidad en la que se encontraba: 

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
 

Él vivió los comienzos de las disciplinas científicas; nosotros asistimos a su ocaso. Estamos borrachos de ciencia, y nos da la vomitona. Ya no admitimos más. Y ya no queremos saber más, ni decidir más. Renunciamos. Ortega creía que somos forzosamente libres; menos elegante, Sartre nos dijo que estamos condenados a ser libres. Se equivocaban los dos. El profeta era Bosé: libertad, te siento lejos, y la culpa es sólo mía.

¡Vivan las cadenas!
 

martes, 4 de septiembre de 2012

¿DE QUIÉN ME HE FIADO?


Que la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos? ¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a estas alturas? 

Pues sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo para verla. 

Imaginemos por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno, pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen, contra todas las evidencias, su fe en Galileo.  

La situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras palabras: depositar en ellos nuestra fe.  

Esto pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror. 

No, el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-, en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no, apostar a esa carta. 

Así que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto,  hablando de la libertad. Terreno resbaladizo, como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la ciencia:  

¿de quién me he fiado?

 

martes, 14 de agosto de 2012

SHIN A-LAM, O EL AZAR


Han terminado unos Juegos Olímpicos que nos han dejado, además de una sucesión de medallas y diplomas, la imagen desconsolada de la coreana Shin A-Lam, llorando durante cuarenta minutos sobre la pista en la que acababa de ser descartada para la final de su especialidad porque el cronómetro eternizó el último segundo. Años de entrenamiento, esfuerzo y sacrificios chocan contra un cronómetro infiel a su misión. Reloj, no marques las horas.

¿O fue el destino? Al parecer, Shin se enfrentaba al último lance con ventaja sobre su rival porque, tras empatar repetidamente en los tres tiempos anteriores, el reglamento del esgrima determina que, para evitar la igualdad al terminar el cuarto –y último- tiempo, el vencedor será el que previamente haya señalado una moneda lanzada al aire. Y esa moneda, antes de comenzar ese último tiempo, señaló a Shin como la afortunada.

¿Afortunada? Antes que cualquier otra consideración, la derrota de Shin ejemplifica la importancia del azar. Hay muchas cosas en nuestras vidas que no elegimos nosotros. Hacemos proyectos sin parar, de mayor o menor envergadura: vamos a ir al cine esta tarde, vamos a hacer una paella el domingo, vamos a ganar una medalla en los Juegos Olímpicos. Pero a esos proyectos se superponen luego otros contenidos que resultan azarosos. Y cuando asistimos a las lágrimas de Shin pensamos que el azar es un obstáculo que descalabra nuestros planes, que da al traste con nuestras aspiraciones. Es algo que nos desazona, porque pone de manifiesto que no somos los dueños absolutos de nuestro futuro, que existen rendijas por las que nos escapamos de nuestras manos. Y eso, en un tiempo en el que prima la necesidad de seguridad, de tenerlo todo calculado, de evitar la sorpresa, lo imprevisto, es inquietante: nuestro poder no es absoluto, nos zarandea el azar. El azar, que creemos que es algo aleatorio, indiferente, pero que los ingleses, organizadores de estos Juegos, saben que implica riesgo, que en el “hazard” está escondido el peligro.

Por eso nos rebelamos contra él e intentamos eliminarlo de nuestras vidas. Y, como en aquellos viejos trenes que tenían un cartel en el que se leía “Prohibido asomarse al exterior”, nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en mónadas sin ventanas revestidos de una coraza protectora que nos aísla. No sería malo si no fuera porque actuando así renunciamos a todas las posibilidades que el azar podría introducir en nuestras vidas y que harían que nuestro nivel biográfico llegase a ser más elevado de lo que resultará puramente de sacar adelante nuestros planes. Porque la irrupción del azar puede significar un enriquecimiento decisivo: nuestras previsiones y nuestra imaginación son incomparablemente más pobres que la plenitud de vida que se nos ofrece.

Unos padres eligen para su hijo una escuela determinada, una enseñanza concreta, una condición de los maestros que van a enseñarle: esa es su elección; pero encontrar allí a un compañero cuya amistad le acompañará durante toda su vida e influirá decisivamente en ella es algo completamente azaroso. Ofrecen a alguien un puesto de trabajo en tal ciudad, y la elección se basa en determinadas características de distancia, comunicaciones, clima, idioma,…; pero el hecho de que encuentre allí a la persona de la que va a enamorarse y con la que se va a casar no es algo elegido, sino, rigurosamente, un azar. Podemos poner ejemplos hasta cansarnos: si repasamos nuestra vida vemos el increíble número de elementos azarosos que la componen; si miramos hacia el futuro, la perspectiva es escalofriante.

Podría parecer que la presencia del azar en nuestra vida evita que ésta sea precisamente “nuestra”, pero esto sólo es una impresión. En realidad, es con el azar con lo que hacemos nuestra vida. Un mismo azar tiene significados distintos en las distintas vidas a las que afecta, porque cada biografía “adopta” ese azar y lo personaliza, se lo apropia; mi vida convierte ese azar en “mío”. Por eso, la consecuencia de renunciar al azar es descender de nivel, perder realidad personal, homogeneizarnos, despersonalizarnos, “cosificar” nuestra vida.

No, no es una buena idea blindarnos contra el azar y encerrarnos en nuestro cascarón. El espejismo de la seguridad no es más que eso: un espejismo. Y su precio es prohibitivo: la renuncia a llegar a ser uno mismo, el fracaso existencial.

domingo, 29 de julio de 2012

MEJOR ERA CUANDO DECÍAS QUE TAMBIÉN ME QUERÍAS

   


El Dr. Esparza, tras cuarenta años ejerciendo la cirugía infantil, ha publicado un artículo en el que se manifiesta a favor del aborto provocado a los fetos con malformaciones conocidas[1]. Pone sobre la mesa un asunto de enorme trascendencia médica. Es verdad que hoy en día se pueden diagnosticar intraútero muchas enfermedades que conllevan una vida de sufrimiento y dependencia, no sólo del enfermo, sino, también, y quizá tanto o más, de su familia, y cuyo tratamiento no es curativo en el momento actual. Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, quisiera hacer aquí algunas consideraciones al respecto.
Conociendo el sufrimiento que la enfermedad acarrea al paciente y a los que le quieren, y sabiendo como sabe que las soluciones actuales son parches incompletos, el Dr. Esparza nos ofrece una única salida posible para escapar al dolor: abortar al enfermo antes de que nazca. Y la opinión pública, que sintoniza fácil y rápidamente con los sentimientos de esas familias afectadas, se desliza espontáneamente a apoyar esa petición.
En un momento del artículo, el Dr. Esparza, poniendo un ejemplo, da a entender que desde la aprobación de la ley del aborto se ha producido un descenso en la incidencia de la espina bífida en España. No es exactamente así. De hecho, los abortos se han realizado sobre aquellos fetos a los que se había diagnosticado esa enfermedad. Es decir, que no es la incidencia de la enfermedad lo que ha disminuido; lo que ha disminuido es la esperanza de vida de esos enfermos.
Porque el Dr. Esparza plantea la cuestión de un modo que hace perder de vista el verdadero centro de atención. Si nos acercamos con compasión a esas situaciones, en seguida vemos que lo que hay que hacer es suprimir la causa del dolor. Pero puede parecer que la causa del dolor de la familia es el paciente y ese error lleva a pensar que suprimir la causa del dolor es suprimir al paciente. En cambio, si aplicamos nuestra compasión al enfermo, lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Que es, justamente lo que el Dr. Esparza confiesa haber estado haciendo durante sus años de actividad profesional. Y entonces se pone de relieve una cuestión que no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad: vencer a la enfermedad o acabar con los enfermos. Pero no son equivalentes.
La réplica de Javier Mª Pérez-Roldán[2] al Dr. Esparza me traía a mí a la cabeza una vieja escena que comenté en otra parte: una madre empujaba el carrito de su hijo, aquejado de parálisis cerebral: retorcido, tembloroso, emitiendo sonidos confusos y cayéndosele un hilo de baba. Una mujer, a su lado, exclamó al verlo: “Pobrecillo, más valía que se muriera”. El niño logró hacerse entender con suficiente claridad: “Muérete tú, idiota, que yo no quiero”. Ahí está la clave: ¿a quién beneficiamos abortando a los enfermos? Determinar cuándo prefiere morirse el otro es un ejercicio altamente arriesgado.
Pero, en el fondo, lo que subyace es una antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”. Un hombre, o un grupo de hombres, se sienta y dictamina: “Esta vida –la vida de otro ser humano, no lo olvidemos- es indigna de ser vivida; así, pues, matémosla”. Esto vale también para quienes consideran que la vida de un feto no es una vida humana: “Esta vida, que si la dejamos continuar se convertirá en un vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de ser vivida; es mejor que muera ya”. Nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los terroristas, como reconoce nuestra legislación. Aunque sí hay personas que viven en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.
Con todo esto no quiero decir que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar al enfermo de su enfermedad principal -si es posible- y de las complicaciones que vayan surgiendo. Y no es necesario añadir que no se debe dejar sola a la familia en esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida hasta su final.


 
[1]  http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956.html


jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.

lunes, 16 de julio de 2012

LA BATALLA DE LAS NAVAS: 800 AÑOS





Se cumplen hoy 800 años de la batalla de las Navas de Tolosa, una de las pocas fechas de la historia de España que todo estudiante recuerda sin esfuerzo. Se trata de una de las batallas más importantes de la historia medieval europea -durante siglos se refirieron a ella como "la Batalla"-tanto por lo numeroso de los ejércitos participantes como por las consecuencias de su resultado. Y es, con la de Covadonga, la batalla de nuestra historia que ha dado lugar a mayor número de leyendas. Pero mi interés por ella ahora es, además, porque, en épocas de crisis como la nuestra, es un ejemplo de la eficacia que supone la unión de esfuerzos por encima de diferencias superficiales.

Para poner las cosas en su contexto hay que recordar que con la invasión árabe de 711 nació en los focos de resistencia la idea de “la pérdida de España”, y su “recuperación” va a ser, desde entonces, el eje de la historia peninsular y, con intervalos, el móvil central de los reyes cristianos, que se consideran a sí mismos “reyes solidarios de España”.

En 1209, cuando el reino de Castilla se ha recuperado de la severa derrota sufrida quince años antes en Alarcos, el califa almohade an-Nasir, se propone acabar definitivamente con los levantiscos cristianos, a la vez que emular a Saladino, el líder recientemente fallecido que expulsó a los cristianos de Tierra Santa y unificó el Oriente Próximo. Pasa para ello desde su capital, Marrakesh, a la península con un ejército que incrementa sus fuerzas a su paso por al-Ándalus, y conquista la fortaleza de Salvatierra ante la impotencia del rey Alfonso VIII, cuyo ejército no puede hacer frente al del califa.

Envalentonado por el fácil éxito, el Califa desafía desde Sevilla a toda la cristiandad en una carta en la que anuncia toda clase de ultrajes al Papa y amenaza de muerte a todo el que no se convierta al Islam. La carta tiene una enorme difusión, y por toda Europa se extiende el temor de que España caiga en poder de an-Nasir y Europa entera caiga en una tenaza que la estrangule desde los dos extremos del Mediterráneo.

Alfonso, sin tiempo que perder y decidido a una lucha total hasta el final, envía a sus embajadores a recorrer Europa solicitando ayuda y convocando a las huestes cristianas a Toledo –su ciudad más poblada- el 20 de mayo de 1212. La respuesta es firme e inmediata: la Cristiandad entera vive el grave peligro que la amenaza y los caballeros de las distintas regiones de Europa -francos, italianos, lombardos, alemanes,…- se apresuran a unir sus fuerzas a las de Castilla. El papa Inocencio III urge a la unidad de los cristianos a favor de la gran empresa común por encima de diferencias personales, y concede a la campaña privilegio de Cruzada. Eso es decisivo, porque protege las espaldas de Alfonso de un ataque de sus vecinos: para un rey cristiano, atacar a Castilla en esas condiciones supone incurrir en excomunión y perder la obediencia de los hombres que le sirven.

A finales de 1211 Alfonso hace acopio de grandes cantidades de alimentos y de armas en Toledo, y desde enero empiezan a congregarse los primeros voluntarios de más allá de los Pirineos. Y también de otros reinos de la península: Pedro II de Aragón, amigo personal del Rey de Castilla, compromete su apoyo, y hasta el Sancho VII de Navarra, enfrentado con el Rey de Castilla, medita participar en la expedición. Sólo los reyes de León y Portugal, rivales de Alfonso, se mantienen al margen, aunque también muchos de sus caballeros acuden, a título particular, a Toledo.

Inocencio III ordena una rogativa general en Roma, y Europa entera aguarda, reza y contiene el aliento cuando los cristianos salen de Toledo, entre los días 19 y 21 de junio, en tres grupos mandados, respectivamente, por Diego López de Haro, Pedro de Aragón y el rey Alfonso. El día 24 los francos se sublevan y provocan entre los defensores de Malagón una matanza gratuita que horroriza a López de Haro. Tres días después provocan un nuevo motín: no están acostumbrados a esas marchas agotadoras y al calor del verano de Castilla. Para contener su descontento, el día 30 Alfonso les entrega el botín de la toma de Calatrava que correspondía a los castellanos. Pero la medida resulta contraproducente: los francos,  considerando satisfechas sus aspiraciones económicas, abandonan la campaña y vuelven a sus casas.

La expedición pasa por un momento sumamente delicado, y Alfonso teme que esta deserción tenga efectos irreparables, pues no sólo supone perder la tercera parte de sus fuerzas, sino que se trataba de guerreros experimentados, soldados profesionales ya veteranos. Cinco días inquietantes transcurren hasta que, inesperadamente, les alcanzan las tropas de Sancho el Fuerte de Navarra, quien, pese a que su reino hace más de cien años que no tiene frontera con los musulmanes, finalmente se ha resuelto a dejar de lado las rencillas personales que lo enfrentan a Alfonso. Con esta decisión se inicia el acercamiento definitivo de ambos reyes.

El 14 de julio el ejército cristiano se encuentra frente a an-Nasir en la vertiente andaluza de Sierra Morena. Alfonso deja que las tropas, agotadas por las marchas forzadas, descansen todo el domingo 15, y al amanecer del día 16 López de Haro, que dirige el cuerpo central, inicia el ascenso. La estrategia de los almohades es enfrentar una caballería ligera que se retira rápidamente fingiendo huir, sacrificar a los soldados de a pie y atacar con los arqueros y fuerzas de élite a los perseguidores castellanos, debilitándolos hasta el agotamiento. Pero Alfonso no ha olvidado la lección de Alarcos, y mantiene su caballería pesada en formación compacta, reservando las fuerzas de élite en retaguardia. López de Haro ataca pendiente arriba y elimina rápidamente a los voluntarios de al-Ándalus, que sólo buscan el martirio. Pero detrás está el grueso de las fuerzas almohades, que los reciben desde lo alto y los contienen, cerca ya de la guardia personal del Califa, convirtiéndolos así en un blanco inmóvil para sus arqueros.

Entre avances y retrocesos trascurre toda la mañana y, a mediodía, la columna castellana, próxima al agotamiento, parece que va a claudicar. Retrocede López de Haro, avanzan los almohades, y Alfonso, alarmado al ver desmoronarse la columna central, decide atacar allí con las fuerzas de retaguardia en un último esfuerzo. Llama en su apoyo a las alas, ocupadas por las tropas de Pedro de Aragón y de Sancho de Navarra, en el momento en que los musulmanes han abandonado su formación para perseguir a los castellanos que huyen monte abajo, y aprovechan una brecha para llegar al cuerpo central y a la guardia personal del Califa, que abandona el campo de batalla y huye. El ejército musulmán se desbanda y, en su persecución, los cristianos amplían las conquistas de la campaña.

La batalla de las Navas significó el declive definitivo del poder musulmán, que nunca volvió a suponer un peligro serio para los reinos cristianos en este extremo del Mediterráneo. El cronista musulmán Ibn Abu Zar, autor de un relato de la batalla que la historiografía musulmana denomina “de las Cuestas”, concluye con estas palabras: “Fue esta terrible calamidad el lunes 15 de safar de 609 (16 de julio de 1212) cuando comenzó a decaer el poder de los musulmanes en al-Ándalus. Desde esa derrota no alcanzaron ya victoria sus banderas; el enemigo se extendió por ella y se apoderó de sus castillos y de la mayoría de sus tierras”.

La batalla de las Navas puso la frontera en Sierra Morena y abrió la puerta para la expansión cristiana impulsada por el nieto de Alfonso, Fernando III de Castilla. En cuanto a sus protagonistas, se diría que culminaron ahí la razón de sus vidas: Pedro II murió al cabo de un año, el 14 de septiembre de 1213, en el asalto a la fortaleza de Muret. Tres meses después, el día de Navidad, murió an-Nasir, se dice que envenenado. Casi un año exacto después de Pedro, el 16 de septiembre de 1214, murió López de Haro, y veinte días más tarde, el 6 de octubre, su rey, Alfonso VIII. Sólo Sancho VII llegó a atisbar las consecuencias de su victoria: murió el 7 de abril de 1234; tenía 80 años y vivía recluido en su castillo de Tudela, inmovilizado por su enorme peso.




martes, 29 de mayo de 2012

EL COLOR DEL CRISTAL

Cuando se acerca al poema que Antonio Machado dedicó en junio de 1938 “a Líster, jefe en los ejércitos del Ebro” que expresa el deseo “si mi pluma valiera tu pistola”, el lector experimenta un sentimiento que lo sacude por lo sorprendente, casi diría que por lo inconciliable que resulta con la trayectoria del poeta, que en ese momento era ya larga: la impresión de que el poeta es infiel a sí mismo. En dos sentidos: es infiel a su vocación poética, arrastrado por una pasión bélica que el momento contagiaba y que le hace “bajar el tono” poético (y que hace también que “se le vaya la mano”, todo hay que decirlo), pero también infiel a la verdad, a la contemplación serena de la realidad, a la que ha dedicado tantos versos. Porque Antonio Machado no podía desconocer el enorme poder de la palabra para cambiar la realidad. A nosotros nos basta recordar cómo era España hace cuarenta años, y cómo es ahora: el cambio se ha producido únicamente por medio de la palabra. Ése es su poder. Quizás no tan inmediato como el de las armas, pero muchísimo más eficaz y duradero.

Por eso es inquietante la actual simplificación de recursos expresivos, que comenzó siendo propio de la juventud –y, por eso, transitorio- pero que se extiende a otros grupos de edad y se resiste a abandonarnos. Lo que hace el caso grave es que la simplificación expresiva lastra el pensamiento, que se simplifica también, y se hace caricatura de sí mismo. Desaparecen los matices, que son lo que nos permite ceñirnos a la realidad, y se produce la sustitución de esa realidad por otra cosa más chata, sin relieve ni contrastes, algo que no es real pero que es tratado como si lo fuera: es, en definitiva, la falsificación de la misma vida.

Y sin embargo, cada día es más frecuente la renuncia a los matices y la simplificación del pensamiento. Un ejemplo es esa expresión que acaba llegando a los labios de cualquiera que tenga un micrófono cerca: “¡Exijo...!”: “¡Exigimos a ETA que abandone las armas!”, “¡Exigimos que se libere a los detenidos!”, “¡Exigimos que se readmita a los despedidos!”, etc. Habría que preguntar: “Y si no,... ¿qué?”. Porque el que exige “pide imperiosamente”, es decir, se apoya en la fuerza, amenaza con recurrir a ella si no consigue lo que pide. ¿Estamos de verdad, en esos momentos, en condiciones de exigir? Hay otras posibilidades más ajustadas a la realidad y más suaves –“solicitar”, “pedir”, “reclamar”,...- que no acorralan al contrario y le dejan una salida honrosa a la que puede recurrir para dar satisfacción a nuestras pretensiones, y que, además, mantienen abierta la posibilidad, llegado el caso, de “apretar” para forzar la mano de la otra parte. Pero son verbos que han desaparecido del vocabulario corriente y ya nadie piensa en ellos: no estamos por contemporizar con nada, lo debido parece ser imponernos a cualquier precio.

Hay un ejemplo que me parece especialmente peligroso: hoy, de nadie se dice que se ha equivocado: si se demuestra que lo que dijo no se ajusta a la verdad, la conclusión inmediata es: “¡Ha mentido!”. Claro que no es indiferente. Equivocarnos es algo que fácilmente nos pasa varias veces al día, mentir es otra cosa. Si digo de alguien que se equivoca, todavía no he dicho nada, pero si digo que miente, lo que digo es que pretende engañarme, que mantiene una postura claramente contraria a la verdad para aprovecharse de mí. Señalar al que se ha equivocado como un mentiroso produce una reacción de hostilidad hacia él, y el efecto último es minar la convivencia. (Entre paréntesis: paradójicamente, cuando la mentira es real y se demuestra, la reacción suele ser el olvido inmediato… no del personaje en cuestión, que ha hecho méritos para que no volvamos a prestarle atención; no: nos olvidamos de que ha demostrado no merecer nuestra confianza).

Recientemente, el periodista Antonio Caño se preguntaba por qué en España ya nadie “critica”, sino que “arremete”; ya nadie “derrota”, sino que “tumba”; ya nadie “protege”, sino que “blinda”. Si alguien se manifiesta contrario a la posición de otro, podemos estar seguros de que la noticia no dirá que no está de acuerdo con él, sino que “le ataca”; si se denuncia la actitud o las palabras de alguien, no se dirá que las rechaza, sino que “reprime” a esa persona. Y, naturalmente, es difícil sentir alguna simpatía por quien “arremete”, “ataca” y “reprime”.

Asistimos invariablemente al uso sistemático de verbos extremos, antipáticos, que no invitan a la concordia, que enfrentan, que crispan. Yo creo que si los periodistas ampliasen su vocabulario con estos verbos “extinguidos”, especialmente para referirse a lo que no es de su preferencia –sea Papa, Rey, partido político, sindicato, empresario, diputado, equipo de fútbol,...- veríamos las cosas con otro aspecto cuando nos levantamos por la mañana.

No es buena cosa escribir “a la tremenda”, y nos estamos acostumbrando a un cierto “tremendismo” en la vida –y en la opinión- pública. No es peligroso mientras sea un fenómeno marginal, pero nos exponemos a que deje de serlo, a que el fleco se extienda a todo el tejido social, y ya sabemos que la extensión de un fleco a todo el tejido significa que se ha deshecho el tejido.

sábado, 14 de abril de 2012

…Y CON ÉL LLEGÓ EL ESCÁNDALO


Las palabras de Monseñor Reig Pla el pasado Viernes Santo, en las que se refirió al adulterio, el aborto, las relaciones homosexuales, los empresarios que se aprovechan de los trabajadores, los trabajadores que sabotean a los empresarios, los jóvenes destruidos por el alcohol y las drogas y los sacerdotes de "doble vida”, como situaciones en las que se presenta el mal con apariencia de bien, han suscitado una sonora protesta en diversos medios de comunicación.

Está claro que una porción de la sociedad no comparte la postura del obispo de Alcalá de Henares. Pero, ¿hubiera sido preferible que callara? Al contrario, creo que hay que agradecerle que haya hablado como lo ha hecho, en primer lugar porque conociendo claramente lo que piensa es más fácil decidir si nos interesa o no prestarle atención la próxima vez. Pero, además, porque algo tiene de bueno que haya hablado así.

Que haya proclamado una posición tan abiertamente contraria a lo que ha canonizado la clase política es bueno, porque nos incita a revisar nuestros criterios y hacer con ellos la prueba del nueve: no podemos estar firmemente asentados en una convicción hasta que la confrontamos con la contraria y comprobamos su validez. Y en materia tan delicada y que tan íntimamente toca la vida efectiva de la gente, no hay que perder la ocasión que las palabras de Monseñor han provocado: estamos demasiado acostumbrados a que el César actúe de manera voluntarista usurpándonos el debate que debería preceder a sus decisiones.

Que haya hablado alto y claro en nombre de la Iglesia Católica es bueno para quienes quieren seguir sus enseñanzas, pero también para quienes quieren oponerse a ellas, porque la palabra de un obispo dibuja con autoridad y claridad las líneas que definen la moral de la Iglesia y acaba con la inseguridad sembrada por tantas voces contradictorias que se declaran católicas.

Que se haya pronunciado abiertamente, sin temor a unas consecuencias que podía adivinar fácilmente, es bueno por lo que tiene de testimonio de su fe en la existencia de una verdad que no depende de una mayoría parlamentaria ni de una decisión soberana del César. Y, si es así, lo lógico sería intentar descubrir en qué consiste esa verdad. Ya sé que la confianza en la razón está hoy en el nivel más bajo desde Sócrates, y no será raro que en este punto alguien diga que cada cual debe decidir con qué verdad se queda, que eso es asunto individual. Pero ésa es, ya digo, una postura que nos hace retroceder dos mil quinientos años, una forma de arcaísmo, una forma más de ser retrógrado.

Que haya insistido en unos valores que parecen ya caducos es bueno, porque eleva el nivel medio de credibilidad de nuestra sociedad. La autoridad y el prestigio hay que ganarlos día a día, y un obispo tiene que hacerlo de la misma manera que lo hacen un médico, un escultor, un electricista o un maestro: siendo “más” lo que es cada uno. Un obispo sólo puede conseguirlo siendo “más obispo”, siendo “plenamente” obispo. Y eso significa, entre otras cosas, hablar a los hombres de su tiempo de los problemas de su tiempo. Que no quiere decir de los problemas de los que los hombres crean que hace falta hablar: hay una jerarquía religiosa de las verdades, de las urgencias y de los problemas, y atender a esa jerarquía es lo que hace de un obispo alguien coherente, de quien te puedes fiar porque sabes que hará lo que se espera de él, lo que se espera de la misión que se la ha encomendado.

Pero hay algo que merece particular atención: entre las acusaciones vertidas contra el obispo destaca la de “homofobia”. Aceptando que la palabreja signifique “odio al homosexual”, esa acusación me hace pensar que no han entendido muy bien el significado de una amonestación: cualquier persona que haya educado a unos niños, o se haya interesado por el bien de un amigo, puede entender que es posible –casi diría que es forzoso- amar a quien se corrige, y que querer a alguien no es lo mismo que aceptar como bueno todo lo que esa persona haga. No, no se puede acusar a monseñor Reig de odio a los homosexuales, como no se le puede acusar de odio a los casados, a los empresarios, a los trabajadores o a los sacerdotes. El obispo se refiere a comportamientos, no hace ninguna mención a las personas. Odia el pecado y ama al pecador: nada nuevo.



miércoles, 4 de abril de 2012

NO ME ARREPIENTO DE NADA



Las FARC han estado de nuevo de actualidad por la liberación de los policías y militares que mantenía retenidos. Hace un año el que saltaba a la actualidad era José Luis Álvarez Santacristina, “Txelis”, antiguo jefe de ETA, que tras haber pasado 19 años en prisión, y después de haber renegado de su pasado, de haber perdido perdón a las víctimas y haberlas “indemnizado” según sus posibilidades, era fotografiado cuando se acercaba a comulgar.

Estamos tan acostumbrados a vernos comparados con los animales –especialmente ahora que cada día salen a relucir las semejanzas de nuestro genoma con el de alguna especie cercana- que se nos pasa por alto que lo único que diferencia a las personas de los animales es que las personas no somos animales: no tenemos un repertorio de instintos que nos permitan responder automáticamente a la situación en que nos encontramos. Nosotros no tenemos las respuestas “hechas”, tenemos que inventárnoslas cada vez, tenemos que deliberar, siquiera sea por un instante, y decidir qué vamos a hacer. Es decir, tenemos que decidir en qué situación queremos estar luego, más tarde, una hora después o dentro de un año.

Eso es la libertad. No consiste tanto en la facultad de escoger nuestro comportamiento como en la facultad de escoger quién voy a ser yo mañana. Pero muchas veces pasa que lo que pretendemos conseguir mañana no es más que un espejismo, una ilusión, y cuando lo alcanzamos, cuando deberíamos sentir la satisfacción del objetivo cumplido, lo nos sentimos es engañados por un señuelo. O bien, que lo que nos parecía valioso ayer hoy ya no nos lo parece tanto. No sé cuál es el caso de Txelis y de las FARC, pero sí sé que me ha hecho pensar en una frase que escuchamos con creciente frecuencia y en numerosos ámbitos: “no me arrepiento de nada”. Parece ser que el arrepentimiento no goza de buena fama, que se considera indicio de debilidad, cuando no de masoquismo; algo, en fin, que debemos alejar cuanto antes de nosotros si queremos alcanzar una vida noble, fuerte y segura de sí misma.

Sin embargo, yo dudo de que podamos alcanzar una vida simplemente humana si no conocemos el arrepentimiento, si nos encontramos permanentemente amarrados a nuestro pasado, porque me da la impresión de que no está cercano el día en que todas nuestras decisiones sean acertadas. Y, al contrario de lo que parece creerse, dar carpetazo a la dirección que habíamos dado a nuestra vida, olvidar el pasado y lanzarnos hacia un futuro nuevo rompiendo con lo que hemos sido hasta ese momento tiene muy poco que ver con la debilidad o el miedo: hace falta valor para romper con el pasado, porque no es fácil admitir que lo que hicimos de nosotros no es algo valioso que merezca la pena conservar.

Pero el que es capaz de dar ese paso recibe una nueva oportunidad de cotizarse al alza, de revalorizarse. El que se arrepiente se vuelve sobre sus pasos para rehacerse, para borrar lo malo y apegarse a lo bueno descubierto. Asume su pasado para superarlo, y, como lo asume, no ofrece excusas ni se disculpa: pide perdón. Pero el perdón es justamente lo que no se merece, lo que no se puede exigir, un regalo inmerecido, una gracia, un don sobreabundante, un (su)per-don. No se puede exigir, pero siempre puede esperarse. Siempre. Estos días recordamos, después de tanto tiempo, al ladrón que literalmente en el último momento dio un volantazo decisivo a su vida y recibió el regalo sobreabundante: -"Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino". -"Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".





viernes, 16 de marzo de 2012

NO MATES A NADIE



José María Gironella, nacido en una familia humilde el último día de 1917, llegaría, después de desempeñar diferentes oficios, a ocupar un lugar destacado entre los escritores españoles del siglo XX. Pero en enero de 1937 no es más que un muchacho de diecinueve años recién cumplidos con proyectos vagos que asiste al trepidar de la guerra a su alrededor y siente que su vida corre peligro. Toma entonces una grave decisión: abandonar el hogar familiar. Una noche, a escondidas, sale de la ciudad de Gerona y se dirige, evitando lugares poblados y caminos francos, a los Pirineos. Su padre lo acompaña durante las primeras horas, pero al acercarse el día ha de regresar a la casa familiar. Se abrazan emocionados en silencio, y se separan. José María se interna en los montes y en la soledad, en la incertidumbre y la nostalgia, en la esperanza y el temor. De pronto, descubre un papel doblado en un bolsillo de su pantalón. Al sacarlo reconoce la letra de su padre, que lo colocó ahí sin que él se diera cuenta. Y lee: “Ten mucho cuidado, hijo mío. No mates a nadie. Tu padre, Joaquín”.

Todavía después de setenta y cinco años, este mensaje sorprende y desconcierta. La sociedad estaba desquiciada, y la violencia –y la muerte- formaban parte del paisaje común, estaban al alcance de cualquiera que se sintiera afrentado o amenazado. Se diría que el primer consejo de un padre en esas circunstancias debería ser: “Ten mucho cuidado, hijo mío, que no te maten; salva tu vida a cualquier precio. Y regresa sano y salvo a casa.” Pero a Joaquín le pareció más importante evitar que su hijo matase a nadie, porque conocía el valor de la vida, y sabía que matar deliberadamente era abdicar de algo profundamente humano que está en el mismo origen de cada uno de nosotros. Parece ser que Joaquín quería evitar que su hijo regresara con el alma muerta y el corazón convertido en piedra.

La vida humana, ese “máximo valor” que se nos olvida de tanto manosearlo. Hay que recordarlo de vez en cuando. De todo lo que existe en el universo, la vida humana es lo único que no está “escrito” ya, lo único que puede llegar a ser completamente diferente de lo que conocemos, impredecible siempre, imprevisible, capaz de sorprendernos siempre con una pirueta para dar de sí algo distinto, siempre más rico, siempre más valioso. ¿Quién puede decir cómo será nadie mañana? El futuro está abierto e indeterminado ante nosotros. Un abanico de posibilidades en cada vida humana, un abanico de futuros por decidir. La mayor potencialidad conocida, la mayor abertura hacia adelante. Nada está ya completamente decidido, siempre queda el resquicio para la novedad, para el salto a otro orden. Nuestro mayor regalo, nuestro mejor momento.

Pero todo eso puede pasar desapercibido a los ojos inatentos. A un matrimonio con dos hijos le han dado en acogida a un niño pequeño, sin visión en un ojo y con parálisis de medio cuerpo. Unos meses más tarde, la profesora de su hermana adoptiva plantea en clase la hipótesis de un embarazo con malformación del niño, y pregunta: “¿Qué se podría hacer? ¿qué haríais vosotros?”. La niña responde: “Sería como mi hermano”. Silencio. Luego, preguntan. Aprenden toda la riqueza que el amor descubre en ese niño.

El amor, ésa es la cuestión. Nunca se habla de eso, pero está en nuestro mismo origen: cada uno de nosotros es confiado, desde el mismo comienzo de la vida, al amor de otras personas. Ahí está lo propiamente humano. El amor nos recibe y nos sostiene, y es la única actitud adecuada para acercarnos a los demás. No se trata de saber si es humano el otro –el feto, el incapacitado, el enfermo-, sino si somos humanos nosotros, si conservamos la capacidad de dar amor. Se divulgan muchas indicaciones sobre la mejor forma de atender al necesitado. Sobran todas. Lo único que hace falta es quererlo, tratarlo con cariño, con calidez, con cercanía; la vieja “regla de oro”: trátalo como quisieras ser tratado tú. Porque es lo único que encontramos verdaderamente valioso en nuestras vidas: el amor de los demás. El amor germina en nosotros y nos hace crecer, es nuestra razón de ser. Ante una vida sin amor decimos "esto no es vida". Es verdad: la vida sin amor no es más que biología.

El Día Internacional de la Vida no es un día para la oposición, para la negación, para manifestarse “contra” nada; es un día para manifestarse “a favor”, es la fiesta de la alegría, el agradecimiento por el mejor regalo. Y es el compromiso por cuidarla, porque los regalos no se desprecian ni se maltratan: se cuidan, se conservan y se miman.

martes, 21 de febrero de 2012

EL AUGE DEL PRIMITIVISMO

  

Nos cuesta apreciar lo que tenemos, ya lo sabíamos. Pero o aprendemos a valorarlo, o acabaremos por perderlo. Es el caso del nivel desde el que ahora vivimos, que no es fruto espontáneo de la naturaleza, sino la consecuencia del trabajo y el tesón de los que nos precedieron. Nosotros tenemos la responsabilidad de, por lo menos, conservarlo sin deterioro. Todo eso que tan frecuentemente oímos acerca de la “conservación del medio ambiente” y de “¿qué planeta vamos a dejar a nuestros hijos?” debemos aplicarlo con más afán aún, porque es infinitamente más precario y frágil, al medio ambiente científico y técnico, que nos ha traído desde Altamira hasta aquí: un viaje tan trabajoso que dudo yo de que ni siquiera los más sinceros ecólatras estén dispuestos a sacar billete de vuelta.

No tengamos tanta prisa en exaltar la vida natural antes de pensar despacio lo que vamos a decir, porque alguien podría preguntarnos qué significa eso de la vida natural: ¿estamos dispuestos a irnos a vivir a una cueva y a cubrirnos con pieles? Durante unos años se ha extendido la creencia de que la práctica de las vacunaciones atenta gravemente contra la vida natural, que, nos dicen, tienen sus propios recursos para salir adelante. Lo malo es que no se ve muy bien qué razones podría tener "la naturaleza" para preferir favorecerme a mí en vez de al virus del SIDA, pongo por caso. O del sarampión, que es ahora de máxima actualidad. Cuando las primeras familias de inconformistas decidieron desengancharse de los programas de vacunación pudieron mirar alrededor con una sonrisa de suficiencia: no se habían vacunado y, sin embargo, no enfermaban, exactamente lo que vaticinaba su doctrina de la "defensa natural”.

Estaban engañados, pero eran incapaces de aceptar los razonamientos de la medicina tradicional. Y la explicación era muy sencilla: estaban, efectivamente, protegidos contra esas enfermedades, pero no por una "defensa natural", sino por un cordón sanitario formado por toda la población restante que sí estaba vacunada y que actuaban como cortafuegos que impedía a los agentes infecciosos llegar hasta él. Hasta él, que tan alegremente había renunciado a mirar el riesgo que corría.

Era un espejismo, pero un espejismo que reclutaba partidarios nuevos cada día. Y nadie escuchó a los expertos. "Los médicos no saben Medicina", era la conclusión. Es verdad: hay muchas sombras en la Medicina, muchas preguntas aún sin respuesta, y muchas incertidumbres que probablemente nunca llegarán a ser certezas. Pero aun con todo eso, los médicos siguen siendo los que más Medicina saben, y es una temeridad despreciar las enseñanzas de 2500 años de historia para volver a los chamanes y a la doctrina de los cuatro humores, porque ése es exactamente el billete que nos devuelve a Altamira. Ahora, cuando se han multiplicado los "huecos" de ese cortafuegos defensivo y la enfermedad ha llegado hasta nosotros, nos echamos las manos la cabeza. ¿Por qué no pensamos las cosas antes? Reconstruir ahora ese cortafuegos es, desde luego, más laborioso, más caro y más lento que echarlo abajo despreocupada e irresponsablemente.

El caso de las vacunas es un buen ejemplo, pero no es el único. Acabamos de conocer la triste noticia de la muerte de Caroline Lovell, conocida por su encendida defensa de los partos a domicilio: ha muerto tras dar a luz a su hija Zahra en su casa de Melbourne. No se puede evitar sentir rabia mezclada con una honda tristeza por esa mujer a la que una idea romántica del parto ha podido costarle la vida. Y sobrecogidos aún por esta dramática noticia, nos llega un estudio que publica American Medical News en el que comparan esta práctica con la del parto hospitalizado a partir de la experiencia en los EE.UU. Es verdad que el parto en casa no es ya lo que ha sido durante milenios, y la atención sanitaria en esos momentos puede en muchos aspectos trasladarse hasta el hogar de la mujer, haciendo de esos momentos un acontecimiento más cercano, cálido y acogedor. Pero claro está que no es equivalente a dar a luz en un entorno hospitalario, y las mujeres que pueden acudir al hospital parten ya con ventaja. Por eso se selecciona cuidadosamente a las madres que serán asistidas en su casa: las mujeres que tienen embarazos tórpidos o complicados y las que tienen hogares problemáticos son derivadas siempre a los hospitales; sólo las madres con todos los datos a favor son asistidas a domicilio. Bueno, pues a pesar de esa selección, el índice de recién nacidos muertos en los primeros días de vida es el doble entre los nacidos en casa que entre los nacidos en el hospital. Es verdad que es un índice muy bajo: dos de cada mil frente a uno de cada mil. Pero es el doble. Es decir: la mitad de ellos se habría salvado si el parto hubiera tenido lugar en el hospital

Son dos noticias que deberían hacernos pensar. A la hora de rechazar lo que hemos conseguido al cabo de los siglos tenemos que saber bien a qué renunciamos y qué es lo que hemos preferido. Recorrer un camino alegremente no significa que ése sea el camino más adecuado. Especialmente si va a convertirnos en nuestros antepasados.

jueves, 2 de febrero de 2012

EMPUJANDO CONTRA LA VALLA




En algún lugar cuenta Saint-Exupéry que, siendo director del campo de aviación de Cabo Juby, tenía una granja en la que criaba gacelas, como era costumbre en el lugar. Las capturaban apenas nacían, y las encerraban en recintos al aire libre. No conocían la libertad, toda su vida la pasaban cautivas del hombre, que podía acercarse a ellas sin peligro, acariciarlas y darles de comer en la mano. Uno creería que estaban definitivamente domesticadas, pero un buen día se las encontraban presionando con sus cuernecitos contra la valla, empujando en dirección al desierto. Si entonces se acercaban a ellas para acariciarlas o darles de comer, regresaban a su rutina, pero apenas se las dejaba solas de nuevo, volvían a empujar, silenciosa y tenazmente, contra la valla. La conclusión que sacaba Saint-Exupéry era sencilla de puro evidente: las gacelas tenían nostalgia. No conocían la vida libre, pero en su interior bullía el anhelo por las largas carreras, por las distancias sin parapetos, por los saltos imprevistos, por los peligros de leones y chacales: el anhelo por la verdad de las gacelas.

Me venía esta historia a la cabeza al leer que el filósofo británico Alain de Botton propone construir un “templo del ateísmo” dedicado, según sus palabras, a “cualquier cosa positiva y buena, como el amor y la amistad”. Es su manera de ofrecer un antídoto al “viejo, agresivo y destructivo ateísmo” de Richard Dawkins y Christopher Hitchens, una forma de celebrar la bondad y la belleza. La idea no es nueva. Como ha señalado Luis Alfonso Gámez, hay ya asociaciones humanistas que tienen sedes en las que celebran matrimonios y funerales según el “rito ateo”.

No es casual que sean precisamente el amor y la amistad, los matrimonios y los funerales, las ceremonias que se celebran en estos templos del ateísmo, porque son los momentos en que sentimos con mayor evidencia nuestra menesterosidad. En el amor esa menesterosidad se manifiesta en nuestra orientación hacia el otro, en la necesidad que nos lleva a buscar nuestra plenitud en el otro, nuestra felicidad en la felicidad del otro. La condición amorosa es una rendija por la que se introduce en nuestra vida la trascendencia, que nos proyecta más allá de nosotros mismos.

La otra rendija la encontramos en el duelo: la desaparición de la persona amada nos enfrenta a nuestra propia insuficiencia, porque tenemos necesidad de ella para ser verdaderamente quienes somos; el duelo es la negativa a aceptar su desaparición definitiva, su aniquilación, porque esa aniquilación es inconciliable con mi felicidad y con mi propia vida: la trascendencia aparece aquí como la imposibilidad de existir en soledad.

Los planteamientos del ateísmo “viejo, agresivo y destructivo” no conducen más que al regusto amargo de la propia insuficiencia. Este otro ateísmo que nos presenta Alain de Botton, que se toma a sí mismo en serio y se plantea cuestiones últimas de la vida humana, forzosamente tenía que desembocar en una apertura a la trascendencia. En los otros momentos de nuestra vida es fácil vivir “entretenido” y ajeno a ella. Pero en el amor y en el duelo la palpamos de tal manera que no nos vale ya con el viejo entretenimiento y necesitamos algo más –más grande y más profundo-, necesitamos abrirnos a un “más allá de nosotros” que nos pone en la pista de la verdad del hombre, que nos aparta de nuestra rutina y nos acerca a la valla para empujar hasta derribarla.