jueves, 19 de julio de 2012

SER O NO SER, ÉSTA ES LA CUESTIÓN

El reciente documento de la Conferencia Episcopal sobre el amor humano ha sido recibido por algún medio de comunicación con el titular “Los obispos arremeten contra la ideología de género”. Me parece buena ocasión para tratar el asunto con cierto detenimiento.

Es un dato de la experiencia universal que el ser humano percibe su corporalidad como una parte constitutiva de su ser. La persona forma una unidad indisociable con su cuerpo, no tanto porque mi cuerpo y yo somos uno, como a veces se oye decir, sino porque yo soy corpóreo.

Pero el cuerpo humano existe necesariamente como masculino o femenino, y por eso, cada persona es –y lo es en cada una de sus células- masculina o femenina, varón o mujer. No hay otra posibilidad. Y lo es siempre, en todas las facetas y aspectos de la vida: este carácter sexuado es algo que afecta al núcleo más íntimo de la persona. Varón y mujer son dos formas polares de ser persona, como ser mano derecha y ser mano izquierda son dos formas polares de ser mano: diferentes uno y otra, irreducibles uno a otra, pero igualmente personas uno y otra.

La diferencia sexual expresa su recíproca complementariedad, pues se relacionan consigo mismos, con el mundo y con las otras personas respectivamente de manera distinta. Y se refiere también a la forma de sentir, expresar y vivir el amor humano, en el cual concurren inseparablemente con sus cuerpos.

El amor establece entre el hombre y la mujer una alianza que no es simple relación de convivencia, sino que afecta al mismo núcleo de la masculinidad y la feminidad y se refleja en todos niveles de su recíproca complementariedad: el cuerpo, el carácter, el corazón, la inteligencia, la sensibilidad, la voluntad… Una alianza de tal riqueza y densidad que requiere, por parte de los contrayentes, la decisión de compartir lo que tienen y lo que son, una alianza que exige abrirse y entregarse plenamente.

Es un horizonte luminoso y exigente a la vez. Un proyecto de amor que se renueva cada día y se hace más profundo y más fuerte compartiendo alegrías y dificultades, y que se caracteriza por una entrega de toda la persona. Aquí surge la exigencia de fidelidad: por el matrimonio cada uno de los esposos ha pasado a formar parte del otro, y por eso se “deben” el uno al otro. Y, siendo el amor conyugal una donación plena de sí mismo al otro, el matrimonio exige de raíz que esa donación sea en exclusiva y para siempre: “me entrego a ti, pero también me entrego a otros”, o “me entrego a ti de momento, pero mañana ya veremos” son frases que expresan exactamente lo contrario de una donación total.

Hasta aquí todo trascurre en el ámbito de la privacidad. Pero surge ahora otra dimensión del amor de los esposos. Al tratarse de un amor que rechaza cualquier forma de reserva, la expresión de ese amor, abierto a la sexualidad, se encuentra naturalmente orientada a la procreación. No es una casualidad que la expresión física de ese amor conduzca de modo natural a los mismos gestos que llevan a la procreación.

Pero esa procreación implica la crianza y educación de la prole, y eso exige continuidad, colaboración, estabilidad; pero también, muchas veces, sacrificio y renuncia de sus miembros. Porque vivir con rectitud el matrimonio cuesta, es difícil. Pero tiene un profundo interés social. Y por eso el Estado, que no se inmiscuye en la vida afectiva de los ciudadanos, que no le interesa quién quiere a quién ni quién se acuesta con quién -¡no faltaba más!-, pero que tiene un interés claro y decidido en el nacimiento y educación de nuevas generaciones, por eso -y sólo por eso- se hace presente en el momento de la formalización del matrimonio, recibe el compromiso de los contrayentes de constituirse como tales –con la aceptación de las mutuas obligaciones y de las que adquieren de cara a esos hijos y, por tanto, de cara a la sociedad - y, en justa reciprocidad, se obliga ante ese matrimonio, teniendo con él una consideración especial, que se traduce en el Derecho de Familia. Son las contraprestaciones a la insustituible función social del matrimonio, la forma que tiene el Estado de asegurarse de que la sociedad tendrá continuidad.

Por eso cuesta entender que el Estado, ahora, agravie al matrimonio aplicando ese mismo Derecho de Familia a quien no contribuye al futuro de la sociedad de la misma forma que lo hace un matrimonio, porque el Estado, insisto, no se interesa en las relaciones amorosas de sus miembros –una intromisión gravísima en la vida privada de los ciudadanos que hasta hace poco se habría considerado inaceptable- sino sólo en proteger el motor del recambio generacional. Invirtiendo la razón y actuando contra sus intereses, el Estado es ahora el primero en desproteger el matrimonio, convirtiéndolo, con la ley de divorcio-express, en uno de los contratos que menos obligaciones comporta y cuya rescisión es más sencilla. O usurpando sus funciones, adjudicándose una responsabilidad en la formación moral de los ciudadanos que no le corresponde.

Una situación, en fin, en la que el Derecho promueve la mayor de las injusticias: tratar a una realidad como si fuese lo que no es.