En su Discurso de Investidura el
presidente Kennedy dejó una frase en la memoria colectiva: “No preguntes qué
puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. No
entendimos que nos lo decía a nosotros, y, como no lo entendimos, llevamos
todos este tiempo sufriendo las consecuencias de dejarlo todo en manos del
Estado. De ese “Estado del Bienestar”, “Estado asistencial” en el que -tal y
como lo venimos entendiendo- el ciudadano se desentiende de sus intereses y
necesidades, y lo fía todo a esa entidad abstracta y lejana a la que hace
responsable de su bienestar. Es más cómodo, desde luego. Y más irresponsable,
porque significa que cuando el Estado toca fondo -y lo toca a menudo, ya que todos
los costes van a parar a su bolsillo- o cuando cambia la persona, o la
voluntad, o los intereses, del César, el primer perjudicado es ese ciudadano
que le había confiado su bienestar. ¿Estamos sin remisión a merced del César?
Algo habrá que hacer si queremos que
cambien las cosas, porque si todo lo fiamos a un cambio en el Gobierno vamos a
estar siempre en las mismas. La respuesta es volver a Kennedy y preguntarnos si
no podemos hacer algo por nosotros mismos, algo que pueda sobrevivir a los
cambios en las instituciones del Estado: ponernos en marcha -la sociedad civil-
para asumir nuestros propios intereses, y defenderlos. ¿Por qué iba a tener el
Estado más interés que yo en que mis necesidades sean cubiertas? ¿Por qué no
ocuparnos de lo que nos afecta -a nosotros o a nuestra familia, amigos,
vecinos, colegas,…- y está en nuestras manos? El Estado debería ser la
instancia subsidiaria que cubriera aquellas áreas a las que no llegue la
sociedad civil. Con dos ventajas evidentes: evitaríamos bancarrotas públicas
como la que tenemos ahora, y no quedaríamos al capricho y conveniencia del
gobernante de turno.
Todo esto, que es aplicable a
infinidad de situaciones de la vida social, lo escribo pensando en la
comprometida situación en la que quedan en España los miles de dependientes y
enfermos crónicos y terminales, para cuyo alivio físico o emocional lo único
que les ofrece la asistencia de nuestro “Estado asistencial”, es una salida
rápida y silenciosa por la puerta de atrás. No es una decisión de la sociedad,
que no ha sido consultada, ni de las personas con conocimiento especifico de la
materia, que, aunque se han pronunciado frecuente y unánimemente, no ha sido
escuchadas. El César, simplemente, no quiere escuchar voces contradictorias.
Pero eso no debería ser un problema: esas voces que no son escuchadas son
muchas y tienen manos. Y de ellas depende que se note.
La historia la cuenta Rafael Mota
Vargas, médico internista del Complejo Hospitalario Universitario de Badajoz y
Presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos:
José Antonio tenía 45 años. Hombre joven,
soltero, fuerte, de campo. Sin estudios pero con esa sabiduría natural que te
da la vida. Vivía en una casita humilde en medio de la dehesa extremeña con su
madre Felipa, viuda, 80 años, mujer menuda pero activa y recia.
José Antonio se dedicaba a criar pollos,
gallinas y ganado en general. Aquel día maldito, sin saber cómo, cayó
súbitamente y tuvo un dolor en la pierna izquierda «como nunca antes había
tenido». En el hospital, tras estudio extenso, la noticia: «Fractura patológica
de fémur. Cáncer diseminado. Menos de 3 meses de vida. No hay nada más que
hacer. Traslado a Cuidados Paliativos». Tras dos meses de ingreso (intervención
quirúrgica, control del dolor, soporte emocional, apoyo a su madre y todo lo
que suele hacer un equipo de cuidados paliativos) llega la pregunta: «Doctor,
quiero irme a mi casa, aquí en el hospital me muero». El equipo de paliativos:
«¿Y ahora qué?». José Antonio y Felipa, sin más familia, solo se tenían el uno
al otro y, encima, vivían en medio del campo a 10 km del consultorio más
cercano y a 45 minutos del hospital. Felipa lloraba por las esquinas; «Si ella
necesita que la cuiden», decía la enfermera.
Una tarde de hospital, al visitar a José
Antonio, se enciende la chispa. Su habitación estaba llena de amigos. Los
juntamos a todos y planteamos «José Antonio se quiere ir a casa pero Felipa no
puede cuidarlo sola». Y ahí, de súbito, como cuando apareció la enfermedad, se
organizaron: uno se encargó de las medicinas, otro ayudaba a Felipa en la
cocina, el de más allá se hizo cargo de los animales, otro se quedaba por las
noches, unos cuantos lo sacaban de paseo y hasta lo llevaban de pesca al
pantano, su afición favorita. «iPor fin en casa doctor!, ¡esto sí que es
vida!», decía… «Mire el cielo, respire el aire, cómo huelen las flores
¿verdad?, aquí soy tremendamente feliz»… Nueve meses en casa, en la dehesa
extremeña, feliz a su manera… Y fue posible gracias a sus amigos: la fuerza de
la comunidad.
En los últimos años se han producido
importantes cambios demográficos en todo el mundo (envejecimiento de la
población, desarrollo tecnológico, cambios en el papel del paciente, cambios
económicos y sociales,...) que obligan a replantear el enfoque y la organización de
los servicios sanitarios. La incidencia y prevalencia de las enfermedades
crónicas está en aumento y presumiblemente será mucho mayor en los próximos
años. Entre un 1 y un 1,5 % de la población padece enfermedades crónicas
complejas en fase avanzada con altas necesidades de cuidados, y tres de cada
cuatro muertes se producen por la progresión de problemas crónicos de salud. El
envejecimiento, la dependencia y la soledad van de la mano. Todo esto lleva a
la incapacidad de los sistemas sanitarios y sociales actuales para proporcionar
la atención que se espera de ellos. Su propia sostenibilidad está en peligro, y
es cada vez más necesario apostar por la sociedad civil.
No digo que sea fácil. Sólo que es urgente.
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