sábado, 28 de septiembre de 2013

SALIMOS PERDIENDO



Pasamos unos días de descanso en un pequeño pueblo del interior. Apenas unos centenares de casas apretadas bajo el sol. Al caer la tarde acaba el encierro preventivo al que obligan las altas temperaturas, y salimos a dar nuestro paseo.  Nos acercamos a un escaparate: lienzos de diferentes tamaños y estilos, fotografías de época, acuarelas, pasteles, óleos,…marcos sencillos, apenas unas regletas para confinar la belleza, y marcos reduplicados, tallados, artísticos, en los que parece que el contenido es el pretexto para exhibir la propia belleza del  marco. Todo, presentado con esmero, casi con mimo, porque la excelencia hay que resaltarla sobre el fondo. Se cuida el detalle, se nota el cariño con que tratan aquí a la obra de arte. 

Los seres humanos somos así: necesitamos señalar con detalles de especial cuidado lo que nos parece importante, lo que destaca sobre el resto: es una forma de marcar diferencias, de mostrar nuestro aprecio al valor que encierran. Si en ese establecimiento apareciese un rótulo en el que se leyese “fábrica de cuadros” parecería que el objeto quedaba degradado, que quedaba descartado como arte, reducido a mercancía: sería la confesión de que habríamos perdido la facultad de reconocer su valor original, lo que lo hace irrepetible y nos enriquece. Fabricar es igualar por abajo; es producción en serie, homogeneidad difusa, multitud indiferente: nada hay especial, desaparece lo excelente, lo que destaca, lo valioso; ¿quién se atreverá a decir que Velázquez, que Caravaggio, que Goya, fabricaban cuadros?  

Por eso, cuando he leído que Carl Djerassi, el creador de la píldora anticonceptiva, contempla un futuro en el que la generación humana habrá quedado completamente desvinculada de la sexualidad -sexo estéril por un lado, fecundación in vitro por otro- he sentido un escalofrío, una impresión de empobrecimiento radical. Que ha dejado paso pronto a una profunda compasión.

         Compasión, en primer lugar, hacia el propio Djerassi,  que se declara así insensible para reconocer en el origen de la persona otros elementos que no sean el hecho puramente zoológico del placer y el estrictamente celular de la fecundación. En el camino se ha perdido el único elemento que introducía la dimensión personal: el momento de intimidad y de entrega de dos personas que se aman con un amor que va más allá de sí mismo y que es capaz de dar de sí nada menos que a una persona nueva, distinta, irreductible a ellas: una innovación radical, un amor creador. Por eso, si se piensa bien, sus palabras suenan a cadena de montaje, a un proceso  mecánico, sin “alma”. Y por eso puede desensamblar sus componentes y considerarlos por separado. 

Pero compasión también hacia esa improbable sociedad en la que la continuidad de las generaciones tuviese lugar así. Se me dirá que da igual, que eso ya ocurre ahora y que es poco importante, que la nueva realidad personal acabará surgiendo de todas formas. Sí, es verdad que eso ya ocurre ahora. Pero es la excepción, el suceso raro. Convertir la excepción en norma cambia el amor originante por un proceso técnico, artificial, “fabril”, que no cuadra bien con el nivel de excelencia que corresponde a la persona humana. Un acto medido en todos sus puntos para alcanzar el fin que se persigue: nada queda al azar, el resultado asegurado, la exactitud a salvo de imprevistos, el dominio absoluto del hombre sobre…¡el hombre!

Y es verdad también que la realidad personal acabará surgiendo, de todas formas, de ese proceso. Pero en su origen se habrá introducido algo que es "menos digno" de él que la intimidad de aquel amor entregado. ¿Y eso es muy grave? No, no es muy grave. Hasta que imagino que podríamos estar hablando de mí, o de un hijo mío. Y entonces lo comparo con el cuidado amoroso que recibía la excelencia en un taller olvidado de un pueblucho olvidado.

         Salimos perdiendo


miércoles, 11 de septiembre de 2013

HAGAN JUEGO, SEÑORES


 Cuando una bella y distinguida hipótesis es asesinada por una fea y vulgar realidad hay que prescindir de la realidad, eso lo sabe todo el mundo. Y eso es lo que debieron pensar los legisladores de Iowa, que han decidido conceder a los ciegos licencia de armas de fuego argumentando que cercenar los derechos de una persona simplemente por ser ciega es discriminatorio y ellos no están por la labor. Bien se comprende que tienen toda la razón. ¿No es pan suyo de cada día que algún chiflado se líe a tiros y cercene el derecho a vivir de los alumnos de cualquier instituto? Y se trata de personas que disfrutan de toda su capacidad visual. Cualquier disparate que se nos ocurra –habrán pensado – sólo puede significar una mejora. 

Cualquier persona en su sano juicio puede comprender que andarse ahora con tiquismiquis y privar a un pobre ciego de disfrutar de su arma de fuego por un quítame allá esas pajas es cosa frívola que no debe entretener el buen hacer de unos legisladores serios. ¿No habíamos quedado en que todos los hombres son iguales? Pues ya está. Yo creo que ya he visto algo parecido en alguna película disparatada, pero ahora mismo no recuerdo en cuál . No importa, no tenemos más que pasarnos por Iowa para sentir que asistimos al rodaje de un disparate semejante: la realidad imita al arte. 

Lo que no se entiende muy bien es por qué se impide conducir un automóvil a quien está en las puertas del coma etílico, cuya posibilidad de salir ileso son aproximadamente las mismas que las que tiene un mirón inocente de regresar sano y salvo a casa si anda en las proximidades de ese pistolero ciego.  

Se pone de manifiesto que no hay más que dos clases de legisladores: los que tienen en cuenta la realidad y los que no; los que consideran que la realidad es lo más respetable del mundo y conviene conocerla y contar con ella, y los que prefieren vivir en un mundo ficticio, en el que la realidad se pliega sus deseos. Era cuestión de tiempo que saltara a los periódicos una noticia así, que nadie venga ahora echándose las manos a la cabeza. Estamos en éstas desde el día en que se recordó que todos los hombres son iguales pero dejó de recordarse bajo qué punto de vista son iguales. 

¿Quién ha dicho que los políticos no están en contacto con la realidad? Lo que hacen es corregirla. Mejorándola, sin duda. Hace mucho tiempo ya –cuando entonces- se decía que la justicia consistía en ajustarse a la realidad, en ceñirse a ella. Vivir con los ojos abiertos y poner en marcha el sentido común, eso era todo lo que se necesitaba. Así era muy fácil reglamentar la convivencia, cualquiera podía hacerlo. Hoy, en cambio, ni vivir con los ojos abiertos ni usar el sentido común tienen buena prensa: la realidad ha dejado de ser interesante y preferimos sustituirla por otra cosa menos resistente, menos áspera. Qué duda cabe que, de este modo, la cosa de la gobernación se complica, pero también se vuelve mucho más emocionante, dónde va a parar: la gracia está en la aventura,  lo inesperado, el riesgo que salta detrás de una mata y nos pilla por sorpresa. Un ciego con una pistola es una ruleta rusa corriendo por las calles, es verdad. Pero es una ruleta, al fin y al cabo.  

Hagan juego, señores.

martes, 10 de septiembre de 2013

ERA CUESTIÓN DE TIEMPO


Los legisladores del estado de Iowa acaban de reconocer a los ciegos el derecho a tener armas de fuego con el argumento es que no se pueden limitar los derechos de nadie por el simple hecho de ser ciego. Es el rechazo de la evidencia a favor de una idea, la dura realidad cede el paso a una dulce abstracción. Me ha venido a la cabeza Unamuno, que se lamentaba de que habíamos sustituido al “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere- el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre al que se ve y a quien se oye”, por una abstracción que “no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no-hombre”.

Cuando, en los nacientes Estados Unidos de 1776, hablaban de unos “derechos inalienables” dados al hombre por su Creador, no pensaban, en principio, en los habitantes de las trece colonias de finales del siglo XVIII, sino en todos los hombres. Igual que los revolucionarios franceses de 1789, que, cuando proclamaron los derechos del hombre y del ciudadano, se referían a cualquier hombre y a cualquier ciudadano. Y lo mismo que hizo la ONU en 1947, y todas las declaraciones que han venido después: no se referían a los hombres de un lugar determinado, o de un período de tiempo concreto, sino a “todos los hombres” en general, es decir, a “no-hombres”, como diría Unamuno.

Y, sin embargo, ninguna de estas declaraciones tuvo lugar en el vacío, todas han sido “históricas”, ligadas a unas circunstancias concretas –so pena de quedarse en documento puramente utópico-, y la mayoría de los derechos que hoy enumeramos no tendrían sentido en otros tiempos -y, desde luego, no serían realizables-, porque dependen de un sistema de valores generalmente aceptado, y de un conjunto de posibilidades reales.

Podría ser que la decisión tomada en Iowa estuviese justificada, pero eso es lo que habría que mostrar, no se puede dar por descontado. Y el argumento empleado no acaba de ser convincente: es como decir que no se puede impedir a nadie pilotar aviones de combate simplemente por ser epiléptico, que eso es discriminatorio. Hombre, vamos a ver: la discriminación no la hace la ley, ya está hecha por la naturaleza: la ley lo único que hace es reconocer esa realidad, y actuar conforme a ella. Lo contrario no es más que derecho desiderativo.

El derecho desiderativo toma el deseo como sustituto del derecho. Cuando oímos hablar a alguien de su pretendido derecho a… (lo que sea), lo que se comprueba con frecuencia es que no se trata más que de un deseo ascendido a derecho, un deseo con galones que no son suyos. Esto es así tanto para algo tan aceptado como el pretendido “derecho a tener un hijo” –un hijo es un don, y un don es siempre algo gratuito, inmerecido e inmerecible- como para el “derecho a empadronarse en Montecarlo” o el “derecho a lucir las joyas de la Corona”, que a nadie se le pasa por la cabeza “exigir” –de momento-. No tenemos derecho a todo lo que deseamos. Otra cosa es que no se pueda desear. Se puede, pero eso es otra cosa.

“La abstracción es el terror puesto en marcha”, decía Fichte. Reclamar derechos sin pensar en las circunstancias que lo hagan posible es la más peligrosa de las abstracciones, porque pone una pistola en las manos de quien no ve dónde dispara, o los mandos de un avión de combate en las de alguien que no controla sus movimientos. Pero no es más que la misma pendiente que ya recorrimos entera el día en que se decidió legislar sin atención a la realidad.

No, no tenemos derecho a  cualquier cosa que se nos ocurra, los derechos, como todo, deben mostrar su fundamento. Y el sujeto de derechos sólo es el hombre: todo lo demás (los paisajes, los animales, las obras de arte,…) no son sujeto de derechos, sólo son el objeto de esa carta de deberes humanos que está por proclamar.

viernes, 19 de julio de 2013

SI LA VIERAS CON MIS OJOS...





En su célebre cuento “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos muestra el proceso por el que su personaje aprende a no quedarse en las apariencias y a profundizar para alcanzar las corrientes de fondo donde reside la auténtica consistencia de las cosas. Lo resume el secreto que le confía el zorro: “Sólo se puede ver con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.”

Es algo que tiene que ver con el amor: la mirada del amor ilumina a la persona amada y descubre en ella cualidades y aspectos que pasan desapercibidos a los ojos de los demás. No: aunque los clásicos lo representaban con los ojos vendados, el amor no es ciego, sino todo lo contrario: es una luz poderosa que ilumina los últimos resquicios y permite ver lo que permanecía oculto. No es un engaño, no es una ilusión. El amor muestra la verdad profunda de la realidad con tal evidencia que nos entregamos a él con una confianza que resiste toda argumentación contraria. Lo sabía muy bien Segismundo, para quien la persistencia de su amor por Estrella (“esto”) es prueba única y bastante de una realidad que empieza a parecerle irreal: “Que fue verdad veo yo en que todo se acabó y esto sólo no se acaba”.

Es la misma historia que nos contaba Platón de aquellos hombres que estaban encadenados en una caverna, de espaldas a su boca, y sólo conocían del mundo exterior las sombras que se proyectaban sobre la pared que tenían enfrente. Un día uno de ellos se liberó y contempló la realidad exterior abiertamente, sin disfraz ni camuflaje; cuando volvió a la cueva no pudo mirar ya aquellas sombras de la misma manera: miraba ya “con otros ojos”. Dyango, una autoridad en esta materia, subrayaba la importancia de adoptar el punto de vista enamorado para alcanzar la verdad más profunda: “¡Si la vieras con mis ojos... !”.

A veces pienso que algo parecido ocurre con el relato que nos ofrece la ciencia. Los griegos reconocían que en todas las cosas existía una “sub-stancia” que estaba escondida bajo la apariencia de las cosas y que constituía su verdadero ser. La ciencia de hoy, sin embargo, se ha olvidado todo esto, y se conforma con proponernos una imagen de la realidad que resulta poco imaginativa, algo miope, corta de vista, como de andar por casa. Que sirve, sí, para alcanzar el objetivo inmediato que se propone, pero que cuando la hacemos funcionar en el seno de nuestra vida se demuestra insuficiente y pobre. Pienso, por ejemplo, en las sensaciones que provoca en nosotros la contemplación de un paisaje hermoso, en la emoción que nos produce una melodía, en la ilusión expectante en que nos coloca el amor: ante eso ¿quién puede creer que la música no es más que vibraciones, que la luz no es más que una partícula con una onda asociada, que el amor no es más que química? No, cuando nos tomamos la vida como realmente es, cuando no la disecamos, es imposible que nos conformemos con lo que nos propone la ciencia; sus respuestas no acaban de servirnos, no podemos tomárnoslas definitivamente en serio: nos perderíamos lo mejor.

Yo no soy teólogo, pero me basta vivir la vida como es para sospechar que el Papa ha dicho más de una cosa interesante en su primera encíclica: que toda la realidad es fruto del amor de Dios, y que ese amor puede iluminar nuestra mirada para enriquecerla; que el amor de Dios nos sitúa en otro plano más rico, un plano de mayor plenitud. Toda la carta está escrita en el lenguaje del amor: “la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”, “creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia”, “la salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia”. El Papa nos recuerda la importancia de mirar con ojos enamorados: “transformados por ese amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”; “el cristiano (…) comienza a ver con los ojos de Cristo”.

También para el Papa el amor y la verdad se requieren mutuamente: si, por una parte “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona”, por otra, “sólo en cuanto está fundado en la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común”. Resuenan las palabras de Segismundo.

Y toda la realidad asciende a otro plano: “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a considerar como verdad sólo la verdad tecnológica (...) (la fe) ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad en toda su riqueza inagotable”.

De modo que al final resulta que la verdad profunda de todo es el amor. Valía la pena escribir una encíclica para explicarlo.

jueves, 20 de junio de 2013

HAN VUELTO LOS SOFISTAS





Heráclito el Oscuro aseguraba que bajo la aparente contienda que contemplamos en la realidad reina una armonía que todo lo iguala. Que los extremos se tocan, vaya. Y decía también que todo acaba volviendo, que lo que ha sido volverá a ser, que nada dura para siempre pero nada pasa tampoco para siempre: es el descubridor del día de la marmota. Hoy, cuando los sabios se nos han muerto y no podemos ya subirnos a otros hombros que los de sus cenizas, cobra Heráclito una actualidad insospechada: nos despertamos con la noticia de que los bufetes importantes, y los bufetes menos importantes, y pronto serán todos los bufetes, imparten a sus abogados cursos de oratoria para que puedan salir airosos del trance de convencer a un jurado que es, por definición, lego redondo en materia jurídica. Dicen oratoria, pero es claro que el sentido que le dan es el de retórica: cómo hablar para persuadir. Si en algún momento podemos asistir al eterno retorno, es ahora, cuando nos encontramos en el periódico con la prehistoria del Derecho tal como lo veníamos entendiendo hasta ahora.
 

Veinticinco siglos hace que los atenienses dieron con la democracia. Accedió entonces el ciudadano corriente a la Asamblea, donde se trataban los asuntos públicos, y donde el éxito requería la capacidad de convencer. Pero la educación tradicional de los jóvenes helenos consistía en leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, tocar la cítara o la flauta y hacer deporte; nada más. No se estudiaba el arte de persuadir, que era lo que necesitaban para alcanzar sus fines políticos. ¿Quién podría enseñarles?
 

Los sofistas, claro. Los sofistas, que eran metecos y no podían ejercer en la Asamblea los derechos de los ciudadanos, se ofrecían a enseñar, a cambio de dinero, la “virtud política”, el arte de convencer de una cosa -o de su contraria, llegado el caso- la habilidad para arrastrar al que escuchaba a favorecer la propia causa. Esto, que hacía temblar a Aristóteles, para quien la línea que separa la democracia de la demagogia es mucho menos que tenue, resultaba extremadamente útil en un tiempo en que no existían los abogados ni los jueces, y era el propio acusado el que tenía que sacar adelante su inocencia convenciendo a un grupo de ciudadanos que tenía la misma formación jurídica que él: ninguna.
 

 Tuvimos que esperar hasta la llegada del pueblo romano, violento como muchos pero pragmático como pocos. Roma se empeñó en someter la violencia a reglas y desarrolló su más precioso legado: el Derecho Romano. Tan precioso que seguimos estudiándolo hoy, dos siglos después de que Napoleón le diese la vuelta, y que afirmaba, con palabras de Ulpiano, que “Justicia es dar a cada uno lo suyo”. Esta afirmación, que puede parecer insignificante, no lo es en absoluto: nos dice que la Justicia no consiste en arrastrar a los ignorantes, que cada uno tiene, antes de que nadie se lo dé, algo que es "suyo", y que nosotros nos hacemos justos al reconocerlo e injustos al negarlo.
 

 Eso, ya digo, era antes. Porque hace ya tiempo que nosotros desvinculamos la justicia de la realidad, de modo que esto de ahora es sólo el colofón: la noticia de clases particulares de retórica para abogados nos confirma lo acertado de la intuición de Heráclito: existe una armonía que subyace a la aparente contradicción entra la justicia griega y la romana, una armonía que deja un regusto de venganza de la primera. Pero significa algo más: el desmantelamiento del Derecho Romano, que es uno de los tres pilares de la civilización a cuyo dormitar asistimos. Los otros son la religión cristiana y la filosofía griega: no es posible exagerar la pérdida de convicciones religiosas ni el desprestigio actual de la razón. Seguimos viviendo de las tres como por inercia, aprovechándonos de la herencia que nos han dejado nuestros mayores. Pero ya no conocemos los resortes, los principios intelectuales, morales y religiosos en los que se fundan. Y por eso, cuando se produce un fallo, una insuficiencia en el sistema social que ha nacido de ellos, no somos capaces de repararlo y vamos perdiendo progresivamente las raíces, las vigencias, la coherencia interna. 
 

Lo grave del asunto es que la alternativa que Heráclito nos propone es el eterno retorno, el tiempo que gira en círculos incesantes. Volver a empezar, otra vuelta a la noria: no es otra vuelta lo que desespera: lo que desespera es el día de la marmota, porque significa la imposibilidad de mejorar, el fin mismo de la historia, que se derrumba sola, después de tanta vuelta, como se derrumbaron las murallas de Jericó mareadas por el ejército de Josué. 

Me quedo con Ulpiano.

martes, 4 de junio de 2013

PRESIONES SOBRE BEATRIZ



Beatriz tiene un hijo de 18 meses y otro en camino. Que está embarazada, quiero decir: en camino estamos todos. Tiene, además, una enfermedad crónica, lupus eritematoso, pero eso no ha impedido un nuevo embarazo. En realidad, el lupus ya estaba ahí cuando quedó embarazada de su hijo mayor. No es un impedimento grave. De hecho, la gestación supone cambios en el cuerpo de la madre que alivian los síntomas directos del lupus. Es verdad que, en evoluciones largas, pueden sobrevenir complicaciones que requieran más cuidadosa atención durante el embarazo, pero no parece ser ése el caso de Beatriz, que ha alcanzado la semana 27ª sin graves dificultades. Como, por otra parte, era de esperar, dado que su anterior embarazo es tan reciente que no ha dado tiempo a la aparición de complicaciones por cronicidad. 

Pero algunas voces se han apresurado a advertir sobre el peligro que corre la vida de Beatriz, y todos nos sentimos conmovidos por la situación de esta joven mujer que se expone a una muerte cierta si no desiste de llevar adelante su embarazo. Y Beatriz, la primera. Ella no sabe medicina, ella sólo sabe lo que le dicen: que, si no aborta, morirá. No quiere abortar, pero no quiere morir. No quiere morir, pero no quiere abortar. ¿Cómo escapará de ese nudo? 

Conviene separarnos un poco para tener algo de perspectiva, para poder ver las cosas mejor, y en su totalidad. Lo que contemplamos entonces es lo siguiente: Beatriz ha alcanzado la semana 27ª: su hijo es viable, puede nacer con garantías y comenzar su vida extrauterina. No en otro país, no con otras condiciones sanitarias: es viable allí, en El Salvador, donde está ahora Beatriz. De hecho, su hijo mayor nació tras 26 semanas de gestación: una menos. Por lo tanto, no se trata de ficción o de un deseo: es un dato objetivo. 

Es verdad que hay otro dato objetivo: el niño que crece dentro de ella está enfermo. Y morirá sin remedio. Como yo, como todos. Pero él, quizá antes que todos nosotros. Beatriz siente a su hijo crecer y moverse dentro de ella. No quiere que muera. Morirá, pero Beatriz no quiere que muera. Morirá “superiormente a ella”. ¿Qué haría cualquier madre, cualquiera de nosotros, si supiésemos que alguien a quien queremos morirá en poco tiempo? ¿Aceleraríamos el tránsito? ¿No lo cuidaríamos con mimo y procuraríamos aprovechar el tiempo que quede, bebernos cada minuto? 

El amor consiste en eso –el amor consiste también en eso-: entre matar despedazando –o quemando con solución salina- y cuidar atendiendo a su bienestar y a su dignidad hasta que sobrevenga la muerte, no se plantea la duda. 

Entonces, ¿por qué ha estado Beatriz en esa alternativa? Si el embarazo complicaba su porvenir, el parto era una salida sin riesgos para ninguno de los dos implicados, ¿por qué se ha peleado para que, en vez de eso, consienta en abortar? ¿Alguien creía en serio que un parto bien atendido, o, llegado el caso, una cesárea, suponía para Beatriz más riesgos que los que implica un aborto, especialmente dadas sus condiciones de salud?  ¿Hemos estado hablando, de verdad, de lo que sería mejor para Beatriz? ¿Por qué el grupo de abogados que presentó la solicitud afirmaba que estaba “en riesgo de muerte inminente”? ¿Ignoraban esos abogados que tal riesgo no existía? Porque, en ese caso, no podemos fiarnos de lo que nos digan. ¿O no lo ignoraban, sino que fingieron ignorarlo? Porque, entonces, menos todavía podemos fiarnos de lo que nos digan. 

En esto ha quedado la historia de Beatriz, una historia que ha dado la vuelta al mundo como bandera del movimiento abortista antes de comprobarse que todo era una farsa, un bluf, una falsificación. Pero, también, una historia para recordar. Cervantes llamaba a la historia “testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”. 

Pues eso.

miércoles, 15 de mayo de 2013

LA DECISIÓN DE JOLIE




La decisión de Angelina Jolie de someterse a una mastectomía bilateral profiláctica para disminuir el riesgo de sufrir un cáncer de mama ha puesto de actualidad en todo el mundo la existencia de cáncer de mama hereditario. No es la mama el único órgano que puede presentar este rasgo, pero sí uno de los mejor conocidos y sobre el que empieza a saberse algo con alguna seguridad.
Dado que el cáncer de mama es el cáncer de la mujer más frecuente en España, y dado que, por ese motivo, y por su accesibilidad, hace años que se llevan a cabo en todas las Comunidades programas de detección precoz de la enfermedad, no es raro que todo el mundo conozca a alguien a quien se le ha diagnosticado este cáncer. Lo que incluye a los parientes cercanos, y esto puede ser motivo de preocupación ahora que su posible heredabilidad está en la mente de todos.
Lo primero que hay que decir es que es raro que se pueda hablar de propensión genética a desarrollar cáncer de mama incluso en parientes cercanos de una mujer a la que se le haya diagnosticado uno. A medida que se extienden los programas de diagnóstico, es forzoso que, por azar, aparezcan nuevos casos en el entorno familiar. Además, algunos cánceres que sí se presentarán con agrupación familiar serán debidos a que las familias comparten a menudo modos de vida o factores ambientales que aumentan el riesgo, sin que podamos señalar a los genes como los factores predisponentes.
La aparición de un cáncer es un camino de muchas etapas, que se van plasmando en sucesivas alteraciones en los genes. Pero se han identificado algunos genes que pueden heredarse ya alterados, y eso supone que, en ese camino hacia el cáncer, algunas personas nacen con cierto tramo ya recorrido. No significa eso que vayan a desarrollar el cáncer indefectiblemente, pero sí que aumenta la probabilidad de hacerlo, de recorrer el camino hasta el final.  Son esos genes los que nos interesan cuando hablamos del cáncer de mama hereditario. Y son pocos, pero hay dos muy importantes, porque están presentes en alrededor del 80% de los casos hereditarios: se trata de los genes BRCA1 y BRCA2, cuya misión, en su forma “sana”, es reparar las alteraciones del ADN, alteraciones que tienen, como una posible consecuencia, la aparición de un cáncer. Por eso es más probable desarrollar cáncer cuando se tienen esos genes defectuosos.
Pero precisamente porque está “facilitado” el desarrollo del cáncer, estos tumores tienen unos rasgos epidemiológicos que permiten sospechar la alteración genética que está detrás de ellos: son cánceres que aparecen pronto –por lo general, antes de los 50 años; a menudo, antes de los 40- y en varios lugares relacionados -pueden aparecer en ambas mamas, y también en el ovario-. Y, cuando lo heredan los varones de la familia, también ellos pueden acabar teniendo un cáncer de mama, lo que es raro en otras circunstancias.
Por eso, no todo cáncer de mama familiar es sospechoso de ser hereditario. Y, por lo tanto, no hay que asustarse, y no es razonable someterse a pruebas genéticas, más que si se da alguna de estas circunstancias:
-incidencia familiar llamativamente alta (tres o cuatro cánceres en familiares de primer grado, pero dependerá del número de parientes, y no es muy aplicable en familias reducidas).
-pacientes jóvenes con cáncer de mama.
-pacientes con cáncer bilateral de mama.
-pacientes con cáncer de mama y de ovario (con ambos).
-pacientes con cáncer de mama y pacientes con cáncer de ovario en la misma rama familiar, o mujeres con uno de estos cánceres, y varones con cáncer de mama, también en la misma rama.
Y, aún así, cuando se estudian las mujeres así seleccionadas, no se observan alteraciones en los genes más que en el 30% de los casos. Pero, cuando aparece, entonces sí que aumentan significativamente las probabilidades de desarrollar cáncer a lo largo de la vida, y, además, habrá que estudiar a sus familiares cercanos para determinar si son también portadores del gen alterado. Pero como son cánceres precoces, una mujer portadora que haya pasado la menopausia está dejando ya atrás el riesgo: podría pertenecer a ese porcentaje de portadoras que no desarrollan cáncer, un porcentaje variable que puede superar el 50%. Son las más jóvenes las que tienen aún el riesgo por delante: decidirse entonces por la mastectomía bilateral, por la quimioprevención o por los exámenes periódicos dependerá de la experiencia y expectativas de la mujer: ella debe tomar la decisión.
Quiero aprovechar, antes de terminar, para animar a todas las mujeres que en estos momentos están combatiendo con el cáncer de mama. Por la implantación de los mencionados programas, el diagnóstico es más frecuente que hace unos años, pero también se presentan con mejor pronóstico general, y disponemos de mejores herramientas para hacerle frente. La probabilidad de dejarlo atrás se acerca al 90%: no pierdan el ánimo y la esperanza.


lunes, 6 de mayo de 2013

"CUANDO ESTÉS ATRAVESANDO EL INFIERNO, SIGUE CAMINANDO"

 El Banco de Inglaterra acaba de anunciar la próxima emisión de un nuevo billete de cinco libras que llevará la imagen de Winston Churchill. Algo se ha revalorizado la figura del estadista inglés, al que en 1965 dedicaron una emisión de monedas de cinco chelines. Pero multiplicar por veinte su valor es una flaca plusvalía para el político mejor valorado de su país, y el único personaje, además de La Fayette, al que los EE.UU. han concedido la ciudadanía honoraria.
 Es difícil sobrevalorar la figura de Winston Churchill, un hombre que sintió una decidida e irrenunciable vocación literaria a la que se dedicó a lo largo de toda su vida, que le proporcionó los medios necesarios para vivir durante los cincuenta años en que ocupó un escaño en el Parlamento británico –un puesto no remunerado-  y que le valió en 1953 un Premio Nobel de Literatura que, descontando lo que pueda tener de honorario, hace justicia a sus méritos más allá de lo que se puede decir de otros galardonados. Dueño de un conocimiento intuitivo de los recursos de su lengua, y con un verbo rápido y demoledor que le ponía en el punto de mira de sus rivales en el Parlamento, cuando los restos del ejército británico, reducido y mal equipado, se retiraba a Dunkerque y todos, incluidos los amigos de la Gran Bretaña, creían que se vería obligada a rendirse, él movilizó al idioma inglés y lo lanzó a la batalla en defensa de la civilización contra el imperio de la barbarie, logrando convencer a quienes le escuchaban de que aunque las demás naciones importantes de Europa se habían rendido ante los nazis, ellos podían seguir combatiendo solos, y lo harían.
 No es necesario resaltar ahora su figura durante los trece meses que se mantuvo sólo y firme frente a Alemania. Fueron trece meses de piedra, entre mayo de 1940 y junio de 1941 –cuando Hitler abrió otro frente en la Unión Soviética y alivió la presión sobre la Isla-, durante los cuales soportó y resistió con tal coraje y tan inquebrantable fe en la victoria que puso en pie a su lado a todos los británicos y a los partidarios de la libertad en el mundo entero: “Combatiremos en Francia, combatiremos en los mares y los océanos, combatiremos en el aire; defenderemos nuestra isla a cualquier precio: combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles, combatiremos en las montañas: ¡jamás nos rendiremos!”. Era una fe realista que comprendía la necesidad de que los EE.UU. se unieran a la lucha para vencer al enemigo: “La lucha continuará hasta que, cuando Dios quiera, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza, dé un paso al frente para rescatar al Viejo, lo que llegó tras el bombardeo de Pearl Harbor en diciembre de 1941.
 Ya sabemos lo que pasó después: cómo, tras cinco años en el Gobierno, y próximo ya el fin de la guerra, el electorado lo sustituyó por su Ministro de Defensa, privándole de la satisfacción de asistir a la victoria que él había hecho posible. “Fiel pero desdichado” dice, en perfecto español, el lema de su escudo familiar desde los tiempos de aquel Mambrú que se fue a la guerra.
 Pero el interés de su figura hoy es otro, por una circunstancia en la que no solemos pensar: nacido en 1874, era un viejo político de sesenta y seis años cuando el Rey le encarga formar un Gobierno de Defensa Nacional. A los sesenta y seis años debería ser ya, dicen las estadísticas, un hombre en retirada. Pero nunca se plegó a las estadísticas, nunca retrocedió ante lo improbable: la huída del campo de prisioneros boer, recorriendo a pie, de noche, a escondidas y sin alimentos, los quinientos kilómetros que separan Pretoria de Lourenzo Marques; la supervivencia política tras el desastre de Gallípoli; la permanencia en el Parlamento durante cincuenta años, después de haber “cruzado la sala” de los Comunes, no en una, sino en dos ocasiones –del Partido Conservador al Liberal en 1904, y de vuelta al Conservador en 1925- (“Algunos cambian de parecer para no cambiar de partido, otros cambian de partido para no cambiar de parecer”), y, al final, lo más improbable de todo: llevar a cabo, a los 66 años,  la empresa por la que se le recordaría cuando todo lo demás se hubiese olvidado. 
 Cuando Protágoras dijo aquello de que “El hombre es la medida de todas las cosas” estaba, seguramente, pensando en Churchill, que, sólo ante el enemigo, tomó el mando de la Historia y torció su rumbo a fuerza de determinación y de coraje. Una lección de máxima actualidad.

jueves, 11 de abril de 2013

ANIMAL RACIONAL


 
Los avances de los medios de comunicación y de los sistemas de transportes, la facilidad con que ahora intercambiamos información e ideas, ha sustituido la sociedad monolítica de ayer por otra cuya pluralidad en todos los aspectos ha alcanzado un grado impensable para nuestros padres, no digamos para las generaciones pasadas. Hoy nuestra situación es similar a la que se produjo en Grecia cuando el desarrollo de la navegación y el comercio les puso en contacto con las sociedades egipcia, persa, india, etrusca, gala, ibera,…tan diferentes en tantos aspectos: el conocimiento, la jerarquía social, la forma del poder político, la estructura económica, la concepción de la divinidad y sus relaciones con ella, etc. La consecuencia de enfrentar sus viejas concepciones con tan asombrosa novedad fue, de entrada, la perplejidad: no sabían a qué atenerse.
 
Pero como se trataba de algo grave, porque la forma de la vida y lo que en ella era importante dependía precisamente de saber a qué atenerse respecto a todas aquellas cuestiones, hubo que responder a esa perplejidad. Y la respuesta fue doble: por un lado, estaban los que consideraban que todo daba igual, que era indiferente una u otra postura, porque todo era cuestión de opiniones y que tanto valía una opinión como otra: que cada cual actúe como mejor le parezca, y buena suerte a todos. Eran los sofistas, para quienes la única verdad era la que cada cual decidía para sí mismo, y que, claro está, no valía para otro si ese otro no lo decidía así. Sabemos cómo acabó el asunto: la base firme en la que podía apoyarse una coexistencia estable iba encogiéndose a medida que surgían nuevas posturas particulares, y aquello terminó en nada: el aislamiento, la negación del futuro, la esterilidad.
 
La otra postura está representada por Sócrates: Sócrates se negó a aceptar que todas las opiniones flotan en el aire. Pensaba que las personas son dignas de crédito, y que si se había llegado a una opinión, era porque había algo que lo justificaba. Se trataba, pues, de descubrir qué opiniones estaban más justificadas, y adherirse a ellas. Salió entonces a preguntar a la gente, recogió opiniones de los asuntos que le importaban, y, confrontándolas y debatiendo, llegó a algunas certezas suficientes: certezas que se encuentran en el origen de nuestra civilización.
 
A veces me acuerdo de Sócrates con nostalgia: nuestra situación social es comparable a la que él conoció, pero nuestra actitud no se parece en nada a la suya. Nosotros exponemos nuestro punto de vista y nos preparamos para oír que nuestro interlocutor está de acuerdo con lo que decimos. Si es así, estupendo: nos reforzamos uno a otro, nos felicitamos por estar ambos tan acertados, y nos levantamos de la mesa en amor y compañía.
 
Pero si, por casualidad, nuestro interlocutor discrepa de nosotros, no le concedemos el beneficio de la duda: damos por supuesto que su postura no tiene justificación, que discrepa porque sí, porque le da la real gana, y que, por lo tanto, no es un terreno apropiado para razonar: la razón ahí no tiene sitio. De modo que no se entra en más averiguaciones y se acaba la conversación: “ésa es tu opinión, no la mía”. Y punto. Es decir, que en el momento preciso en que Sócrates se habría puesto a hablar de la cuestión, nosotros nos levantamos de la mesa, rechazando  así cualquier posible acercamiento.
 
Si éste fuese sólo el caso de las cuestiones intrascendentes no estaría escribiendo esto. Pero ésa es la actitud también cuando se trata de cuestiones decisivas para la vida social: la forma y estructura del Estado, la organización de la vida política, la transmisión del conocimiento, la asistencia al necesitado, las relaciones con las diferentes confesiones, el aborto, el diseño de la familia y de la sociedad,… Es como si en cuestiones de este calibre no fuese posible una justificación, como si en estos asuntos no se pudiese actuar racionalmente y dependiéramos únicamente de la decisión voluntarista del César. Y, por eso, ni siquiera se piensa en debatir las cosas serena y desapasionadamente, haciendo menos uso de la fuerza política y más uso de la razón argumental. Se nos escamotea el debate, el recurso a la razón, aquella facultad que hizo que Aristóteles llamase a sus contemporáneos “animales racionales”.
 
Hoy esa expresión nos resulta incómoda, y mientras hacemos gala del sustantivo, nos estorba el calificativo. Desconfiamos del poder persuasivo de la razón, y sospechamos que el otro sólo tiene motivos oscuros para mantener su postura. Quizá podríamos desenmascararlos exponiendo nuestras razones y escuchando las suyas, pero, en el fondo, nada de eso nos parece muy importante. Porque no nos interesa propiamente tener razón: nos contentamos con salirnos con la nuestra.
 
 
 

martes, 26 de marzo de 2013

EL TÚNEL DEL TIEMPO


 La imaginación de los escritores y de los guionistas de cine y televisión ha reparado a menudo en el atractivo de un viaje en el tiempo que nos permita viajar al pasado, con la esperanza de modificarlo y cambiar así nuestro presente. Como una versión actual de esas historias, Mario Costeja mantiene ahora una batalla jurídica con Google para evitar que el buscador continúe señalándolo como el esposo y deudor que fue y que hace quince años que ya no es. Espero que consiga su objetivo y que se libere de la pesadilla que lo tiene ahora en los titulares de los periódicos, pero, más allá del fin de esa historia, la noticia me ha hecho pensar. ¿El pasado nos persigue? Desde luego, se hace presente, pero no sé yo si lo que hace es perseguirnos, y no otra cosa. 

Somos hijos de nuestras decisiones, ésa es la cuestión. Con cada paso que damos decidimos el punto desde el que daremos el paso siguiente, nada de lo que hacemos resulta indiferente. Ahí reside la trascendencia de nuestros actos. La ilusión de permanecer en el punto de partida no es más que eso: una ilusión. Nuestro pasado nos condiciona, no somos Adán sin pasado;  el mismo Adán tuvo pronto un pasado a sus espaldas, y un pasado que le condicionó decisivamente. El punto en el que nos encontramos es siempre el resultado de las decisiones que tomamos antes.

Pero también es ilusoria la pretensión de actuar sin consecuencias, de movernos sin avanzar, sin abandonar el punto de partida. No es posible quedarse ahí, porque cada decisión que tomamos nos acerca a uno de nuestros futuros posibles -pero todavía irreales- y nos aleja de los demás; nuestra vida se va abriendo a unas posibilidades pero también se va cerrando a otras: también cerramos camino al andar. 

No, no creo que nos persiga el pasado. Lo que creo es que el pasado está incrustado en nosotros, lo llevamos puesto, forma parte de nosotros y no podemos sacudírnoslo de encima. El pasado es “lo que pasó”, sí. Pero "pasó" no significa que una vez fue y ya no es; lo que significa es que una vez ocurrió y ya no puede no haber ocurrido. De modo que, en lo que verdaderamente importa, no podemos borrar nuestro pasado. Nadie vuelve atrás. 

Ni siquiera de los pasos que dimos en falso, de los que nos arrepentimos y querríamos que no hubieran tenido lugar, podemos volvernos atrás. Arrepentirnos no borra el pasado, al contrario: el arrepentimiento sólo es posible si nace de la revisión de nuestro pasado y de nuestra solidaridad con aquél que éramos entonces, el mismo que ahora rechaza aquella decisión.

Si la vida es un asunto serio es precisamente porque con ella nos vamos dibujando a nosotros mismos, vamos definiendo nuestros rasgos, constituyéndonos. Y no dejamos de ser el que fuimos: lo que fuimos una vez no es posible ya no serlo, seguimos siéndolo ahora, al menos en esa forma particular de serlo que consiste en haberlo sido. “He quedado presente sucesiones de difuntos” decía Quevedo. Y no, no hay viajes en el tiempo.

sábado, 16 de marzo de 2013

TAMBIÉN EL PAPA ES CATÓLICO


Cuentan que cuando Pío XII recibió a la enviada especial de los Estados Unidos, ésta empezó a exponer la situación en su país con frecuentes incisos en los que afirmaba que "ella era católica”. Al Papa parece que esta actitud le chocaba un poco, y tuvo que recurrir a su paciencia para seguir con su afectuosa sonrisa escuchando a su invitada. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que llegó al final de la paciencia, allí donde se acaba la paciencia y ya no hay más paciencia. Y, entonces, dicen que la interrumpió con un “Señorita Baum, permítame recordarle que también Nos somos católico”.
 
No he podido evitar recordarlo al leer en la prensa de los últimos días algunos de los numerosos artículos que se ocupan de la figura del nuevo Papa. No me sorprende la extendida coincidencia en señalar que se trata del primer Papa que es esto y aquello, y que se hace la comida, y que viaja en autobús, y etc, etc, etc. Son aspectos de su persona que resultan novedosos y suscitan comentario, a menudo entusiasta. Lo que ya no entiendo tan bien es que, inmediatamente después de subrayar su cercanía a los más necesitados, se espere que convierte a la Iglesia en una ONG. Y, definitivamente, soy incapaz de entender que todos coincidan en subrayar que se trata de un Papa “doctrinalmente conservador”.

 Lo primero que hay que decir es que si quedaba alguna duda de la importancia del Papa, a estas alturas ya se ha disuelto: todo el mundo se apresura a sugerir cómo debe ser y qué debe hacer el Papa. No sé yo si es muy oportuno. Cuando el piloto del avión en el que viajo salga de su cabina para preguntar a los pasajeros qué altura, qué velocidad y qué rumbo desean llevar, yo me levantaré de mi asiento y pediré un paracaídas. Creo que se pierde de vista una forma de servicio particularmente importante y delicada, que consiste en el ejercicio adecuado de la autoridad. Que es, precisamente, para lo que ha sido elegido el Papa: ¿cómo es posible que se subraye de un Papa que es “doctrinalmente conservador” si está puesto precisamente para eso, para conservar la doctrina? Esa es su razón de ser, su justificación.

Si durante siglos el Papa ha sido una figura lejana, cuyo rostro –y no digamos la voz- era desconocido para la inmensa mayoría de los fieles, hoy la televisión nos lo trae al salón de nuestra casa, al ámbito privado de la familia. Eso tiene la ventaja de hacerlo más cercano y entrañable, pero también más minuciosamente examinado, desmitificado, “vulgar y corriente”, uno como nosotros. Así que le pedimos que se gane su prestigio.

Desde luego, como no se lo va a ganar es siendo como los demás. “Si yo fuera Papa haría esto así y asá”. Si el Papa hiciese lo que haría yo, tendríamos que buscarnos a otro Papa: ¡estaríamos arreglados! Y, es verdad, “tiene que hablar el lenguaje de nuestra época”, pero no cualquier lenguaje de nuestra época: el lenguaje tiene muchos registros, y a él le toca hablar “el lenguaje de un Papa de nuestra época”.

Ni doctrinalmente reformista, ni director de una ONG. No se le puede pedir al Papa que se olvide del encargo que Jesús le ha confiado para adaptarse a la opinión de unos hombres a los cuales tiene que servir precisamente siendo el que tiene que ser. Ser mejor Papa es ser más Papa, no menos. Y ser Papa significa ser el vicario de Cristo, que le asiste especialmente -¿no hemos reconocido en su sonrisa la sonrisa de Jesús? -, significa hacer presente a Jesús. A Jesús, que no vino a acabar con el hambre (aunque si alimentó a algunos), ni con la enfermedad (aunque sí sanó a algunos), sino a traernos a Dios: todo lo demás fue por añadidura.

Ser más Papa quiere decir recordar el carácter sacro de su mensaje. Y la forma más eficaz de profanar ese mensaje es trivializarlo. Por eso no puede hacer de la Iglesia una ONG. Hay una jerarquía religiosa de las verdades, de los problemas y de las urgencias. La inversión de esos valores es, en su caso, una gravísima responsabilidad, y, en el nuestro, una grave deformación de la realidad: si nos dejamos cambiar por su mensaje no harán falta las ONGs, pero al revés no es verdad. Porque no funciona: ya se ha intentado, y no funciona.


sábado, 2 de marzo de 2013

UNO DE NOSOTROS





Le parecía a Jorge Manrique que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”; yo creo que a menudo ha sido peor en muchos aspectos. El progreso es muchas veces evidente, pero otras no es fácil reconocerlo. Es el caso del desarrollo moral: solemos echarnos las manos a la cabeza, por ejemplo, cuando oímos la expresión “ojo por ojo, diente por diente”, y no nos damos cuenta de que, en realidad,  supone acotar la venganza, limitarla, evitar una violencia de ida y vuelta que crece sin cesar. O la abolición de la esclavitud, de la que tan orgullosos nos sentimos, y que nos hace denostar su introducción entre los hombres: perdemos de vista el enorme avance moral que supuso su aparición frente a lo que era entonces su alternativa: el asesinato puro y limpio del vencido.  

Pero hemos avanzado, y ya no nos conformamos con el ojo por ojo, ni con la esclavitud. Ni siquiera aceptamos ya otros puntos de vista que suponían privilegiar la posición del europeo o del varón, mostrando así que somos capaces de atender los intereses del “otro”. Y llegamos aún más lejos, porque la igualación legal de las diferentes razas y de ambos sexos se considera ahora una restricción egoísta que privilegia la pertenencia a nuestra especie sobre las demás. Por eso se propugna una visión de más amplia perspectiva que deje atrás lo que, estableciendo una analogía con el racismo y el sexismo se ha llamado “especismo”, y se quiere extender algunos de esos privilegios a los miembros de ciertas especies afines a la nuestra.   

 Yo no sé muy bien si existe eso que se ha llamado "derechos de los animales". De lo que sí estoy seguro es de que tenemos con ellos unas obligaciones, unos deberes a los que venimos obligados en la medida en que encontramos en ellos un valor que merece ser conservado y cuidado: en este caso, la existencia de vida. Pero del mismo modo que estamos también obligados a conservar y cuidar, por ejemplo, las Meninas de Velázquez o la cueva de Altamira, sin que necesitemos acordar que el cuadro o la cueva son titulares de derecho alguno. No importa: nosotros sí somos titulares de obligaciones. 

Lo último entre nosotros ha sido el reciente Decreto Ley que prohíbe la experimentación con simios y otros parientes lejanos nuestros. Denota una sensibilidad hacia esos valores que merecerá, sin duda, la simpatía de gran parte de la población y muestra una solidaridad que va más allá de la simple defensa de lo propio. Un generoso Decreto, libre de toda sospechosa. 

 Pero de tanto pensar en nuestros parientes lejanos nos habíamos olvidado de nuestros propios hijos. En estos momentos está en marcha en la Unión Europea una Iniciativa Ciudadana Europea -equivalente a nuestra Iniciativa Legislativa Popular- para establecer una norma que extienda al embrión humano los privilegios que el mencionado Real Decreto reconoce a los monos. Se trata de la iniciativa "One of us" ("Uno de nosotros"), que aspira a prohibir la financiación con fondos públicos de cualquier actividad que suponga la destrucción de embriones humanos. No olvidemos que,  independientemente de cualquier consideración ideológica, la Biología demuestra que el embrión humano tiene en su ADN las secuencias ALU que permiten a la policía científica asegurar que unos restos biológicos son restos humanos, y muestra en sus dedos, desde la décima semana, las huellas dactilares por las que se le podría acusar de un crimen.  

 “One of us” aspira a conseguir un millón de firmas en su apoyo. Se puede participar en esta Iniciativa través de  la página www.unodenosotros.eu, en la que se encuentra disponible toda la información pertinente.

viernes, 15 de febrero de 2013

NO SE TRATABA DEL PODER

          El día 16 de abril de 2005 el cardenal Ratzinger cumplía 78 años y, preguntado por su situación en el Cónclave que se iniciaba dos días más tarde, aseguró su completa falta de ambición papal. Había invertido sus ahorros en comprar una casa en Alemania a la que retirarse con su hermano Georg, y si no estaba ya en ella era porque Juan Pablo II le había pedido que aplazase su jubilación.
La víspera del Cónclave Ratzinger era considerado el candidato con más posibilidades, y la prensa europea atacaba de frente. El Sunday Times recordaba en portada su integración en las Juventudes Hitlerianas, los “vaticanófobos” consideraban que un conservador a machamartillo entraba Papa al Cónclave y su paso “de Gran Inquisidor a jefe de la Iglesia Católica” no auguraba nada bueno. El “guardián de la fe” no era el candidato más idóneo para poner en marcha la larga serie de reclamaciones que la prensa europea recordaba a los cardenales: celibato sacerdotal, aborto, ordenación de mujeres, matrimonio homosexual,… Ratzinger era demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado europeo, demasiado intelectual, demasiado “línea dura”
Pero cuando, al día siguiente, se iniciaba el Cónclave, desde la primera votación se confirmó su posición destacada, poniéndose de manifiesto la libertad de los cardenales por encima de las presiones de los medios. Las cosas no salían como Ratzinger hubiera deseado. Él mismo ha confesado que, al ver que en las sucesivas votaciones aumentaba su ventaja, dirigió su oración a Dios: “¡No me hagas esto!”. El segundo día de votaciones, mientras se iban leyendo en voz alta los votos de la urna, dos lágrimas corrían por sus mejillas. Con 78 años a cuestas, cansado ya de estar cansado, se le pedía la entrega definitiva, apurar la oblación. Seguro de su debilidad, pero también seguro de la asistencia de Dios, se puso en Sus manos y consintió en Su voluntad.
El mismo día de su elección, desde el balcón del Palacio Apostólico, afirmaba: “Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado.” Con la humildad que le caracterizó como profesor, como teólogo y como Prefecto emprendió un Pontificado apoyado únicamente en la palabra de Jesús, que le había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra Yo edificaré mi Iglesia”.
Y le dejó edificar. Los críticos que temían un poder avasallador se encontraron con un Papa que pedía perdón por los pecados de la Iglesia, que reconocía que el mayor enemigo de la Iglesia estaba dentro de ella, que tendía una mano a los disidentes, que no confundía su obra privada con el magisterio petrino. Se encontraron con que un Papa al que habían calificado de conservador… ¡renunciaba a la Cátedra de Pedro!
Las mismas voces que le acusaron en 2005 de haber hecho campaña para ser elegido le reprochan ahora “bajarse de la Cruz”, y son las mismas voces que reprocharon a Juan Pablo II “aferrase al poder”. No comprenden nada. Ignoran que Dios tiene un plan personal para cada uno de nosotros, que no pide lo mismo a todas las personas, y tampoco pide lo mismo a todos los Papas. Que lo decisivo es el servicio a la fe, el servicio a la Iglesia de Cristo. Benedicto XVI lo ha explicado con mucha claridad: dadas sus condiciones físicas, y después de mucho tiempo de oración ante el Señor, y por el bien de la Iglesia, toma la decisión de renunciar al servicio que tenía encomendado. Tras consultarlo largamente con el Señor, y por el bien de Su Iglesia. Hay poco que añadir. Sólo una cosa: que se encomendó a mis oraciones, y yo no he rezado bastante por él.