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viernes, 23 de enero de 2015

BERTA, ORANGUTÁN, PERSONA NO HUMANA


La justicia argentina ha reconocido derechos básicos a Berta, una orangután, sobre la base de que el alto grado de inteligencia de su especie permite reconocerlos como “personas no humanas”. De momento parece ser que la sentencia afecta sólo a ese ejemplar, pero ya se ve que queda abierto el camino para extenderlo sin dificultad a otros orangutanes, y a otras especies. Quiero aprovechar esta noticia para tratar el asunto con cierto detenimiento. Y, ya que se ha convertido en el motor ideológico de los “derechos de los animales”, quiero centrarme en ese Proyecto Gran Simio que sustenta estas iniciativas en todo el mundo –en todo el mundo que tiene tiempo para estas cosas, ya se entiende-. Acudiré para ello a su página web  www.proyectogransimio.org, donde se encuentran la “Nota aclaratoria” y la “Declaración de los grandes simios” a disposición de quien quiera consultarlas.

Empezaré por algo previo y adventicio: la Nota declara que “no pretende que se considere a chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos como humanos, que no son, sino como homínidos, que sí son”. Vamos a ver. En el curso de la evolución del orden de los Primates surgió hace 24 millones de años, en el suborden de los Antropoideos, el Procónsul, un animal que carecía de cola, poseía un tórax ancho, disfrutaba de una mayor movilidad de las extremidades y presentaba unos premolares de corona baja y molares relativamente anchos con cúspides bajas y redondeadas. Es el primer miembro de la superfamilia de los Hominoideos. De esta superfamilia surgió, hace 4,5 millones de años, la familia de los Homínidos, constituida, sucesivamente, por los géneros Orrorin, Australopithecus, Kenyanhtropus, Paranthropus y Homo. Sus rasgos diferenciales más importantes residen en su cerebro de gran complejidad y tamaño (el verdadero “órgano del lenguaje”), la bipedestación y el diseño, construcción y uso de herramientas por medio de tradiciones culturales. Fuera queda la rama que dio lugar a los Póngidos, nuestros grandes simios, que no son, por tanto, ni humanos ni homínidos, sino hominoideos. Son términos semejantes, pero no equivalentes, y no deberíamos considerarlos intercambiables si no queremos sacar a las palabras de su quicio.

Termina la Nota afirmando que “la cercanía genética entre el hombre y los demás simios es grande” Sin pararnos a considerar que el Proyecto Genoma Humano ha constatado la existencia de una variabilidad dentro de nuestra especie del 12 %, hablar de semejanza genética entre especies resulta equívoco, principalmente porque no se mide siempre en las mismas unidades: cromosomas, genes o pares de bases de los nucleótidos. Por lo que se refiere a cromosomas, por ejemplo, en la especie humana se produjo la fusión de dos cromosomas relativamente pequeños en uno bastante grande, llamado cromosoma 2, pero en los Póngidos permanecen separados los dos cromosomas originales. En cuanto a los genes, conviene recordar que de los 30 000 genes del ratón, sólo 300 se diferencian de los humanos, es decir, tenemos un 99 % de afinidad genética. Son los procesos de epigenética los que hacen que esos mismos genes den lugar en un caso a un ratón y en otro a un hombre. Y si pensamos en parentesco según los pares de bases, su valor se relativiza si consideramos que sólo el 1% de las bases se organiza en genes, es decir, se traduce en proteínas; el resto es lo que se denomina “ADN basura”, cuya función empiezan a conocer ahora los sabios, pero que, desde luego, parece mucha basura.

Por lo tanto, hablar de diferencia genética en términos que implican prácticamente una identidad entre las especies supone olvidar la importancia de los procesos del desarrollo. Al fin y al cabo, la anatomía y la conducta del hombre y las de los grandes simios son muy diferentes, y no hay más que comparar sus biomasas (la masa total que corresponde a cada especie) para comprender el enorme salto que supuso la aparición del género Homo. Si queremos tomar objetivamente los datos que nos brinda la Naturaleza tendremos que tener presente este aspecto: nos está diciendo que no somos tan iguales.

Pero sugerir una mayor o menor identidad entre las especies supone algo más. Supone haber perdido de vista en qué consiste ser persona. Por eso puede leerse en la Declaración mencionada al principio que “no podrá privarse de libertad” a los “miembros de la comunidad de los iguales” (que es como llama al orangután, el gorila, el chimpancé y el bonobo) “sin que medie un proceso legal” y sin que hayan sido “condenados por un delito”. Y eso porque “poseen unas facultades mentales y una vida emotiva suficientes como para justificar su inclusión en la comunidad de los iguales”.

¿Cuáles serán esas facultades? Sabemos que los seres humanos estamos desprovistos casi totalmente de instintos, lo que significa que debemos decidir nuestra conducta libremente, incluso contraviniendo las exigencias de los escasos y débiles instintos que nos quedan. Por poner un ejemplo, yo puedo utilizar un palo para alcanzar un plátano y el simio también puede; puedo introducir una rama en un hormiguero, para sacar las hormigas y comérmelas (si quiero), y el simio también puede; pero puedo encontrarme, tras una semana de ayuno, con un alimento saludable y apetitoso al alcance de la mano, y renunciar a él, y eso no puede hacerlo el simio, al que el instinto empuja invenciblemente a calmar el hambre. Y más: puedo prometer bajar mañana a bañarme al río, independizándome así del presente –y de mis apetencias de ese mañana-, y también puedo no cumplir esa promesa. ¿Serán éstas las facultades a las que se refiere la Declaración?

Precisamente porque no estoy obligado por los instintos y puedo elegir mi conducta, tiene sentido que se me pida cuentas de ella. Pero si un orangután entra en mi casa y me rompe una lámpara o hace sus necesidades en la alfombra, pongo por caso, no puedo demandarlo y reclamarle daños y perjuicios porque, ante los estímulos presentes, se han puesto en marcha sus instintos y no ha tenido alternativa. Me dicen ahora que podré iniciar un proceso legal contra él y que, llegado el caso, el orangután será declarado culpable y condenado. No entiendo cómo puede adoptarse esta iniciativa bajo el banderín de la defensa de los animales. Y como no consigo imaginar al orangután declarando ante el juez como imputado, yo, la verdad, espero que en ese momento designen a un responsable civil subsidiario del género Homo que corra con los gastos que me haya ocasionado, y ya se entenderá luego él con el orangután, si acaso.



miércoles, 11 de septiembre de 2013

HAGAN JUEGO, SEÑORES


 Cuando una bella y distinguida hipótesis es asesinada por una fea y vulgar realidad hay que prescindir de la realidad, eso lo sabe todo el mundo. Y eso es lo que debieron pensar los legisladores de Iowa, que han decidido conceder a los ciegos licencia de armas de fuego argumentando que cercenar los derechos de una persona simplemente por ser ciega es discriminatorio y ellos no están por la labor. Bien se comprende que tienen toda la razón. ¿No es pan suyo de cada día que algún chiflado se líe a tiros y cercene el derecho a vivir de los alumnos de cualquier instituto? Y se trata de personas que disfrutan de toda su capacidad visual. Cualquier disparate que se nos ocurra –habrán pensado – sólo puede significar una mejora. 

Cualquier persona en su sano juicio puede comprender que andarse ahora con tiquismiquis y privar a un pobre ciego de disfrutar de su arma de fuego por un quítame allá esas pajas es cosa frívola que no debe entretener el buen hacer de unos legisladores serios. ¿No habíamos quedado en que todos los hombres son iguales? Pues ya está. Yo creo que ya he visto algo parecido en alguna película disparatada, pero ahora mismo no recuerdo en cuál . No importa, no tenemos más que pasarnos por Iowa para sentir que asistimos al rodaje de un disparate semejante: la realidad imita al arte. 

Lo que no se entiende muy bien es por qué se impide conducir un automóvil a quien está en las puertas del coma etílico, cuya posibilidad de salir ileso son aproximadamente las mismas que las que tiene un mirón inocente de regresar sano y salvo a casa si anda en las proximidades de ese pistolero ciego.  

Se pone de manifiesto que no hay más que dos clases de legisladores: los que tienen en cuenta la realidad y los que no; los que consideran que la realidad es lo más respetable del mundo y conviene conocerla y contar con ella, y los que prefieren vivir en un mundo ficticio, en el que la realidad se pliega sus deseos. Era cuestión de tiempo que saltara a los periódicos una noticia así, que nadie venga ahora echándose las manos a la cabeza. Estamos en éstas desde el día en que se recordó que todos los hombres son iguales pero dejó de recordarse bajo qué punto de vista son iguales. 

¿Quién ha dicho que los políticos no están en contacto con la realidad? Lo que hacen es corregirla. Mejorándola, sin duda. Hace mucho tiempo ya –cuando entonces- se decía que la justicia consistía en ajustarse a la realidad, en ceñirse a ella. Vivir con los ojos abiertos y poner en marcha el sentido común, eso era todo lo que se necesitaba. Así era muy fácil reglamentar la convivencia, cualquiera podía hacerlo. Hoy, en cambio, ni vivir con los ojos abiertos ni usar el sentido común tienen buena prensa: la realidad ha dejado de ser interesante y preferimos sustituirla por otra cosa menos resistente, menos áspera. Qué duda cabe que, de este modo, la cosa de la gobernación se complica, pero también se vuelve mucho más emocionante, dónde va a parar: la gracia está en la aventura,  lo inesperado, el riesgo que salta detrás de una mata y nos pilla por sorpresa. Un ciego con una pistola es una ruleta rusa corriendo por las calles, es verdad. Pero es una ruleta, al fin y al cabo.  

Hagan juego, señores.

martes, 10 de septiembre de 2013

ERA CUESTIÓN DE TIEMPO


Los legisladores del estado de Iowa acaban de reconocer a los ciegos el derecho a tener armas de fuego con el argumento es que no se pueden limitar los derechos de nadie por el simple hecho de ser ciego. Es el rechazo de la evidencia a favor de una idea, la dura realidad cede el paso a una dulce abstracción. Me ha venido a la cabeza Unamuno, que se lamentaba de que habíamos sustituido al “hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere- el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y quiere: el hombre al que se ve y a quien se oye”, por una abstracción que “no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no-hombre”.

Cuando, en los nacientes Estados Unidos de 1776, hablaban de unos “derechos inalienables” dados al hombre por su Creador, no pensaban, en principio, en los habitantes de las trece colonias de finales del siglo XVIII, sino en todos los hombres. Igual que los revolucionarios franceses de 1789, que, cuando proclamaron los derechos del hombre y del ciudadano, se referían a cualquier hombre y a cualquier ciudadano. Y lo mismo que hizo la ONU en 1947, y todas las declaraciones que han venido después: no se referían a los hombres de un lugar determinado, o de un período de tiempo concreto, sino a “todos los hombres” en general, es decir, a “no-hombres”, como diría Unamuno.

Y, sin embargo, ninguna de estas declaraciones tuvo lugar en el vacío, todas han sido “históricas”, ligadas a unas circunstancias concretas –so pena de quedarse en documento puramente utópico-, y la mayoría de los derechos que hoy enumeramos no tendrían sentido en otros tiempos -y, desde luego, no serían realizables-, porque dependen de un sistema de valores generalmente aceptado, y de un conjunto de posibilidades reales.

Podría ser que la decisión tomada en Iowa estuviese justificada, pero eso es lo que habría que mostrar, no se puede dar por descontado. Y el argumento empleado no acaba de ser convincente: es como decir que no se puede impedir a nadie pilotar aviones de combate simplemente por ser epiléptico, que eso es discriminatorio. Hombre, vamos a ver: la discriminación no la hace la ley, ya está hecha por la naturaleza: la ley lo único que hace es reconocer esa realidad, y actuar conforme a ella. Lo contrario no es más que derecho desiderativo.

El derecho desiderativo toma el deseo como sustituto del derecho. Cuando oímos hablar a alguien de su pretendido derecho a… (lo que sea), lo que se comprueba con frecuencia es que no se trata más que de un deseo ascendido a derecho, un deseo con galones que no son suyos. Esto es así tanto para algo tan aceptado como el pretendido “derecho a tener un hijo” –un hijo es un don, y un don es siempre algo gratuito, inmerecido e inmerecible- como para el “derecho a empadronarse en Montecarlo” o el “derecho a lucir las joyas de la Corona”, que a nadie se le pasa por la cabeza “exigir” –de momento-. No tenemos derecho a todo lo que deseamos. Otra cosa es que no se pueda desear. Se puede, pero eso es otra cosa.

“La abstracción es el terror puesto en marcha”, decía Fichte. Reclamar derechos sin pensar en las circunstancias que lo hagan posible es la más peligrosa de las abstracciones, porque pone una pistola en las manos de quien no ve dónde dispara, o los mandos de un avión de combate en las de alguien que no controla sus movimientos. Pero no es más que la misma pendiente que ya recorrimos entera el día en que se decidió legislar sin atención a la realidad.

No, no tenemos derecho a  cualquier cosa que se nos ocurra, los derechos, como todo, deben mostrar su fundamento. Y el sujeto de derechos sólo es el hombre: todo lo demás (los paisajes, los animales, las obras de arte,…) no son sujeto de derechos, sólo son el objeto de esa carta de deberes humanos que está por proclamar.

sábado, 2 de marzo de 2013

UNO DE NOSOTROS





Le parecía a Jorge Manrique que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”; yo creo que a menudo ha sido peor en muchos aspectos. El progreso es muchas veces evidente, pero otras no es fácil reconocerlo. Es el caso del desarrollo moral: solemos echarnos las manos a la cabeza, por ejemplo, cuando oímos la expresión “ojo por ojo, diente por diente”, y no nos damos cuenta de que, en realidad,  supone acotar la venganza, limitarla, evitar una violencia de ida y vuelta que crece sin cesar. O la abolición de la esclavitud, de la que tan orgullosos nos sentimos, y que nos hace denostar su introducción entre los hombres: perdemos de vista el enorme avance moral que supuso su aparición frente a lo que era entonces su alternativa: el asesinato puro y limpio del vencido.  

Pero hemos avanzado, y ya no nos conformamos con el ojo por ojo, ni con la esclavitud. Ni siquiera aceptamos ya otros puntos de vista que suponían privilegiar la posición del europeo o del varón, mostrando así que somos capaces de atender los intereses del “otro”. Y llegamos aún más lejos, porque la igualación legal de las diferentes razas y de ambos sexos se considera ahora una restricción egoísta que privilegia la pertenencia a nuestra especie sobre las demás. Por eso se propugna una visión de más amplia perspectiva que deje atrás lo que, estableciendo una analogía con el racismo y el sexismo se ha llamado “especismo”, y se quiere extender algunos de esos privilegios a los miembros de ciertas especies afines a la nuestra.   

 Yo no sé muy bien si existe eso que se ha llamado "derechos de los animales". De lo que sí estoy seguro es de que tenemos con ellos unas obligaciones, unos deberes a los que venimos obligados en la medida en que encontramos en ellos un valor que merece ser conservado y cuidado: en este caso, la existencia de vida. Pero del mismo modo que estamos también obligados a conservar y cuidar, por ejemplo, las Meninas de Velázquez o la cueva de Altamira, sin que necesitemos acordar que el cuadro o la cueva son titulares de derecho alguno. No importa: nosotros sí somos titulares de obligaciones. 

Lo último entre nosotros ha sido el reciente Decreto Ley que prohíbe la experimentación con simios y otros parientes lejanos nuestros. Denota una sensibilidad hacia esos valores que merecerá, sin duda, la simpatía de gran parte de la población y muestra una solidaridad que va más allá de la simple defensa de lo propio. Un generoso Decreto, libre de toda sospechosa. 

 Pero de tanto pensar en nuestros parientes lejanos nos habíamos olvidado de nuestros propios hijos. En estos momentos está en marcha en la Unión Europea una Iniciativa Ciudadana Europea -equivalente a nuestra Iniciativa Legislativa Popular- para establecer una norma que extienda al embrión humano los privilegios que el mencionado Real Decreto reconoce a los monos. Se trata de la iniciativa "One of us" ("Uno de nosotros"), que aspira a prohibir la financiación con fondos públicos de cualquier actividad que suponga la destrucción de embriones humanos. No olvidemos que,  independientemente de cualquier consideración ideológica, la Biología demuestra que el embrión humano tiene en su ADN las secuencias ALU que permiten a la policía científica asegurar que unos restos biológicos son restos humanos, y muestra en sus dedos, desde la décima semana, las huellas dactilares por las que se le podría acusar de un crimen.  

 “One of us” aspira a conseguir un millón de firmas en su apoyo. Se puede participar en esta Iniciativa través de  la página www.unodenosotros.eu, en la que se encuentra disponible toda la información pertinente.

domingo, 29 de julio de 2012

MEJOR ERA CUANDO DECÍAS QUE TAMBIÉN ME QUERÍAS

   


El Dr. Esparza, tras cuarenta años ejerciendo la cirugía infantil, ha publicado un artículo en el que se manifiesta a favor del aborto provocado a los fetos con malformaciones conocidas[1]. Pone sobre la mesa un asunto de enorme trascendencia médica. Es verdad que hoy en día se pueden diagnosticar intraútero muchas enfermedades que conllevan una vida de sufrimiento y dependencia, no sólo del enfermo, sino, también, y quizá tanto o más, de su familia, y cuyo tratamiento no es curativo en el momento actual. Se trata de una cuestión delicada en la que fácilmente se entremezclan los sentimientos con la razón. Pero dicho esto, quisiera hacer aquí algunas consideraciones al respecto.
Conociendo el sufrimiento que la enfermedad acarrea al paciente y a los que le quieren, y sabiendo como sabe que las soluciones actuales son parches incompletos, el Dr. Esparza nos ofrece una única salida posible para escapar al dolor: abortar al enfermo antes de que nazca. Y la opinión pública, que sintoniza fácil y rápidamente con los sentimientos de esas familias afectadas, se desliza espontáneamente a apoyar esa petición.
En un momento del artículo, el Dr. Esparza, poniendo un ejemplo, da a entender que desde la aprobación de la ley del aborto se ha producido un descenso en la incidencia de la espina bífida en España. No es exactamente así. De hecho, los abortos se han realizado sobre aquellos fetos a los que se había diagnosticado esa enfermedad. Es decir, que no es la incidencia de la enfermedad lo que ha disminuido; lo que ha disminuido es la esperanza de vida de esos enfermos.
Porque el Dr. Esparza plantea la cuestión de un modo que hace perder de vista el verdadero centro de atención. Si nos acercamos con compasión a esas situaciones, en seguida vemos que lo que hay que hacer es suprimir la causa del dolor. Pero puede parecer que la causa del dolor de la familia es el paciente y ese error lleva a pensar que suprimir la causa del dolor es suprimir al paciente. En cambio, si aplicamos nuestra compasión al enfermo, lo que procuraremos es aliviarle o evitarle sufrimientos en la medida que nuestros conocimientos y nuestra técnica nos lo permitan. Que es, justamente lo que el Dr. Esparza confiesa haber estado haciendo durante sus años de actividad profesional. Y entonces se pone de relieve una cuestión que no habíamos considerado: que hay dos formas de acabar con una enfermedad: vencer a la enfermedad o acabar con los enfermos. Pero no son equivalentes.
La réplica de Javier Mª Pérez-Roldán[2] al Dr. Esparza me traía a mí a la cabeza una vieja escena que comenté en otra parte: una madre empujaba el carrito de su hijo, aquejado de parálisis cerebral: retorcido, tembloroso, emitiendo sonidos confusos y cayéndosele un hilo de baba. Una mujer, a su lado, exclamó al verlo: “Pobrecillo, más valía que se muriera”. El niño logró hacerse entender con suficiente claridad: “Muérete tú, idiota, que yo no quiero”. Ahí está la clave: ¿a quién beneficiamos abortando a los enfermos? Determinar cuándo prefiere morirse el otro es un ejercicio altamente arriesgado.
Pero, en el fondo, lo que subyace es una antropología que cataloga las vidas humanas en “dignas” e “indignas”. Un hombre, o un grupo de hombres, se sienta y dictamina: “Esta vida –la vida de otro ser humano, no lo olvidemos- es indigna de ser vivida; así, pues, matémosla”. Esto vale también para quienes consideran que la vida de un feto no es una vida humana: “Esta vida, que si la dejamos continuar se convertirá en un vida humana, se convertirá en una vida humana indigna de ser vivida; es mejor que muera ya”. Nos olvidamos de que nadie es indigno de vivir: ni siquiera los terroristas, como reconoce nuestra legislación. Aunque sí hay personas que viven en condiciones indignas. Y lo que hay que hacer entonces es corregir, o aliviar, esas condiciones: que no siempre sea posible no autoriza a afirmar que, en vista de eso, ya no son dignos de vivir.
Con todo esto no quiero decir que no haya nada que hacer: ya se habrá entendido que hay que curar al enfermo de su enfermedad principal -si es posible- y de las complicaciones que vayan surgiendo. Y no es necesario añadir que no se debe dejar sola a la familia en esta situación, que el deber del Estado es atender las necesidades de sus ciudadanos y actuar subsidiariamente cuando así se requiera. Pero en ningún caso puede afirmarse una contradicción: la compasión no quita la vida, sino que la cuida hasta su final.


 
[1]  http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/07/24/actualidad/1343153808_906956.html


viernes, 14 de enero de 2011

LOS CRUZADOS DE LA ALIANZA

Esperaron a que fuera de noche para ir a por él. El jefe de los ancianos les había ordenado llevarlo atado a su presencia para ser juzgado, y aunque esperaban encontrarlo solo y ellos eran muchos, no iban tranquilos: su fama de hombre poseedor de unos poderes especiales hacía pensar que no sería fácil prenderlo; un mago poderoso que había resucitado a muertos y había aquietado las fuerzas de la naturaleza, que había caminado sobre el agua y alimentado a muchedumbres con un puñado de peces y unos panes, no tendría graves dificultades para desembarazarse de ellos. Por eso no olvidaron llevar consigo espadas y palos para defenderse.
Pero no tuvieron necesidad de usarlos, porque no encontraron la resistencia para la que se habían preparado. Es verdad que su sola palabra les hizo caer por tierra, pero él no se enfrentó a sus captores, lo que no dejó de suponer para ellos una sorpresa y un profundo alivio. Y la sorpresa fue mayor cuando lo vieron acercarse a curar la herida que uno de sus amigos le hizo con una espada al criado del jefe de los ancianos.
Tampoco los ancianos que lo juzgaron las tenían todas consigo. Había dicho de ellos algunas cosas terribles, pero también conocían los poderes que había manifestado en público, y no se atrevían a enfrentársele abiertamente. Por eso lo trataban con un respeto distante, y esperaban que otros hiciesen las acusaciones directas. Pero no había manera, él siempre les ponía en evidencia la falsedad de las acusaciones. Hasta que uno de los guardias pierde la paciencia y le abofetea. Al instante, la sala del tribunal enmudece y todos los ojos lo miran petrificados. El propio guardia, de pronto, cae en la cuenta de lo que ha hecho: “¡No, no, no…! “¡Dios mío… ¿qué he hecho?!”. Y todos esperan verlo caer fulminado bajo las iras del acusado.
Pero, para su sorpresa, no pasó absolutamente nada. Jesús no devolvió la bofetada, y todo el mundo respiró aliviado. Se habían acabado sus terribles poderes: podían escupirlo, insultarlo, abofetearlo, azotarlo, apalearlo,... ¡matarlo! ¡Fuera miedos! Habían descubierto que golpear a Jesús sale gratis. Empezaba la orgía de sangre.
Y hasta hoy, Jesús sigue siendo abofeteado. No hablo de nuestras ofensas personales, se trata de otra cosa más honda: el afán de borrar el rostro de Jesús a fuerza de golpes y salivazos. Últimamente, con especial virulencia, en la cara de su Vicario, cuya sola presencia despierta una agresividad que no se explica únicamente por la persona del Papa. Porque hay que admitir que tampoco el Papa acude a sus abogados, tampoco él se querella ni busca la venganza. Y los enemigos de Jesús se crecen: ya no toleran tampoco los crucifijos, repartidos por todos los rincones de todos los pueblos de Europa.
Ahora dan un paso más. Parece ser que la Universidad de Barcelona había firmado en 1988 un convenio, aún vigente, con el Arzobispado de Barcelona, en el que se acordó que se destinara un espacio académico al culto católico. Pero los activistas del laicismo fundamentalista no pueden convivir con eso, y llevan un par de meses boicoteando las misas que se celebran en su Facultad de Ciencias Económicas, donde se encuentra el oratorio. Las cosas han llegado a tal punto de violencia que las autoridades académicas no han podido seguir mirando para otro lado, y en un sucinto comunicado se muestran dispuestas a debatir la cuestión en los órganos de gobierno, porque “los tiempos y las opiniones cambian”. Para empezar, se ha cerrado el oratorio al culto para evitar más disturbios.
Siento tener que decirlo, pero en este comunicado de la Universidad de Barcelona no veo más que una invitación al derecho del más fuerte: si los fieles desalojados hubieran tenido el impulso de responder a la violencia con una violencia mayor en favor de su propia causa, las cosas habrían tenido que hacerse de otra forma. Lo que significa que no se protegen ya los bienes jurídicos a consecuencia de unos principios, sino que ya sólo se pretende evitar el choque con el más fuerte. En esto queda la Alianza de Civilizaciones, en la alianza de los que queden cuando hayan eliminado a los que no les gustan. Y cuando sólo queden en pie los que devuelven la bofetada, la Alianza se habrá reducido a un solo miembro: el más fuerte.
Recientemente, el pensador francés Bernard-Henri Lévy, ateo confeso y referencia intelectual de la “nueva izquierda”, reclamaba en el “Corriere della Sera” una defensa decidida de los cristianos perseguidos: “O se adhiere uno a la doctrina criminal y loca que hace competir a las víctimas (a cada uno los propios muertos, a cada uno la propia memoria y, entre unos y otros, la guerra de muertos y memorias) y nos preocupan sólo las víctimas ‘propias’, o se rechaza (sabemos que en todo corazón hay suficiente espacio para compasión, luto y solidaridad no menos fraternos)”. Y concluye: “¿existe acaso permiso para matar cuando se trata de los fieles del ‘Papa alemán’? ¿Un permiso para oprimir, humillar, martirizar, en nombre de otra guerra de las civilizaciones no menos odiosa que la primera?” “No –responde–. Hoy es necesario defender a los cristianos”.

lunes, 16 de agosto de 2010

¿LA VERGÜENZA DE NUESTRO EJÉRCITO, ME HACE EL FAVOR?

Tenía que ocurrir, y ya ha ocurrido. Nuestro ejército ha expulsado de sus filas a una mujer por negarse a hacer unas pruebas físicas durante un embarazo de alto riesgo (1). Desde luego, no se puede dudar del escrúpulo con el que los miembros de la Junta de Evaluación han actuado en este caso: la ley es ley para todos, y todos somos iguales ante la ley. Nada, por tanto, que objetar. No hay que temer que se den situaciones de discriminación por razón de sexo, ni por ninguna otra razón, porque ya no hay razones para hacer distingos. No tenemos ya sexo, como tampoco edad, raza, religión, ni ninguna otra circunstancia que haga de nosotros personas individuales. No hay nada que nos diferencie del prójimo.

Para el que tiene la misión de dictar sentencia esto es particularmente sabroso, porque contemplar ante sí a una persona individual podría darle más trabajo, algo en que pensar y algún quebradero de cabeza. Se enfrenta, pues, al que tiene ante él como a una encarnación de Medusa, temiendo que si lo mira a los ojos acabará convertido en piedra. Y recurre, como Perseo, a un espejo que le proteja de su mirada. Lo malo es que ese espejo le devuelve la imagen de su propio rostro. Pero, bueno, no importa: está convencido de que todos los rostros son iguales.

En este caso está claro que no lo son. Quizá sería de sentido común aplazar las pruebas el tiempo razonable, pero todo el mundo puede comprender que si el Derecho fuera cosa de sentido común no habría que estudiar cinco años. Y a la vista está que el sentido común, aquí, brilla por su ausencia.

Otra cosa es la Justicia, o, mejor dicho, la justicia. Para nuestros abuelos, hacer justicia era una forma de ajustarse a la realidad. Pero tampoco es éste el caso: la realidad, por una vez, es manifiesta, y la sentencia de la Junta de Evaluación revela que no acaban de verse sacando adelante un embarazo, y que, en todo caso, la realidad debe someterse a la ley. La ley dice que hombres y mujeres somos iguales, y si hay alguien que no sea igual, peor para él. Digo, para ella.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? La evidencia de la realidad es tan palmaria que sólo se me ocurre pensar en la “obediencia debida”, en este caso, obediencia debida a la norma. Pero es ésta una norma que niega la realidad, y la realidad es lo más respetable del mundo, porque es tozuda y no puede desistir, de modo que acabamos dándonos de bruces contra ella. Mala cosa parece obedecer a una norma así.

Después de esta clara posición adoptada por el Estado, ¿cómo nos atrevemos a quejarnos de que a los ancianos y a las mujeres embarazadas no se les cede el asiento en el metro o en el autobús? Y otra cosa: ¿vamos a seguir empeñándonos en que nuestro Ejército está al servicio de la vida?

-¡Vaya, parece que nos han pillado en una mentirijilla!

-Bueno,… y ¿qué?
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(1)http://www.diarioinformacion.com/nacional/2010/08/16/ejercito-expulsa-embarazada/1035666.html

lunes, 13 de julio de 2009

CARTAS DE TRIUNFO

Con el auge del sentimiento ecológico ha surgido la idea de que a los animales les asisten unos derechos morales equivalentes a los Derechos Humanos. Esto se enfrenta con la creencia de que el único sujeto de derechos morales es el hombre, que por su inteligencia y voluntad está investido de una dignidad de la que carecen los animales. Esta postura es tildada ahora de egoísta, y de la misma forma que se ha superado el racismo y el sexismo que negaban esos derechos a los negros y a las mujeres, se considera llegado el momento de superar el “especismo” y reconocer a los animales derechos morales.

Pero lo cierto es que los partidarios de cambiar la situación tradicional no se ponen de acuerdo. Algunos afirman que todos los seres vivos tienen derechos porque poseen capacidades que tienden a su plenitud, y el hombre tiene el deber de promoverlas. A este respecto no hay diferencia: tanto derecho al amparo y protección tienen las capacidades de los animales como las de las plantas.

Sin embargo, en la práctica nos encontramos con que no podemos amparar simultáneamente la capacidad de la planta de conservar la vida y la capacidad del herbívoro de alimentarse de ella. Y, como era de esperar, han aparecido detractores de esta corriente dentro de los propios revisionistas. Son los que defienden que sólo poseen derechos morales aquellos que pueden experimentar dolor: sólo la capacidad de sufrir provoca un derecho, el derecho a que se les trate de forma que disminuya su sufrimiento y aumente su bienestar. Nuestras acciones, por tanto, deben ir encaminadas a evitar el mayor sufrimiento posible y procurar el mayor bienestar posible a la mayor cantidad posible de individuos. Se trataría, pues, de una cuestión aritmética.

Pero también este asunto se complica cuando lo llevamos a la vida real: ¿es lícito procurar la muerte de un conejo para alimentar a un ser humano, si tanto valen el sufrimiento y la vida de uno como los de otro? A esta pregunta responden otros animalistas que sí es lícito, porque lo decisivo es la capacidad del animal de organizarse socialmente, la capacidad de extraer del mundo natural instrumentos con los que alcanzar unos objetivos, es decir, su semejanza psicológica, e incluso genética, con el hombre. No cualquier animal, por tanto: sólo algunos simios tienen propiamente derechos morales.

Ya se ve que lo que venimos haciendo no es más que volver a la concepción tradicional, pero sustituyendo la inteligencia y la voluntad humanas por la posesión de vida, la capacidad de sentir o el parecido con los hombres; es decir: cambiamos una característica que tenemos nosotros y otros no por otra característica que también tenemos nosotros y otros no: no parece que por este camino vayamos a quitarnos de encima la acusación de egoísmo.

En su último libro (1), Adela Cortina propone superar estas dificultades por medio de la doctrina del pacto: tenemos derechos porque somos capaces de pactar normas y de comprometernos a cumplirlas. Eso implica ser capaces de comunicación humana, pues sólo puede pactar el que entiende lo que es una norma y puede decidir si la encuentra aceptable o no. Esa es la razón por la que no podemos reconocer derechos morales a los animales.

Pero entonces, ¿qué decir de los niños y de los disminuidos e incapacitados, que tampoco reúnen las condiciones del pacto? La diferencia es clara: un águila no se convierte en gallina por no poder volar; tampoco un hombre se convierte en simio por estar discapacitado. Sigue siendo un hombre. Pero carece de algo que le corresponde como hombre, y por eso no puede llevar una vida armónica. Somos los demás miembros de su comunidad los que debemos intentar suplir esa carencia.

Afirmar que sólo los hombres ostentan derechos morales no es egoísmo, sino simple consecuencia de la propia realidad humana: cualquier hombre, por el hecho de serlo, posee derechos morales. Ésa es su dignidad. Por eso son indiscutibles. Y por eso no se plantean como un argumento más, sino que se apela a ellos con carácter definitivo: son nuestras cartas de triunfo, las que al ponerse sobre la mesa zanjan la cuestión, ganan la partida.

Ahora bien: negar que los animales tengan derechos morales no equivale a afirmar que nosotros no tenemos obligaciones para con ellos. Son seres valiosos, y el reconocimiento de ese valor exige un trato adecuado e impone limitaciones a nuestra acción. Pero eso no significa que el animal tenga derecho alguno: también estamos obligados a cuidar y conservar el patrimonio artístico y natural, y eso no significa que la catedral de Burgos o la sierra de Cazorla tengan derecho a nada.

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(1) Adela Cortina: Las fronteras de la persona. Taurus. Madrid, 2009.