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miércoles, 15 de marzo de 2023

EL CASO GALILEO

 

“Se están alejando los historiadores, en sus investigaciones galileanas, del enfoque sectario que coloreó al positivismo decimonónico. Salvo en España. A nuestros estudiantes universitarios y becalaureandos les exponen todavía interpretaciones de Galileo y su obra sobradas de tópicos envejecidos» (Luis Alonso, Mito y débito. «Investigación y ciencia» mayo, 2003. p. XXX).

El caso Galileo ejemplifica para muchos una presunta hostilidad a la ciencia por parte de la iglesia, lo que podría ser razón suficiente para que partidarios y detractores se interesasen por él sin conformarse con un conocimiento superficial y frecuentemente erróneo.  Hace ya 30 años que san Juan Pablo II rehabilitó a Galileo y pidió perdón por su injusta condena, y hoy existen muchos estudios rigurosos que permiten establecer lo que sabemos del asunto. Puede ser un buen momento para un resumen desapasionado del caso. 

Lo cierto es que ese caso no es un ejemplo más de ese supuesto enfrentamiento, sino el único caso: no hay ninguno más. El relato se extiende entre los años 1610 y 1633, cuando Roma está ocupada en la Contrarreforma, subrayando los aspectos de la doctrina católica que contrarrestan los efectos de protestantismo. 

En 1610, Galileo, Primer Matemático del Gran Duque de Toscana, ha alcanzado la celebridad con sus descubrimientos astronómicos: las irregularidades de la superficie de la Luna, los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas de la superficie del sol,… Apoyándose en estos descubrimientos, Galileo desafía la física aristotélica y defiende el heliocentrismo de Copérnico. Los aristotélicos reaccionan, y cuando se quedan sin argumentos recurren a una pretendida contradicción entre Copérnico y la Biblia. Galileo niega esa contradicción, y, argumentando como teólogo, afirma que lo importante en la Biblia es el fondo de los asuntos que pretende enseñar y no las formas literarias que se usan para expresarlo. Pero en esta época de polémicas teológicas entre católicos y protestantes es difícil aceptar que un profano pretenda dar lecciones a los teólogos, proponiendo además novedades un tanto extrañas. Novedades, por otra parte, que algunos consideran no bien fundadas. Paradójicamente, tanto los teólogos como Galileo tuvieron razón en las críticas que se dirigieron mutuamente, pero al mismo tiempo ambos se equivocaron a la hora de interpretar las hipótesis en su propio campo. La Iglesia actualmente acepta que el heliocentrismo no implica una contradicción directa con la fe y, por otra parte, las pruebas científicas en las que se basaba Galileo para defender el heliocentrismo no se consideran hoy suficientes. 

Denunciado por los aristotélicos, en 1616 se inicia un proceso contra Galileo, aunque él ni siquiera llegó a comparecer, y sólo se enteró a través de terceros. El proceso se cierra en marzo con dos actos extrajudiciales: el libro Acerca de las revoluciones, de Nicolás Copérnico, publicado setenta años atrás, es incluido en el Índice de Libros Prohibidos, y se amonesta personalmente a Galileo para que se abstenga de defender la teoría heliocéntrica. Galileo, que se encontraba entonces en Roma dedicado a divulgar el copernicanismo, es citado a la residencia del cardenal Belarmino, quien, por orden del papa Pablo V, le conmina a abandonar la teoría copernicana. Galileo entendió que en lo sucesivo no podría argumentar a favor del heliocentrismo, y a ello se atuvo durante años. 

 El hecho de que, en las deliberaciones previas, once consultores del Santo Oficio afirmaran que decir que el sol es el centro del universo era formalmente herético se ha querido entender como un dictamen de la autoridad de la Iglesia, pero no lo era: sólo era la opinión de esos consultores. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el decreto de la Congregación del Índice, y en ese decreto no se dice que la doctrina heliocéntrica sea herética: lo que se dice es que es falsa y que se opone a la Sagrada Escritura. La diferencia es importante, y cualquier entendido en teología lo sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni debería considerar ahora, que se condenó el heliocentrismo por herético, porque no es cierto. 

En 1623 Galileo consideró que tenía una nueva prueba a favor del heliocentrismo: creyó que las mareas eran producidas por el movimiento de la Tierra. Además, la elección como Papa (Urbano VIII) del Cardenal Barberini, amigo y admirador suyo desde hace años, le anima a viajar de nuevo a Roma, donde el Papa lo recibe cordialmente hasta en seis ocasiones durante 1624. Galileo cree que es momento de revisar la postura sobre el heliocentrismo, pero Urbano VIII considera que es una doctrina incorrecta y, en ese momento, temeraria. 

No obstante, el talante del Papa anima a Galileo a llevar a cabo un viejo proyecto: exponer en una obra dialogada las diferencias entre los dos sistemas. El libro está terminado en 1630, con el título Diálogo entre los dos grandes sistemas del mundo, y Galileo lo lleva a Roma para obtener los permisos eclesiásticos necesarios para su publicación. Allí se le asegura que, aunque hay que ajustar algunos detalles, puede publicarlo sin problemas, y Galileo regresa a Florencia. Pero entonces irrumpe la peste, que dificulta la comunicación entre Florencia y Roma, lo que alarga los trámites y pone nervioso a Galileo.  El Diálogo, finalmente, termina de imprimirse en Florencia el 21 de febrero de 1632, y su autor envía ejemplares a amigos en diversos países de Europa. Pero los problemas de comunicación con Roma persisten, y los primeros ejemplares no llegan allí hasta mediados de mayo. 

A esas alturas, el movimiento de la Tierra es la menor de las preocupaciones del Papa. La Guerra de los Treinta Años, que divide a Europa entre católicos y protestantes, está en su apogeo, y Urbano VIII, antiguo legado en París, no quiere perder a Francia, proclive a aliarse con Alemania y Suecia, protestantes, contra España y el Imperio, que reclaman una defensa decidida del catolicismo. El 8 de marzo el Cardenal Borgia, embajador de España, acusa abiertamente al Papa de no defender como era preciso la causa católica. Se crea una situación extraordinariamente violenta, y Urbano VIII se siente especialmente obligado a evitar cualquier cosa que pueda interpretarse como una defensa poco decidida de la fe. 

En ese momento llegan los primeros ejemplares del Diálogo, que se interpreta como una defensa del copernicanismo, lo que da lugar a que se acuse a Galileo de saltarse la prohibición de 1616. El Papa intenta evitar su difusión y crea una comisión para estudiar el escrito. El 23 de septiembre de 1632 el Santo Oficio convoca a Galileo a Roma para octubre de ese año, pero el viaje sufre varias dilaciones y cuando Galileo llega por fin a Roma es el 13 de febrero de 1633. El proceso se centra en una única acusación: la desobediencia al decreto de 1616. En su declaración del 12 de abril, Galileo insiste en asegurar que el Diálogo no defiende el copernicanismo. Pero esa defensa es tan evidente que empeñarse en negarlo expone a Galileo a duras penas de acuerdo con los reglamentos del Santo Oficio, y el Papa, para evitarlo, hace entonces algo insólito: propone al Comisario que visite a Galileo en la residencia en que se aloja para intentar convencerlo de que admita su error. Tras una larga conversación, el 30 de abril Galileo declara que, habiendo vuelto a leerlo, reconoce que quizás el Dialogo defiende el copernicanismo con más fuerza de la que él considera que tienen sus argumentos. El 10 de mayo, ante el Santo Oficio, Galileo declara haber actuado siempre de buena fe, y, después de eso, se siguen al detalle los pasos del plan diseñado por Urbano VIII: el 22 de junio la Comisión lo declara culpable, prohíbe el Diálogo y Galileo, que debe retractarse públicamente, es condenado a prisión, salvando así el honor del Tribunal -y satisfaciendo, de paso, las exigencias de rigor de los Habsburgo-; al día siguiente el Papa le conmuta la cárcel por un arresto domiciliario, y el día 30 se le permite abandonar Roma. Pero aún hay peste en Florencia, y Galileo es acogido el 9 de julio por el obispo de Siena, su amigo y discípulo. Galileo está ya por fin en su residencia de Florencia el 17 de diciembre. 

No tienen ningún fundamento las numerosas falsedades divulgadas sobre las circunstancias del final de su vida: ni ejecutado, ni condenado a muerte por la Inquisición: Galileo murió de muerte natural en su residencia de Florencia el miércoles 8 de enero de 1642, a los 77 años de edad, nueve años después de finalizar el proceso.



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miércoles, 21 de enero de 2015

“Y, SIN EMBARGO, NO SE MUEVE”



El nombre de Galileo Galilei es popular por el juicio en el que, según la leyenda, tras retractarse de su doctrina heliocéntrica declarando que la tierra no se mueve en órbitas elípticas alrededor del sol, añadió para sí: “Y, sin embargo, se mueve”. Pero, además, es célebre, y ha pasado a la historia, por haber transformado la visión que tiene la humanidad de la realidad en que está inmersa.
  
Desde los tiempos antiguos –con alguna excepción en los albores de nuestra civilización- había quedado firmemente establecido que la tierra constituía el centro del universo y que el sol giraba en círculos en torno a la ella, al tiempo que  una serie de astros errabundos, nómadas, (“planetas”), describían unas trayectorias extravagantes. Se componía así un escenario que resultaba difícil de manejar, y se sucedían los modelos que intentaban simplificarlo sin perder de vista que su evidencia estaba al alcance de cualquiera con sólo salir a la calle y mirar al cielo.
  
Porque no olvidemos que esa visión era fruto de la experiencia diaria, que nos enseña que el sol se levanta del horizonte por el este, se desplaza sobre el fondo del cielo en una trayectoria curva, y se oculta tras el horizonte por el oeste, para volver a aparecer por el este a la mañana siguiente. Se necesitaba una resistencia heroica ante la evidencia para no aceptar este modelo.
  
Galileo fue el loco que se negó a aceptar dicha evidencia y propuso un sol inmóvil, del mismo modo que se negó a aceptar que los cuerpos, en caída libre, alcanzan velocidades muy distintas en función de sus propias características –que es lo que podemos comprobar todos los días-, y se empeñó en afirmar, contra toda evidencia, que sus velocidades son idénticas, y lo que requiere una explicación es por qué la observación de la vida ordinaria no lo confirma. Hasta tal punto cierra los ojos a la experiencia que algún discípulo suyo llegará a afirmar que esas son las leyes de la Naturaleza “y si la experiencia no lo corrobora, peor para ella”: quedaba inaugurada la vía matemática para llegar al conocimiento de la realidad. Los cálculos quedaban simplificados con este modelo galileano, y eso permitió dar un impulso formidable a nuestro conocimiento de la naturaleza.
  
Acaba de salir a la luz, por lo visto, un libro escrito por Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic, de profesión matemáticos, que lleva el provocador título de “Y, sin embargo, no se mueve” y es, como se puede adivinar, una exposición de ese geocentrismo que creíamos derrotado para siempre desde hace unos pocos cientos de años. Desconozco su contenido con detalle, pues no lo he leído, y no creo probable que llegue a hacerlo, pero han llegado hasta mí unas críticas furibundas que defienden a horca y cuchillo la inmovilidad del sol. 
  
Pasando por alto el hecho de que la ciencia actual defiende el movimiento de traslación del sol dentro de la galaxia, no deja de sorprender tanto revuelo cien años después de que Einstein cuajara la Teoría General de la Relatividad, que asegura, entre otras cosas, que, en el estudio del movimiento, tanto vale un sistema de referencia como otro. Lo que significa, para el caso que nos ocupa, que resulta indiferente decir que el punto inmóvil es la tierra –y el sol gira a su alrededor-, como que el inmóvil es el sol, o el centro de la galaxia, o cualquier otro punto del universo. Probablemente serán más complejas las fórmulas necesarias para el modelo de Gorostizaga y Bernadic  –no lo sé, los matemáticos son ellos- pero negar a esa hipótesis el derecho a existir no es más que el reflejo de una mentalidad que está anclada en la Mecánica de Newton y se niega a aceptar la Física del siglo XX.
  
La ciencia, todas las ciencias, no son más que constructos para entender y manejar la realidad. Nada, en principio, favorece una hipótesis más que otra, con tal de que explique la experiencia. El modelo de Galileo resultó, sin duda, más manejable y fructífero que el de Ptolomeo, que le había precedido. Pero no es más que un modelo, un planteamiento general para hacernos las explicaciones más fáciles, y es perfectamente admisible otro distinto en el que el universo pueda ser entendido bajo otro prisma. El esbozo es algo intrínsecamente limitado, que deja fuera no sabemos cuántas dimensiones que no caben -y ni siquiera tienen sentido- dentro de él. Sólo tenemos que volver la vista a las cosmogonías griega, india, china, azteca…, para comprender lo limitados que son los esbozos, también el nuestro, matemático.
  
Recuerdo la impresión que me produjo la primera vez que leí un texto del filósofo español Xavier Zubiri que trata de algo parecido a lo que quiero decir: hombre “de saberes excesivos” en palabras de su discípulo Julián Marías, Zubiri se preguntaba si sabremos algún día las cosas que ignoramos del universo precisamente por haberlo “esbozado” en términos matemáticos. 
  
Y también recuerdo la respuesta de una destacada figura de la Física de su tiempo:  -“Es la única pregunta que no se me había ocurrido, y que realmente me hace pensar”.