“Se están alejando los historiadores, en
sus investigaciones galileanas, del enfoque sectario que coloreó al positivismo
decimonónico. Salvo en España. A nuestros estudiantes universitarios y
becalaureandos les exponen todavía interpretaciones de Galileo y su obra
sobradas de tópicos envejecidos» (Luis Alonso, Mito y débito. «Investigación y ciencia» mayo, 2003. p. XXX).
El caso Galileo ejemplifica para muchos una presunta hostilidad a la ciencia por parte de la Iglesia, lo que podría ser razón suficiente para que partidarios y detractores se interesasen por él sin conformarse con un conocimiento superficial y frecuentemente erróneo. Hace ya 30 años que san Juan Pablo II rehabilitó a Galileo y pidió perdón por su injusta condena, y hoy existen muchos estudios rigurosos que permiten establecer lo que sabemos del asunto. Puede ser un buen momento para un resumen desapasionado del caso.
Lo cierto es que ese caso no es un ejemplo más de ese supuesto enfrentamiento, sino el único caso: no hay ninguno más. El relato se extiende entre los años 1610 y 1633, cuando Roma está ocupada en la Contrarreforma, subrayando los aspectos de la doctrina católica que contrarrestan los efectos de protestantismo.
En 1610, Galileo, Primer Matemático del Gran Duque de
Toscana, ha alcanzado la celebridad con sus descubrimientos astronómicos: las
irregularidades de la superficie de la Luna, los satélites de Júpiter, las
fases de Venus, las manchas de la superficie del sol,… Apoyándose en estos
descubrimientos, Galileo desafía la física aristotélica y defiende el
heliocentrismo de Copérnico. Los aristotélicos reaccionan, y cuando se quedan
sin argumentos recurren a una pretendida contradicción entre Copérnico y la
Biblia. Galileo niega esa contradicción, y, argumentando como teólogo, afirma
que lo importante en la Biblia es el fondo de los asuntos que pretende enseñar
y no las formas literarias que se usan para expresarlo. Pero en esta época de
polémicas teológicas entre católicos y protestantes es difícil aceptar que un
profano pretenda dar lecciones a los teólogos, proponiendo además novedades un
tanto extrañas. Novedades, por otra parte, que algunos consideran no bien
fundadas. Paradójicamente, tanto los teólogos como Galileo tuvieron razón en
las críticas que se dirigieron mutuamente, pero al mismo tiempo ambos se
equivocaron a la hora de interpretar las hipótesis en su propio campo. La
Iglesia actualmente acepta que el heliocentrismo no implica una contradicción
directa con la fe y, por otra parte, las pruebas científicas en las que se
basaba Galileo para defender el heliocentrismo no se consideran hoy suficientes.
Denunciado por los aristotélicos, en 1616 se inicia un
proceso contra Galileo, aunque él ni siquiera llegó a comparecer, y sólo se
enteró a través de terceros. El proceso se cierra en marzo con dos actos
extrajudiciales: el libro Acerca de las revoluciones, de Nicolás
Copérnico, publicado setenta años atrás, es incluido en el Índice de Libros
Prohibidos, y se amonesta personalmente a Galileo para que se abstenga de
defender la teoría heliocéntrica. Galileo, que se encontraba entonces en Roma
dedicado a divulgar el copernicanismo, es citado a la residencia del cardenal
Belarmino, quien, por orden del papa Pablo V, le conmina a abandonar la teoría
copernicana. Galileo entendió que en lo sucesivo no podría argumentar a favor
del heliocentrismo, y a ello se atuvo durante años.
El hecho de que, en las deliberaciones previas,
once consultores del Santo Oficio afirmaran que decir que el sol es el centro
del universo era formalmente herético se ha querido entender como un dictamen
de la autoridad de la Iglesia, pero no lo era: sólo era la opinión de esos
consultores. El único acto público de la autoridad de la Iglesia fue el decreto
de la Congregación del Índice, y en ese decreto no se dice que la doctrina
heliocéntrica sea herética: lo que se dice es que es falsa y que se opone a la
Sagrada Escritura. La diferencia es importante, y cualquier entendido en
teología lo sabía entonces y lo sabe ahora. Nadie consideró entonces, ni
debería considerar ahora, que se condenó el heliocentrismo por herético, porque
no es cierto.
En 1623 Galileo consideró que tenía una nueva prueba a
favor del heliocentrismo: creyó que las mareas eran producidas por el
movimiento de la Tierra. Además, la elección como Papa (Urbano VIII) del
Cardenal Barberini, amigo y admirador suyo desde hace años, le anima a viajar de nuevo
a Roma, donde el Papa lo recibe cordialmente hasta en seis ocasiones durante 1624. Galileo cree que es momento de revisar la postura sobre el
heliocentrismo, pero Urbano VIII considera que es una doctrina incorrecta y, en
ese momento, temeraria.
No obstante, el talante del Papa anima a Galileo a
llevar a cabo un viejo proyecto: exponer en una obra dialogada las diferencias
entre los dos sistemas. El libro está terminado en 1630, con el título Diálogo
entre los dos grandes sistemas del mundo, y Galileo lo lleva a Roma para
obtener los permisos eclesiásticos necesarios para su publicación. Allí se le
asegura que, aunque hay que ajustar algunos detalles, puede publicarlo sin
problemas, y Galileo regresa a Florencia. Pero entonces irrumpe la peste, que
dificulta la comunicación entre Florencia y Roma, lo que alarga los trámites y
pone nervioso a Galileo. El Diálogo, finalmente, termina de
imprimirse en Florencia el 21 de febrero de 1632, y su autor envía ejemplares a
amigos en diversos países de Europa. Pero los problemas de comunicación con
Roma persisten, y los primeros ejemplares no llegan allí hasta mediados de
mayo.
A esas alturas, el movimiento de la Tierra es la menor
de las preocupaciones del Papa. La Guerra de los Treinta Años, que divide a
Europa entre católicos y protestantes, está en su apogeo, y Urbano VIII,
antiguo legado en París, no quiere perder a Francia, proclive a aliarse con
Alemania y Suecia, protestantes, contra España y el Imperio, que reclaman una
defensa decidida del catolicismo. El 8 de marzo el Cardenal Borgia, embajador
de España, acusa abiertamente al Papa de no defender como era preciso la causa
católica. Se crea una situación extraordinariamente violenta, y Urbano VIII se
siente especialmente obligado a evitar cualquier cosa que pueda interpretarse
como una defensa poco decidida de la fe.
En ese momento llegan los primeros ejemplares del Diálogo, que se interpreta como una defensa del copernicanismo, lo que da lugar a que se acuse a Galileo de saltarse la prohibición de 1616. El Papa intenta evitar su difusión y crea una comisión para estudiar el escrito. El 23 de septiembre de 1632 el Santo Oficio convoca a Galileo a Roma para octubre de ese año, pero el viaje sufre varias dilaciones y cuando Galileo llega por fin a Roma es el 13 de febrero de 1633. El proceso se centra en una única acusación: la desobediencia al decreto de 1616. En su declaración del 12 de abril, Galileo insiste en asegurar que el Diálogo no defiende el copernicanismo. Pero esa defensa es tan evidente que empeñarse en negarlo expone a Galileo a duras penas de acuerdo con los reglamentos del Santo Oficio, y el Papa, para evitarlo, hace entonces algo insólito: propone al Comisario que visite a Galileo en la residencia en que se aloja para intentar convencerlo de que admita su error. Tras una larga conversación, el 30 de abril Galileo declara que, habiendo vuelto a leerlo, reconoce que quizás el Dialogo defiende el copernicanismo con más fuerza de la que él considera que tienen sus argumentos. El 10 de mayo, ante el Santo Oficio, Galileo declara haber actuado siempre de buena fe, y, después de eso, se siguen al detalle los pasos del plan diseñado por Urbano VIII: el 22 de junio la Comisión lo declara culpable, prohíbe el Diálogo y Galileo, que debe retractarse públicamente, es condenado a prisión, salvando así el honor del Tribunal -y satisfaciendo, de paso, las exigencias de rigor de los Habsburgo-; al día siguiente el Papa le conmuta la cárcel por un arresto domiciliario, y el día 30 se le permite abandonar Roma. Pero aún hay peste en Florencia, y Galileo es acogido el 9 de julio por el obispo de Siena, su amigo y discípulo. Galileo está ya por fin en su residencia de Florencia el 17 de diciembre.
No tienen ningún fundamento las numerosas falsedades
divulgadas sobre las circunstancias del final de su vida: ni ejecutado, ni condenado a
muerte por la Inquisición: Galileo murió de muerte natural en su residencia de
Florencia el miércoles 8 de enero de 1642, a los 77 años de edad, nueve años después
de finalizar el proceso.
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