El planeta Urano fue descubierto en 1781. Para 1846, cuando aún no había completado una vuelta alrededor del sol desde su descubrimiento, los astrónomos ya habían detectado algunas anomalías en su órbita. Se barajaban dos posibilidades: o bien la Ley de la Gravitación Universal tenía fisuras y había que recomponerla, o algo influía en el movimiento de Urano. La opción dejaba el resquicio para la libertad de cada cual: a favor o en contra de la Ley de Newton. Urbain Le Verrier, matemático, optó desde París por solidarizarse con Newton y en junio de 1846 postuló la existencia de un planeta responsable de esas anomalías, calculando su masa y su posición. En Berlín, Johann Galle, incitado por Le Verrier, apuntó hacia allí su telescopio y se encontró con Neptuno.
En 1917 Einstein se encuentra en una situación comparable. Partidario convencido de un universo estacionario, los cálculos apoyan, sin embargo, la idea de un universo en expansión. Para evitar esa conclusión se saca de la manga una “constante cosmológica” que compense las cuentas, algo que calificaría más tarde como el mayor error de su vida.
Son dos posturas antagónicas: Le Verrier se entregó a la realidad y se dejó llevar por ella, saltando al vacío y alumbrando una realidad nueva; Einstein amordazó la realidad y se erigió en su juez, traicionando, de paso, su vocación intelectual. Optó, porque no tenía otro remedio, pero optó por hacer trampas.
La razón es nuestro órgano para captar la realidad y comprenderla en todas sus dimensiones, de manera que conozcamos la verdad de las cosas. La condición, claro está, es vivir la realidad sin cerrazón, abierto de par en par, sin renegar de nada ni olvidar nada, con el deseo de aceptarla y de ser completado y corregido por ella. El que no acoge la posibilidad que la realidad misma sugiere está sustituyendo la razón por un proyecto decidido de antemano.
La razón tiene su dinámica propia y no acepta con facilidad que una pregunta quede sin respuesta: aspira a una plenitud que, como un puzzle, es sistema, orden y belleza. El hueco en el tablero la empuja a avanzar en la realidad en busca de la pieza que falta. No puede negar la pregunta -no puede ignorar el hueco-, porque sería traicionarse a sí misma.
Es sorprendente con qué facilidad se acepta que el librepensador se abstenga de pronunciarse sobre lo que pueda haber “más allá” –trans-cendencia- con el pretexto de apoyarse únicamente en el dato empírico. Pocos datos hay más empíricos que la pregunta, después de una cadena de respuestas, sobre la trascendencia. No es solamente el punto en el que desembocan, finalmente, las preguntas fundamentales que se planteaba Kant (¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?), sino que es la única pregunta que de verdad importa a quien quiere tomarse en serio su andadura por el mundo. El propio Kant confesó que el único momento en que sentía suscitarse en él una objeción total a su Crítica de la razón pura -donde niega que a partir de la realidad podamos remontarnos a otra presencia- era cuando salía de casa y, al levantar la cabeza, contemplaba el cielo estrellado. Lo experimentaba como una objeción fuerte, de pura razón: razón pura práctica frente razón pura especulativa.
No piensa libremente el que renuncia a una pregunta porque no tiene respuesta. Eso no es más que pensamiento cautivo por una decisión previa, exactamente como la constante cosmológica de Einstein. Y, en el fondo, es una falsificación: a nadie le ha quitado nunca el hambre saber que no podrá comer. El verdadero librepensador no renuncia a pensar: avanza en la penumbra, entre atisbos de luz, atento a lo que vislumbra en el camino.
Hay muchos científicos que han descubierto a Dios en su experiencia científica; y también muchos que, con la misma experiencia, han descartado a Dios. Y lo mismo se puede decir de filósofos, literatos,... Es decir, que abrirse a Dios no es cuestión de ciencia, filosofía o sensibilidad estética: es cuestión de opción. Ya lo decía Althusser, conocido neo-marxista: entre existencia de Dios y marxismo el problema no es de razón, sino de elección. Hay una opción que es conforme a la realidad -y, por eso, exalta la razón y va adonde la realidad la lleve- y hay otra opción que da la espalda a la realidad -y, por eso, oscurece la razón y hace trampas-.
Es cuestión de elección personal.