Raymond Dart descubrió el Australopitecus -de hace tres millones de años, la última especie de nuestro árbol genealógico antes de la aparición del género Homo- en una cueva de Sudáfrica, en 1924. Había encontrado el famoso hombre-mono, con lo que venía a confirmar la sospecha de Darwin de que el origen del hombre estaba en ese continente. Al comprobar más tarde que junto a los restos de australopitecos aparecían huesos afilados de diversos animales y cráneos de otros australopitecos con fracturas hundidas, Dart concluyó que el australopiteco había fabricado armas y con ellas se había envuelto en luchas fratricidas. Nació así la hipótesis “Mono asesino”, según la cual fue esa agresividad lo que le puso en la pista de despegue de la especie humana. Recordemos la fecha: 1924.
Cuarenta años más tarde, en 1962, Louis y Mary Leakey asociaron por primera vez la elaboración de verdaderas herramientas al Homo habilis -hace un millón de años- que acababan de descubrir en Olduvai (Tanzania). El australopiteco de Dart no había tenido ocasión alguna de elaborar las armas que se le atribuían, ni de llevar a cabo aquella matanza.
Pasaron
veinte años más hasta que, en 1981, Bob Brain reinterpretó los hallazgos de
Dart y llegó a una conclusión que a esas alturas resultaba ya obvia para todos: los australopitecos
no eran asesinos, sólo eran el plato fuerte del festín celebrado en aquel
escenario. En realidad, los rasgos físicos del australopiteco, con largos
brazos para huir balanceándose por los árboles, y carente de un pulgar oponible
como los nuestros, resultaban poco adecuados para representar el papel que le había
atribuido Dart. Lo que había ocurrido era, simplemente, que en 1924 el mundo estaba recuperándose de la matanza de la Primera Guerra Mudial. El
hombre había desatado la mayor carnicería de que se tenía noticia, y ese dato
actuaba desde los sótanos de la mente de Dart, y teñía su mirada y su
concepción del mundo, haciendo que interpretase lo que veía en una dirección
concreta.
En 1978 Glynn Isaac observó que los huesos y piedras talladas se distribuían en Olduvai formando círculos, lo que le llevó a pensar que se encontraba ante los “hogares” de aquellos grupos humanos. Surgió así la hipótesis “Base de operaciones”: los Homo habilis no eran humanos sólo porque elaboraban herramientas -como habían establecido los Leakey-, sino también porque trabajaban juntos. O, mejor dicho, porque llevaban a cabo una distribución especializada del trabajo: los hombres se ocupaban de cazar y las mujeres, de la crianza y la alimentación.
Hasta que en 1984, usando la evidencia de los modelos economicistas, Richard Potts aseguró que tales sitios no significaban necesariamente hogares, pues no habría sido rentable viajar de vuelta al lugar de partida exponiéndose por el camino al peligro de depredadores. Lo que había ocurrido era, de nuevo, fruto de un prejuicio: también a Isaac, como a Dart (y como al propio Potts, todo hay que decirlo), le resultaba más cómodo que los pueblos prehistóricos se asemejasen a las sociedades en las que ellos mismos vivían.
Acaba de publicarse un trabajo que estrena un nuevo método para determinar el sexo de los restos fósiles. En el esmalte de nuestros dientes se encuentran algunas proteínas codificadas por el cromosoma X y otras codificadas por el cromosoma Y. Como la mujer tiene dos cromosomas X y ninguno Y, y el varón tiene uno de cada, la presencia de unas u otras de estas proteínas en los dientes fósiles permite identificar el sexo con más seguridad que con los métodos tradicionales utilizados hasta ahora.
Se han estudiado con este método los enterramientos de cazadores sudamericanos, de entre los años 6000 y 12000 a. JC, y se ha encontrado que alrededor del 40% de ellos son enterramientos de mujeres. Algo que cuestiona la propuesta de la hipótesis “Base de operaciones” que acabamos de recordar.
Siempre es difícil olvidar los estereotipos: una encuesta realizada recientemente entre estudiantes de Prehistoria reveló que cuando se imaginan a los neandertales, sólo el 20% de ellos imagina a una mujer, y nadie imagina a niños, pese a que todos saben que unas y otros están forzosamente presentes en toda sociedad.
Toda esta historia pone de manifiesto algo de lo que parece que no somos conscientes: que la ciencia no es imparcial, que nunca se produce en el vacío. Los autores de las hipótesis de trabajo son siempre personas reales, que viven en una sociedad y en un ambiente concretos, y cuyo sistema de creencias comparten; personas que reflejan en su trabajo las prevenciones y los miedos, los prejuicios y los intereses, del mundo en el que viven: “todo se ve del color del cristal con que se mira”. Max Planck, fundador de la Física Cuántica, sabía cuánto cuesta dejar atrás los prejuicios cuando aseguraba que el progreso de la ciencia se produce "funeral a funeral" ("Moriré con la tristeza de no poder aceptar la Física que se ha hecho a partir de mi descubrimiento").
Y otra cosa nos recuerda esta historia, algo que con demasiada frecuencia sólo lo científicos recuerdan: que la ciencia no dice nunca la última palabra, sólo ofrece interpretaciones de la realidad a la altura de su tiempo.