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miércoles, 20 de septiembre de 2023

VARÓN Y MUJER

 

En los animales la condición sexual está limitada a funciones y momentos concretos, pero en el hombre la condición sexuada está presente de modo permanente y totalizador. Hay dos formas de vida humana: la masculina y la femenina. Ser varón o ser mujer se vive en general como una condición valiosa, a pesar de que hay millones de ejemplares de cada uno. Eso se debe a que no es algo puramente biológico, sino biográfico: algo que no está “dado”, que debemos construirlo, que es un proyecto en marcha. Por eso es inseguro y admite grados: se puede ser más o menos hombre, más o menos mujer.

 Y por eso los papeles masculino y femenino varían a lo largo de la historia. Pero son los contenidos de la virilidad y de la feminidad los que varían; lo que no varía es su relación recíproca: se es varón con respecto a la mujer, y al revés. La condición sexuada se configura como proyección ante el otro sexo. 

 Pero esa proyección no es igualdad. Varones y mujeres no somos iguales: lo que existe entre los sexos es polaridad. Que no es oposición: entre las manos derecha e izquierda hay una relación de polaridad: no son iguales, pero no son contrarias: ambas son manos, formas diferentes de ser mano.

 Lo mismo pasa entre varones y mujeres. Por eso, las normas y estructuras válidas para cada uno de ellos no pueden derivarse del otro. Varón y mujer son iguales respecto a su dignidad y a su valor, pero son distintos respecto a su naturaleza. Y cuando esto se confunde todo se trastoca.

 Entre el hombre y la mujer no hay igualdad sino equilibrio, un equilibrio dinámico, hecho de desigualdad y de tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a los dos al mismo nivel, y, como es dinámico, cualquier cambio que se produzca en uno de ellos se compensa con un cambio en el otro y con una cierta reinterpretación social de ambos.

 Esto se ve claramente cuando nos asomamos a series de retratos a lo largo de la historia: cuando los hombres se dejan barba las mujeres aparece con el rostro más limpio, mientras que cuando los hombres se afeitan las mujeres se ponen más polvos y colores en la cara; e incluso, cuando el hombre ha acudido al maquillaje y a las pelucas, como en el Rococó, en el siglo XVIII francés, la mujer ha acentuado el colorido de su cara, y se ha vestido con ropajes más llamativos. Incluso en aquellas cosas compartidas por ambos sexos se introduce enseguida una cierta estilización que restaura las diferencias: hasta hace unos años el pantalón era una prenda de uso exclusivamente masculino; la incorporación de pantalones al vestuario de la mujer no ha significado, sin embargo, la igualación en el vestir: ahora hay pantalones de hombre y pantalones de mujer. 

 La condición sexuada no se limita a la genitalidad. Las cualidades de la persona tienen matices propios, peculiares de uno u otro sexo: la forma de vivir la ternura, por ejemplo, o la firmeza, tienen rasgos propios en uno y en otra. O ciertas tendencias, cierta “facilidad” para vivir algunos de esos aspectos: el varón muestra mayor tendencia a la exactitud, a racionalización, a la técnica,…mientras que a la mujer  se le da mejor el conocimiento de las personas, la atención a lo concreto, la intuición, la delicadeza,… No se trata de un “reparto” de cualidades, sino de una disposición a la complementariedad, a la ayuda mutua.

La condición sexuada crea así el “campo magnético” de la convivencia: pone ante nosotros una forma de vida humana que nos será siempre ajena, que tiene sus propios cauces proyectivos, sus cualidades, sus valores, sus matices propios. Exige el uso de la imaginación para interpretar a esa persona que es radicalmente “otra” que yo, y eso crea una tensión emocional, una actitud de anticipación y expectativa, que culmina en la posibilidad de la ilusión.

 Esta tensión es el substrato del amor. Pero el amor no puede reducirse a la vida psíquica ni a una serie de actos. Tampoco es algo que se tiene, ni es cuestión de física ni de química: el amor es un estado en el que se está y desde el que se vive. Amar a una persona no es sólo proyectarse biográficamente hacia ella, sino con ella. Cuando me enamoro cambia el proyecto en que consisto para incluir a la mujer que amo. Pero como se trata del proyecto en que consisto, resulta que cuando estoy enamorado me convierto en otro, distinto del que era antes de amarla. Y esto responde a la pregunta de por qué necesito a la mujer de la que estoy enamorado: la necesito para ser verdaderamente quien soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

 Pero la felicidad no es ausencia de conflictos. Los viejos cuentos de hadas nos decían que el príncipe y la princesa fueron felices para siempre, no que vivieron sin conflictos para siempre. Creo que la mayoría de los matrimonios son felices, pero no existe el matrimonio sin conflictos, porque los esposos son personas distintas con puntos de vista distintos.  

Muchos matrimonios se rompen porque se olvida esta verdad. 

viernes, 5 de enero de 2018

¿FELICIDAD SIN DEMOCRACIA?





Asegura Xavi Hernández que los cataríes consiguen ser felices sin democracia. La respuesta inmediata ha sido un chaparrón de insultos y burlas sobre la cabeza del futbolista. ¿Cómo es posible que alguien crea que se puede ser feliz en un régimen opresivo? Se le reprocha poco menos que connivencia con el tirano: debería saber ya que la democracia es condición necesaria y suficiente de todo lo bueno que hay en la vida. Al fin y al cabo, eso mismo se repetía todavía machaconamente en las calles de su infancia: con la democracia se acababan nuestras insuficiencias, el sol brillaba más y la hierba era más verde porque estrenábamos democracia. Si luego no ha sido así, la culpa es de los políticos encargados de proporcionárnosla, que han sido traidores a su misión.

Pero Xavi hace ya dos años largos que se apartó de nuestro pequeño mundo doméstico, y se ha convertido en un personaje muy incorrecto: ya no presta atención a los viejos eslóganes de la posverdad nacional, que, por lo que estamos viendo, siguen siendo los mismos. Nos hemos instalado en el mundo de los Lunnis y no queremos salir de él.

Aunque difícilmente encontraremos una pareja más heterogénea que la felicidad y la política, y nos enseñaron de pequeños que no se puede operar con entidades heterogéneas. Felicidad y democracia pertenecen a esferas distintas de nuestra vida. La democracia, habíamos quedado, no es más que un sistema para elegir al César: una parcela sumamente reducida de la vida. La felicidad, en cambio, se refiere a su mismo núcleo: es mucho más amplia, y nunca encontramos lo político en primer plano: antes están el marido o la mujer, los hijos, la familia, los amigos,  el trabajo, la vocación -cuando es auténtica-, Dios -como quiera que lo concibamos-,... Hasta muy atrás no aparece la política.

Y habría que preguntarse, además, si es posible no aspirar a la felicidad. Ni siquiera en las circunstancias más penosas renunciamos a ella. Todo lo que hacemos, y todo lo que omitimos, tiene por objeto, en última instancia, alcanzar la felicidad. Podrá haber alguno que deje todo a un lado para dedicarse a la lucha política, y sacrificarle su propia vida personal, pero no será nunca más que una excepción anómala, un caso raro y no representativo. La humanidad entera -si exceptuamos el fleco demencial que encontramos siempre en todo- vive en vistas de la felicidad.

Que la consiga o no es ya otro asunto, pero no podemos culpar de ello al régimen político en el que viva. La felicidad siempre es inconstante, salpica nuestras vidas como las islas salpican la superficie del mar. Pero no hay vida verdaderamente humana que se desarrolle fuera del ámbito de la felicidad. Aunque estén oprimidos por el totalitarismo. La felicidad tiene que ver con la vida personal, no con ninguna otra cosa. Por eso no puede venir administrada desde arriba, y por eso no puede traerla la democracia: la felicidad no es el resultado de una fórmula mágica ni depende del resultado de unas elecciones. No hay una “felicidad para todos”.

Y no la hay porque la felicidad exige la culminación de un proyecto de vida auténtico, íntimamente personal. Claro que llevar a cabo un proyecto conlleva el riesgo de no alcanzarlo, de fracasar, y a nadie le gusta fracasar. Más, todavía: como todos tenemos proyectos diferentes, a veces alternativos, a veces sucesivos o contradictorios, es inevitable fracasar en algunos de ellos aunque se conquisten otros. Y es precisamente en los avanzados países democráticos occidentales donde más afán existe por la seguridad, donde menos interés hay en correr riesgos. Es una ilusión en el peor de los sentidos: algo irreal, ficticio. La vida es inseguridad, y el peligro que sigue como su sombra a ese afán por la seguridad es acabar instalado en lo que se denomina ahora “zona de confort”, alejando la posibilidad de fracaso… y de felicidad.

¿Se puede ser feliz sin democracia? Suponer que la felicidad llega como una consecuencia del régimen político sería tanto como negar la posibilidad de felicidad a una abrumadora porción de la Historia y de la Humanidad. Ni siquiera llega como resultado de la posesión de determinadas cosas, de determinados “bienes” -lo que descartaría de nuevo a una buena parte de nosotros. Pero todos tenemos proyectos y aspiraciones que nos ponen en el camino de la felicidad personal. Por eso siempre se ha podido ser feliz, incluso en circunstancias atormentadoras. Una felicidad incompleta, claro, limitada. E intermitente: a ratos, felices; a ratos, desdichados. Como en todos los sitios. Como en todas las épocas.

A mí -¡qué cosas!- lo que me sorprende de los cataríes es que consigan ser felices con 86 metros cúbicos de agua al año por persona. En España tocamos a 2710 y aún estamos intentándolo.