En
los animales la condición sexual está limitada a funciones y momentos
concretos, pero en el hombre la condición sexuada está presente de
modo permanente y totalizador. Hay dos formas de vida humana:
la masculina y la femenina. Ser varón o ser mujer se vive en general como una
condición valiosa, a pesar de que hay millones de ejemplares de cada uno. Eso
se debe a que no es algo puramente biológico, sino biográfico: algo que no está
“dado”, que debemos construirlo, que es un proyecto en marcha. Por eso es inseguro y admite grados: se
puede ser más o menos hombre, más o menos mujer.
Y por eso los papeles masculino y femenino varían a lo largo de la historia. Pero
son los contenidos de la virilidad y de la feminidad los que
varían; lo que no varía es su relación recíproca: se es varón con respecto a la mujer, y
al revés. La condición sexuada se configura como proyección ante el otro
sexo.
Pero
esa proyección no es igualdad. Varones y mujeres no somos iguales: lo que
existe entre los sexos es polaridad. Que no es oposición: entre las manos
derecha e izquierda hay una relación de polaridad: no son iguales, pero no son
contrarias: ambas son manos, formas diferentes de ser mano.
Lo
mismo pasa entre varones y mujeres. Por eso, las normas y estructuras válidas
para cada uno de ellos no pueden derivarse del otro. Varón y mujer son iguales
respecto a su dignidad y a su valor, pero son distintos respecto a su
naturaleza. Y cuando esto se confunde todo se trastoca.
Entre
el hombre y la mujer no hay igualdad sino equilibrio, un equilibrio dinámico,
hecho de desigualdad y de tensión. Que, como es equilibrio, mantiene a los dos al
mismo nivel, y, como es dinámico, cualquier cambio que se produzca en uno de
ellos se compensa con un cambio en el otro y con una cierta reinterpretación
social de ambos.
Esto se ve claramente cuando nos asomamos a series de retratos a lo largo de la historia: cuando los hombres se dejan barba las mujeres aparece con el rostro más limpio, mientras que cuando los hombres se afeitan las mujeres se ponen más polvos y colores en la cara; e incluso, cuando el hombre ha acudido al maquillaje y a las pelucas, como en el Rococó, en el siglo XVIII francés, la mujer ha acentuado el colorido de su cara, y se ha vestido con ropajes más llamativos. Incluso en aquellas cosas compartidas por ambos sexos se introduce enseguida una cierta estilización que restaura las diferencias: hasta hace unos años el pantalón era una prenda de uso exclusivamente masculino; la incorporación de pantalones al vestuario de la mujer no ha significado, sin embargo, la igualación en el vestir: ahora hay pantalones de hombre y pantalones de mujer.
La
condición sexuada no se limita a la genitalidad. Las cualidades de la persona tienen matices propios, peculiares de uno u otro sexo: la forma de vivir
la ternura, por ejemplo, o la firmeza, tienen rasgos propios en uno y en otra.
O ciertas tendencias, cierta “facilidad” para vivir algunos de esos aspectos: el
varón muestra mayor tendencia a la exactitud, a racionalización, a la
técnica,…mientras que a la mujer se le da mejor el conocimiento de las
personas, la atención a lo concreto, la intuición, la delicadeza,… No se trata
de un “reparto” de cualidades, sino de una disposición a la complementariedad,
a la ayuda mutua.
La
condición sexuada crea así el “campo magnético” de la convivencia: pone ante
nosotros una forma de vida humana que nos será siempre ajena, que tiene sus
propios cauces proyectivos, sus cualidades, sus valores, sus matices propios.
Exige el uso de la imaginación para interpretar a esa persona que es
radicalmente “otra” que yo, y eso crea una tensión emocional, una actitud de
anticipación y expectativa, que culmina en la posibilidad de la ilusión.
Esta
tensión es el substrato del amor. Pero el amor no puede reducirse a la vida
psíquica ni a una serie de actos. Tampoco es algo que se tiene, ni
es cuestión de física ni de química: el amor es un estado en el que se está y
desde el que se vive. Amar a una persona no es sólo proyectarse
biográficamente hacia ella, sino con ella.
Cuando me enamoro cambia el proyecto en que consisto para incluir a la mujer
que amo. Pero como se trata del proyecto en que consisto, resulta
que cuando estoy enamorado me convierto en otro, distinto del que era antes de
amarla. Y esto responde a la pregunta de por qué necesito a la mujer de la que
estoy enamorado: la necesito para ser verdaderamente quien soy. Por eso el amor
auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es
felicidad.
Pero
la felicidad no es ausencia de conflictos. Los viejos cuentos de hadas nos
decían que el príncipe y la princesa fueron felices para siempre, no que
vivieron sin conflictos para siempre. Creo que la mayoría de los
matrimonios son felices, pero no existe el matrimonio sin conflictos, porque los esposos son personas distintas con puntos de vista distintos.
Muchos
matrimonios se rompen porque se olvida esta verdad.