domingo, 20 de diciembre de 2020

EL REINO DE LA LOCURA

La paja pincha. Parecerá una obviedad, pero cuando contemplamos a Jesús acostado en el pesebre sobre paja y nos parece un lecho mullido y confortable tenemos que recordar que la paja pincha. Si no fuera así encontraríamos enseguida la aguja en el pajar.

Y hay que recordar también las condiciones y el ambiente de una cuadra. Si hay que tener la experiencia de la paja sobre nuestra carne para conocer su pinchazo, lo mismo pasa con la atmósfera que se respira en una cuadra. No hace falta retroceder dos mil años para adivinar los olores -y los insectos- de aquel portal.

Desde luego, si cualquiera de nosotros fuese Dios habríamos escogido para venir otras circunstancias más apropiadas a nuestra dignidad. No habríamos aparecido en forma de un bebé inerme, no nos habríamos rodeado de precariedad, y, desde luego, no nos habríamos instalado entre animales, expuestos a una cornada o a una coz, a un resbalón en la boñiga.

¿Este bebé es el que iba a salvar al mundo? ¡Si, por lo menos, hubiera venido montado en un carro de guerra, con trompetas en el cielo y corrimiento de montañas! Un dios de los truenos, un Júpiter Tonante, un Wotan con sus valkirias o cualquiera de esas deidades que tanto nos gusta imaginarnos a los hombres. Pero así… ¿cómo vamos a creer en Él? ¿Qué Dios Todopoderoso habría venido como un bebé insignificante a un pueblo miserable escondido en un rincón olvidado del Imperio, pudiendo llegar a la cumbre de la jet-set, por lo menos con los ropajes impresionantes de los Sumos Sacerdotes?

Pero habrá que “darle otra vuelta” antes de concluir que todo esto es un absurdo. Porque es fácil adorar -y, sobre todo, temer- a Júpiter Tonante, con el que es necesario mantener siempre una prudente distancia y un respetuoso vasallaje. Pero si recorremos los relatos de las mitologías no encontramos ningún testimonio de amor a los Júpiter Tonantes; ¿quién puede amar a alguien así?  

Y, sobre todo, ¿por qué iba a querer Dios que le amásemos si nos podía tener sometidos, a su merced, sin forma de resistirnos ni escapatoria? Sólo un Dios que fuese Amor pondría el amor en primer plano. Y Dios sabe que no podemos amar nada que nos aplaste con su grandeza, nada que no podamos rodear con los brazos. Si nosotros podemos amar a Dios es porque Dios ha bajado el último peldaño y se ha acercado a nuestro corazón sin protecciones, desvalido, entregado. Hay quien dice que es difícil creer que Jesús sea Dios. Lo que de verdad sería difícil sería creer en Dios si no fuera Jesús, si su amor no fuera tan grande que se hiciese así de pequeño.

Dios abre su cielo y nos enseña que no es tan serio y aburrido como nos habíamos imaginado. Rompe nuestros esquemas y nuestras previsiones: su Palabra no sabe hablar, y de su boca, en lugar de órdenes inexorables o profundas enseñanzas teológicas, sale sólo una sonrisa, una lengua que se curva y una burbuja frágil y fugaz.

La revelación no es una fórmula misteriosa o un manual de instrucciones, sino la certeza de que Dios nos ama, que no nos ha abandonado a la deriva después del pecado, que le importa nuestro amor por encima de cualquier otra cosa.

Dios es amor, ¿cómo no entender que se haga bebé? El reino de la locura ha comenzado.

 

lunes, 14 de diciembre de 2020

UN CALLEJÓN CON SALIDA


Peter Singer, el célebre filósofo utilitarista que apadrina aquel Proyecto Gran Simio del que hace tiempo que no oímos hablar –lo cual no significa nada- lleva cuarenta años defendiendo que es preferible acabar con ciertas personas cuya vida no le parece digna de ser vivida. Hasta que un día diagnosticaron alzheimer a su madre, y tuvo que enfrentarse a un dilema: hacerse cargo de ella hasta el final, o ser consecuente con la postura que había defendido públicamente durante años, y adelantar su muerte. Singer prefirió amar a ser consecuente, y su madre murió años después, de modo natural.

Ésa es la consecuencia de pasar de planteamientos teóricos a la vida personal. “Ama, y haz lo que quieras”, decía san Agustín, sabiendo que, cuando amamos, lo que queremos es lo que quiere el amor. Singer dejó a un lado los planteamientos impersonales y se centró en una persona concreta, a la que él amaba; eso lo cambió todo. 

La experiencia de la realidad de la muerte, propia o ajena, no deja indiferente a nadie. Y, a pesar de que la sabemos ineludible, nada afrontamos con más improvisación. Cuando una persona sabe que su muerte está cerca valora cosas que antes no valoraba, y cambia muchas de sus actitudes. También la gente que le rodea y que le quiere cambia, y se muestra dispuesta a lo que nunca habría pensado con tal de proporcionarle compañía, afecto, consuelo, comprensión, aliento, alivio, comodidades. Se llega a resolver alejamientos y a perdonar lo que hasta ese momento parecía imperdonable.

La hora de la muerte es un momento de planteamientos radicales sobre la propia vida, la familia, los afectos, los logros y los fracasos. Y esto no siempre es fuente de paz: «morir en paz» no es tan accesible y habitual como debería. Lo habitual es que en ese momento los fracasos y las decepciones se saquen de contexto y se magnifiquen.

¿Qué papel debe jugar el personal sanitario que está cerca, aunque muchas veces esa cercanía sólo sea física? El mecanismo psicológico “de defensa” es el rechazo de la compasión, la indiferencia como escudo: no implicarse afectivamente. Pero nadie prefiere una muerte así. Y, desde luego, no hay en ello nada de colaboración para lograr una muerte digna.

Si no es humano pensar que una persona viva sola, tampoco lo es que muera sola. Hay que saber acompañar ese paso de la muerte. ¿Qué cuidados necesita un enfermo terminal para encontrar la paz a pesar de sus vivencias negativas? ¿Y cómo conseguir que los que están alrededor del moribundo no caigan en la desesperanza, la tristeza y la depresión por lo inevitable? 

El enfoque adecuado en ese momento es el enfoque de los cuidados paliativos: que se tengan en cuenta y se comprendan todas las dimensiones de la persona. Una atención integral, que permita dignificar la situación que atraviesa el enfermo terminal. Para decirlo con las palabras de José María Pardo Sanz: «la muerte y el dolor se dignifican si son aceptados y vividos por la persona en toda su dimensión orgánica, psicológica y espiritual». 

 Cuando los pacientes no logran resolver estas tres dimensiones (orgánica, psicológica y espiritual), se sienten atrapados en un callejón sin salida, y sienten la urgencia de salir de él. El primer impulso es que si no hay salida hay que terminar pronto con todo: que les aceleren la muerte. Pero si se maneja adecuadamente la situación clínica -especialmente el control del dolor y síntomas más gravosos-, y el apoyo psicológico y la compañía familiar y espiritual están resueltos, al paciente no le urge ya morir. Es lo que el poso de la experiencia ha resumido en el consejo «si su médico no le alivia el dolor, no pida la eutanasia: pida que le cambien el médico». 

El momento de la muerte es muy doloroso, pero es el definitivo, y puede ser el más valioso, decisivo, en la vida de esa persona. Puede llevar implícito terminar serenamente la vida. Y el personal sanitario es el primero que debe aportar lo necesario para permitir que el paciente terminal se prepare externa e internamente para morir en un ambiente auténticamente humano.