viernes, 19 de julio de 2013

SI LA VIERAS CON MIS OJOS...





En su célebre cuento “El Principito”, Antoine de Saint-Exupéry nos muestra el proceso por el que su personaje aprende a no quedarse en las apariencias y a profundizar para alcanzar las corrientes de fondo donde reside la auténtica consistencia de las cosas. Lo resume el secreto que le confía el zorro: “Sólo se puede ver con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos.”

Es algo que tiene que ver con el amor: la mirada del amor ilumina a la persona amada y descubre en ella cualidades y aspectos que pasan desapercibidos a los ojos de los demás. No: aunque los clásicos lo representaban con los ojos vendados, el amor no es ciego, sino todo lo contrario: es una luz poderosa que ilumina los últimos resquicios y permite ver lo que permanecía oculto. No es un engaño, no es una ilusión. El amor muestra la verdad profunda de la realidad con tal evidencia que nos entregamos a él con una confianza que resiste toda argumentación contraria. Lo sabía muy bien Segismundo, para quien la persistencia de su amor por Estrella (“esto”) es prueba única y bastante de una realidad que empieza a parecerle irreal: “Que fue verdad veo yo en que todo se acabó y esto sólo no se acaba”.

Es la misma historia que nos contaba Platón de aquellos hombres que estaban encadenados en una caverna, de espaldas a su boca, y sólo conocían del mundo exterior las sombras que se proyectaban sobre la pared que tenían enfrente. Un día uno de ellos se liberó y contempló la realidad exterior abiertamente, sin disfraz ni camuflaje; cuando volvió a la cueva no pudo mirar ya aquellas sombras de la misma manera: miraba ya “con otros ojos”. Dyango, una autoridad en esta materia, subrayaba la importancia de adoptar el punto de vista enamorado para alcanzar la verdad más profunda: “¡Si la vieras con mis ojos... !”.

A veces pienso que algo parecido ocurre con el relato que nos ofrece la ciencia. Los griegos reconocían que en todas las cosas existía una “sub-stancia” que estaba escondida bajo la apariencia de las cosas y que constituía su verdadero ser. La ciencia de hoy, sin embargo, se ha olvidado todo esto, y se conforma con proponernos una imagen de la realidad que resulta poco imaginativa, algo miope, corta de vista, como de andar por casa. Que sirve, sí, para alcanzar el objetivo inmediato que se propone, pero que cuando la hacemos funcionar en el seno de nuestra vida se demuestra insuficiente y pobre. Pienso, por ejemplo, en las sensaciones que provoca en nosotros la contemplación de un paisaje hermoso, en la emoción que nos produce una melodía, en la ilusión expectante en que nos coloca el amor: ante eso ¿quién puede creer que la música no es más que vibraciones, que la luz no es más que una partícula con una onda asociada, que el amor no es más que química? No, cuando nos tomamos la vida como realmente es, cuando no la disecamos, es imposible que nos conformemos con lo que nos propone la ciencia; sus respuestas no acaban de servirnos, no podemos tomárnoslas definitivamente en serio: nos perderíamos lo mejor.

Yo no soy teólogo, pero me basta vivir la vida como es para sospechar que el Papa ha dicho más de una cosa interesante en su primera encíclica: que toda la realidad es fruto del amor de Dios, y que ese amor puede iluminar nuestra mirada para enriquecerla; que el amor de Dios nos sitúa en otro plano más rico, un plano de mayor plenitud. Toda la carta está escrita en el lenguaje del amor: “la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”, “creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia”, “la salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia”. El Papa nos recuerda la importancia de mirar con ojos enamorados: “transformados por ese amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro”; “el cristiano (…) comienza a ver con los ojos de Cristo”.

También para el Papa el amor y la verdad se requieren mutuamente: si, por una parte “sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona”, por otra, “sólo en cuanto está fundado en la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común”. Resuenan las palabras de Segismundo.

Y toda la realidad asciende a otro plano: “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a considerar como verdad sólo la verdad tecnológica (...) (la fe) ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad en toda su riqueza inagotable”.

De modo que al final resulta que la verdad profunda de todo es el amor. Valía la pena escribir una encíclica para explicarlo.