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martes, 8 de diciembre de 2015

VOLVER A CASA

Ya sabemos que la vida consiste en tomar decisiones, optar entre diferentes posibilidades, elegir; en última instancia, elegirnos, elegirme: quién voy a ser después de esa decisión. Ésa es la grandeza de la libertad. Y la responsabilidad que lleva consigo.

Pero, además, repetir los mismos actos me inclina a realizarlos con más facilidad la próxima vez, me facilita su repetición; así adquiero el hábito que me permite, por ejemplo, escribir sin mirar al teclado con una velocidad y precisión que parecían inalcanzables cuando empezaba.

Por eso, porque nos “inclina” en una dirección y nos facilita repetir los mismos actos, es por lo que no conseguimos fácilmente desembarazarnos de un pasado que compromete nuestra libertad. Eso lo sabe todo el que siente la garra de un hábito que no consigue dejar atrás. El pasado está incrustado en nuestra espalda y no podemos sacudírnoslo de encima. El pasado: “lo que pasó”. Que no es “lo que fue, y ya no es” sino “lo que ocurrió, y ya no puede no haber ocurrido”.

Nadie vuelve atrás. Arrastramos las consecuencias de nuestros actos: el peso del daño producido, de las deslealtades, ingratitudes y egoísmos, de nuestras perezas, miedos y soberbias, nos inclina a repetirlos, tira de nosotros hacia abajo y nos impide remontar.

¿Nadie vuelve atrás? Cuando Jesús curó a aquel paralítico al que unos amigos descolgaron por el tejado (Mc 2, 7) los judíos se preguntaban: “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”. Aquellos hombres se daban cuenta de que borrar el pasado requiere un poder creador: sólo Dios puede hacer que lo que ocurrió no haya ocurrido, sólo un amor creador puede marcar en nosotros un nuevo comienzo. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mc 11, 28)

Por medio de la bula “Misericordiae vultus” (MV)  ha convocado el Papa un Jubileo Extraordinario de la Misericordia que comienza hoy, día 8 de diciembre,  y nos recuerda verdades profundas y consoladoras: que Dios se preocupa por nosotros y por nuestra felicidad, y para ello, vuelca su omnipotencia en su misericordia, una misericordia que nos devuelve la esperanza de ser amados para siempre a pesar de nuestro pecado, porque nada que nosotros podamos hacer hará que Dios deje de amarnos, que deje de buscarnos.

El amor de Dios es tierno y misericordioso, acogedor y compasivo. Basta contemplar a Jesús en la cruz y al ladrón crucificado a su lado: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Un amor creador, que mira a Mateo, publicano -¡pecador público!-, le brinda su perdón, lo escoge para ser uno de los Doce y hace de él un santo.

Y al liberarnos de la huella que dejó en nosotros el pasado nos capacita para crecer en el amor y nos invita a actuar como hijos de nuestro Padre –a su imagen y semejanza- liberando también nosotros a los demás de las ataduras que les impiden levantarse: “Es el tiempo de retornar a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza.” (MV, 10). De la misma manera que hizo Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21), el Papa nos anuncia ahora un año de gracia y nos invita a “anunciar la liberación a cuantos están prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna, restituir la vista a quien no puede ver más porque se ha replegado sobre sí mismo, y volver a dar dignidad a cuantos han sido privados de ella.” (MV, 16). 

El Papa nos pide que vivamos las obras de misericordia. ¡Las obras de misericordia! Sí, me acuerdo... Bueno, me acuerdo de algunas (cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, consolar al triste …), de otras me acuerdo menos (enseñar al que no sabe, corregir al que se equivoca, …), pero hay algunas (sufrir con paciencia los defectos del prójimo,  por ejemplo, o perdonar las injurias, y, sobre todo, rogar a Dios por vivos y difuntos) de las que sospecho que no me acuerdo en absoluto.

Voy a ponerme manos a la obra. Me levantaré, y me pondré en camino  adonde está mi Padre. Yo lo que quiero es regresar, volver. Volver a casa. Y empezar de nuevo. Sin cuentas pendientes. Desde cero. 

miércoles, 4 de abril de 2012

NO ME ARREPIENTO DE NADA



Las FARC han estado de nuevo de actualidad por la liberación de los policías y militares que mantenía retenidos. Hace un año el que saltaba a la actualidad era José Luis Álvarez Santacristina, “Txelis”, antiguo jefe de ETA, que tras haber pasado 19 años en prisión, y después de haber renegado de su pasado, de haber perdido perdón a las víctimas y haberlas “indemnizado” según sus posibilidades, era fotografiado cuando se acercaba a comulgar.

Estamos tan acostumbrados a vernos comparados con los animales –especialmente ahora que cada día salen a relucir las semejanzas de nuestro genoma con el de alguna especie cercana- que se nos pasa por alto que lo único que diferencia a las personas de los animales es que las personas no somos animales: no tenemos un repertorio de instintos que nos permitan responder automáticamente a la situación en que nos encontramos. Nosotros no tenemos las respuestas “hechas”, tenemos que inventárnoslas cada vez, tenemos que deliberar, siquiera sea por un instante, y decidir qué vamos a hacer. Es decir, tenemos que decidir en qué situación queremos estar luego, más tarde, una hora después o dentro de un año.

Eso es la libertad. No consiste tanto en la facultad de escoger nuestro comportamiento como en la facultad de escoger quién voy a ser yo mañana. Pero muchas veces pasa que lo que pretendemos conseguir mañana no es más que un espejismo, una ilusión, y cuando lo alcanzamos, cuando deberíamos sentir la satisfacción del objetivo cumplido, lo nos sentimos es engañados por un señuelo. O bien, que lo que nos parecía valioso ayer hoy ya no nos lo parece tanto. No sé cuál es el caso de Txelis y de las FARC, pero sí sé que me ha hecho pensar en una frase que escuchamos con creciente frecuencia y en numerosos ámbitos: “no me arrepiento de nada”. Parece ser que el arrepentimiento no goza de buena fama, que se considera indicio de debilidad, cuando no de masoquismo; algo, en fin, que debemos alejar cuanto antes de nosotros si queremos alcanzar una vida noble, fuerte y segura de sí misma.

Sin embargo, yo dudo de que podamos alcanzar una vida simplemente humana si no conocemos el arrepentimiento, si nos encontramos permanentemente amarrados a nuestro pasado, porque me da la impresión de que no está cercano el día en que todas nuestras decisiones sean acertadas. Y, al contrario de lo que parece creerse, dar carpetazo a la dirección que habíamos dado a nuestra vida, olvidar el pasado y lanzarnos hacia un futuro nuevo rompiendo con lo que hemos sido hasta ese momento tiene muy poco que ver con la debilidad o el miedo: hace falta valor para romper con el pasado, porque no es fácil admitir que lo que hicimos de nosotros no es algo valioso que merezca la pena conservar.

Pero el que es capaz de dar ese paso recibe una nueva oportunidad de cotizarse al alza, de revalorizarse. El que se arrepiente se vuelve sobre sus pasos para rehacerse, para borrar lo malo y apegarse a lo bueno descubierto. Asume su pasado para superarlo, y, como lo asume, no ofrece excusas ni se disculpa: pide perdón. Pero el perdón es justamente lo que no se merece, lo que no se puede exigir, un regalo inmerecido, una gracia, un don sobreabundante, un (su)per-don. No se puede exigir, pero siempre puede esperarse. Siempre. Estos días recordamos, después de tanto tiempo, al ladrón que literalmente en el último momento dio un volantazo decisivo a su vida y recibió el regalo sobreabundante: -"Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino". -"Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso".





lunes, 1 de agosto de 2011

PERDONAR PARA PODER VIVIR

La reciente noticia del perdón de una mujer iraní que ha evitado que el hombre que la cegó con ácido haya sido cegado por el mismo procedimiento ha puesto sobre la mesa, no sólo la heroicidad del hecho en sí, sino la misma posibilidad del perdón.
La primera impresión es que se trata de algo poco natural, de un perdón que contraviene a la propia naturaleza, que está por encima de nuestras posibilidades, que es sobrehumano. Y, desde luego, no podríamos objetar nada si no hubiese concedido ese perdón: al fin y al cabo, todos somos humanos, y el dolor reclama venganza. Estamos en la ley del talión, tan frecuentemente denostada, pero a la que tan bien viene recurrir algunas veces. No olvidemos que la ley del talión, más que rasgo de barbarie, es un indicio de que la barbarie va quedando atrás: pone un límite a la venganza, que, de otra manera, iría multiplicándose en sucesivos viajes de ida y vuelta, hasta hacer imposible toda convivencia, toda sociedad: basta volver la mirada a las guerras de la antigua Yugoslavia, o la que enfrentó a hutus con tutsis en Ruanda, para comprender que la ley del talión nació de la necesidad de sobrevivir a una violencia creciente y feroz.
Pero esta mujer, Ameneh Bahrami, ha ido más allá de la pura limitación de la venganza, y lo ha hecho en circunstancias heroicas. Enfrentada con el horror, oprimida por el horror, ha sabido alejarse de él, dañada pero incontaminada. No es fácil, es casi sobrehumano. Pero es lo único, no ya “bueno”, “honroso” o “noble” que puede hacer: es lo único “saludable” que puede hacer. En primer lugar, porque la alternativa –hacer al otro lo que el otro le hizo a ella- en el fondo, la hubiera puesto al mismo nivel que su agresor: se nos olvida que nuestras decisiones, nuestros actos tienen un efecto en el mundo exterior que puede ser que no nos importe demasiado, pero tienen otro efecto que nos transforma por dentro: cuando robo, cuando torturo, cuando mato, provoco el traslado de una cosa a otro lugar, la presencia del sufrimiento donde no lo había, la sustitución de una persona por un cadáver; pero también me transformo a mí mismo: me convierto en un ladrón, en un torturador, en un asesino.
Hay, además, una razón de máxima importancia práctica. El rencor provocado por el dolor sufrido acaba apoderándose de nuestro corazón y de nuestra voluntad, prolongando el daño, haciéndonos cómplices de nuestro agresor y multiplicando su poder sobre nosotros. No hay adónde huir: nos persigue incansable, reabriendo la herida sin cesar y robándonos la paz y la propia vida. Y ni siquiera devolver el mal nos deja descansar: no hay daño bastante para satisfacernos, no hay medida suficiente para adormecer el corazón, para matar el odio, la rabia perpetuada. ¿Cómo librarnos de esto, cómo volver a vivir y a descansar?
La única escapatoria del dolor es el perdón, que extingue el rencor y limita la duración del daño, que destruye el poder del agresor y nos devuelve la soberanía sobre nuestra propia vida. El perdón –“per-don”- es el regalo sobreabundante que da lo que no se merece, que libera a la víctima de la servidumbre a la que la sometía el resentimiento, que destruye la obra del agresor, que aniquila el mal. El perdón es la última esperanza que le queda a la víctima de sobrevivir a su dolor. ¿Es sobrehumano? No: es la liberación del mal, una condición para alcanzar una vida plenamente humana.