lunes, 1 de agosto de 2011

PERDONAR PARA PODER VIVIR

La reciente noticia del perdón de una mujer iraní que ha evitado que el hombre que la cegó con ácido haya sido cegado por el mismo procedimiento ha puesto sobre la mesa, no sólo la heroicidad del hecho en sí, sino la misma posibilidad del perdón.
La primera impresión es que se trata de algo poco natural, de un perdón que contraviene a la propia naturaleza, que está por encima de nuestras posibilidades, que es sobrehumano. Y, desde luego, no podríamos objetar nada si no hubiese concedido ese perdón: al fin y al cabo, todos somos humanos, y el dolor reclama venganza. Estamos en la ley del talión, tan frecuentemente denostada, pero a la que tan bien viene recurrir algunas veces. No olvidemos que la ley del talión, más que rasgo de barbarie, es un indicio de que la barbarie va quedando atrás: pone un límite a la venganza, que, de otra manera, iría multiplicándose en sucesivos viajes de ida y vuelta, hasta hacer imposible toda convivencia, toda sociedad: basta volver la mirada a las guerras de la antigua Yugoslavia, o la que enfrentó a hutus con tutsis en Ruanda, para comprender que la ley del talión nació de la necesidad de sobrevivir a una violencia creciente y feroz.
Pero esta mujer, Ameneh Bahrami, ha ido más allá de la pura limitación de la venganza, y lo ha hecho en circunstancias heroicas. Enfrentada con el horror, oprimida por el horror, ha sabido alejarse de él, dañada pero incontaminada. No es fácil, es casi sobrehumano. Pero es lo único, no ya “bueno”, “honroso” o “noble” que puede hacer: es lo único “saludable” que puede hacer. En primer lugar, porque la alternativa –hacer al otro lo que el otro le hizo a ella- en el fondo, la hubiera puesto al mismo nivel que su agresor: se nos olvida que nuestras decisiones, nuestros actos tienen un efecto en el mundo exterior que puede ser que no nos importe demasiado, pero tienen otro efecto que nos transforma por dentro: cuando robo, cuando torturo, cuando mato, provoco el traslado de una cosa a otro lugar, la presencia del sufrimiento donde no lo había, la sustitución de una persona por un cadáver; pero también me transformo a mí mismo: me convierto en un ladrón, en un torturador, en un asesino.
Hay, además, una razón de máxima importancia práctica. El rencor provocado por el dolor sufrido acaba apoderándose de nuestro corazón y de nuestra voluntad, prolongando el daño, haciéndonos cómplices de nuestro agresor y multiplicando su poder sobre nosotros. No hay adónde huir: nos persigue incansable, reabriendo la herida sin cesar y robándonos la paz y la propia vida. Y ni siquiera devolver el mal nos deja descansar: no hay daño bastante para satisfacernos, no hay medida suficiente para adormecer el corazón, para matar el odio, la rabia perpetuada. ¿Cómo librarnos de esto, cómo volver a vivir y a descansar?
La única escapatoria del dolor es el perdón, que extingue el rencor y limita la duración del daño, que destruye el poder del agresor y nos devuelve la soberanía sobre nuestra propia vida. El perdón –“per-don”- es el regalo sobreabundante que da lo que no se merece, que libera a la víctima de la servidumbre a la que la sometía el resentimiento, que destruye la obra del agresor, que aniquila el mal. El perdón es la última esperanza que le queda a la víctima de sobrevivir a su dolor. ¿Es sobrehumano? No: es la liberación del mal, una condición para alcanzar una vida plenamente humana.