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miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA ENSEÑANZA DEL PINZÓN CEBRA


 



A pesar de la imagen del sabio distraído como un personaje ajeno al mundo que lo rodea, la verdad es que los científicos reales trasladan a su trabajo las mismas cuestiones que se plantea la sociedad en la que viven. Por eso proliferan ahora los estudios sobre el origen de la diversidad en el comportamiento de las personas y animales de uno u otro sexo, buscando la confirmación o el descarte de las doctrinas que apoyan su origen biológico natural o ambiental, educacional.

Es sabido que, entre los mamíferos, la diferenciación sexual se origina, en último término, en la asimetría en la dotación cromosómica, que presenta un par de cromosomas sexuales XX en las hembras, y XY en los machos. La razón de eso está en que el cromosoma Y de los machos contienen una región Sry que hace que la célula sexual indiferenciada produzca testosterona, y esa testosterona impregna todo el organismo, provocando su masculinización.

Esto se ha confirmado repetidamente de forma experimental administrando a las crías hembras, antes de la eclosión del huevo o inmediatamente tras el nacimiento, hormonas masculinas, y comprobando cómo se masculinizan. Pero las cosas no son tan claras, pues no se masculinizan en su totalidad, además de que se requieren dosis mucho más elevadas que las que da la naturaleza, y de que no se evita la masculinización de los embriones machos bloqueando sus hormonas. Por eso, nuestros sabios trabajan ahora en dilucidar qué más hay detrás de todo esto.

Desde luego, lo que hay “de más” es una dotación genética diferenciada, como ya sabíamos. Lo que ahora es nuevo es que el desarrollo de la técnica permite a los investigadores “diseñar” el ADN de los organismos que luego van a estudiar. Y una de las cosas que han hecho es separar la región Sry del cromosoma Y en el que normalmente está inserto, de modo que han conseguido individuos con Sry –y, por tanto, con testículos y con testosterona- asociados tanto al par XY como al par XX.

Los comportamientos con diferencias sexuales de los animales se refieren en general a dos ámbitos particulares: por un lado, el grupo de actividades relacionadas con la reproducción, que están presentes con carácter excluyente en forma de “todo o nada”. Es el caso del canto de cortejo en los machos de las aves, la defensa del territorio, el comportamiento copulatorio, la nutrición y la agresividad tras el nacimiento de las crías en algunas especies, etc. Por otra parte están las actividades no relacionadas con la reproducción, que predominan en uno u otro sexo pero se observan también, en menor proporción, en el sexo opuesto. Por ejemplo, la respuesta al estrés y a la ansiedad, las preferencias alimenticias, el comportamiento social, la sensibilidad al dolor y a los reclamos y estímulos en general.

Pues bien, los investigadores han estudiado estos comportamientos en los animales en los que se ha separado la región Sry del cromosoma Y, y han llegado a algunas conclusiones que abren nuevos caminos de investigación: han visto que las actividades relacionadas con la reproducción dependen de la presencia de Sry –o sea, de testículo o de ovario: de las hormonas- independientemente de la dotación cromosómica del individuo. Sin embargo, las actividades del segundo grupo, no relacionadas con la reproducción, se hacen presentes acompañando al par al que acompañan en la naturaleza -XX o XY-, independientemente de sus hormonas.

Ya sólo faltaba conseguir idéntico ambiente hormonal en ambas combinaciones de cromosomas sexuales para determinar con evidencia el papel que juega el cromosoma Y en todo esto. Y aquí ha venido la naturaleza –la casualidad- a ayudar a los científicos: en los pinzones cebra existe un llamativo dimorfismo sexual que da a la hembra un plumaje pardo y gris, y adorna al macho con una vistosa mancha anaranjada a ambos lados de la cabeza, además de rayas horizontales negras en la cara anterior del cuello y pecho que dan nombre a la especie. 

Pues bien, en la Universidad Rockefeller de Nueva York, Fernando Nottebohm, un estudioso de las aves, observó un ejemplar de pinzón cebra que mostraba el plumaje de las hembras en el lado izquierdo del cuerpo, y el colorido de los machos en el derecho. Nottebohm lo remitió a la Universidad de California en Los Ángeles, donde estudiaron a lo largo de meses su comportamiento copulatorio, que era siempre el correspondiente a un macho. Presentaba también canto de cortejo y la agresividad y otros comportamientos masculinos. Los niveles de hormonas masculinas eran intermedios entre los que presentan ordinariamente los machos y las hembras normales. 

Finalmente, al morir, fue objeto de una autopsia minuciosa, que comprobó diversos aspectos: en primer lugar, que, como parecía externamente, las dos mitades de su cuerpo tenían constantemente diferente dotación cromosómica y genética: cromosomas y genes masculinos en el lado derecho –incluyendo un  testículo bien formado, pero infértil- y cromosomas y genes femeninos en el lado izquierdo –incluyendo un ovario bien formado, pero infértil.  

Lo revelador fue el estudio de su sistema nervioso central, que mostró, como el resto del cuerpo, una clara diferenciación sexual a uno y otro lado de la línea media, incluyendo un evidente HVC (el centro nervioso que controla el canto de cortejo) a la derecha, y sólo esbozos del mismo a la izquierda. Como el organismo en su conjunto está bañado por una corriente de hormonas común, la diferenciación del sistema nervioso central –y de todo lo demás- ha de tener relación con la diferente dotación genética de cada región, con la presencia o la ausencia del cromosoma sexual diferencial (que en las aves corresponde a la hembra y se denomina W) (1). 

La conclusión no puede ser más obvia: la masculinidad o feminidad de los seres vivos no es algo superficial corregible con hormonas: pertenece a su íntima mismidad y no es posible desprenderse de ella.
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(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC153648/

lunes, 3 de julio de 2017

NIÑOS A LA INTEMPERIE


El colectivo LGTBI atraviesa su minuto de gloria. Con la complicidad de quienes ya anunciaron esta campaña, y la de los que no dijeron nunca nada sobre el asunto, procuran ahora imponer su visión del hombre a toda la sociedad. Es asunto largo y complejo, con muchas consecuencias que deberíamos considerar. Yo quiero hoy fijarme en una cuya justificación está en el aire y por eso se merece una consideración detenida: la intervención para cambiar de sexo a los menores.

Si digo yo que los niños están instalados en la provisionalidad seguramente no descubro nada a nadie. A nadie que haya conocido niños, claro, a nadie que tenga experiencia de niños reales. Habrá, quizá, alguno que no sepa de niños más que lo que haya leído: a ellos especialmente quiero dirigirme.

Que todos cambiamos a lo largo de nuestra vida es algo que nadie podrá discutir: somos un proyecto en marcha. Pero en el caso de los niños esto es de una evidencia rotunda: un niño puede aspirar hoy a ser un pirata temido en los siete mares, y mañana conformarse con ser Messi. La infancia consiste en ser provisional.

La provisionalidad tiñe todas las facetas de la vida infantil. También su identidad sexual. Pero ésta más especialmente, porque la madurez sexual se alcanza, como sabemos, precisamente, en la madurez. No en la adolescencia, mucho menos en la niñez, donde todo está todavía por aparecer, por manifestarse.

La nueva pretensión LGTBI viene ahora a decirnos que si un niño considera que su sexualidad no se corresponde con su sexo (si tiene lo que llaman “disforia de género”), hay que ir al cambio de sexo cuanto antes, mejor ahora que luego. Hay que acortar los trámites, no dejar tiempo para pensarlo  despacio. Más aún: si uno de los padres se opone su opinión no será tenida en cuenta, y si se oponen los dos el Estado decidirá en su lugar y se hará contra la voluntad de los dos.

Vamos a ver. Para empezar, establecer el diagnóstico con certeza lleva su tiempo, la opinión del niño no es lo más importante. Porque puede ser que ese niño –que no tiene por qué saber medicina- no distinga entre una disforia de género y un travestismo fetichista. O un travestismo no fetichista. O una orientación sexual egodistónica. O un trastorno en la maduración sexual. O un trastorno por aversión al sexo. O…

Y no da igual un diagnóstico que otro, porque cada uno de ellos implica una actitud diferente. Entonces, ¿a qué viene esa prisa para modificar irreversiblemente a esos niños para el resto de sus vidas, a qué viene tanto correr? En países nada timoratos en estas cuestiones, como los Estados Unidos o los Países Bajos, se niegan a intervenir antes de los 16 años, aunque lo pidan también los padres–que tampoco tienen por qué saber medicina, hay que recordarlo-. En España, el Grupo de Identidad y Diferenciación Sexual de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición –donde sí saben medicina- ha publicado un Documento de Posicionamiento en el que advierte: “La persistencia (de la disforia de género) en niños es claramente menor que en adultos. Los datos de persistencia indican que una gran mayoría (80-95%) de niños prepuberales que dicen sentirse del sexo contrario al de nacimiento, no seguirá experimentando tras la pubertad la disforia de género, dificultando con ello el establecimiento de un diagnóstico definitivo en la adolescencia”. Es decir: no hay que darle a esa impresión de «sexo equivocado» que tienen los niños carácter de rasgo definitivo: es más que muy probable que no dure.

Pero donde se ponen en evidencia los promotores de esta pretensión es en lo dispuestos que están a usurpar el papel de los padres. Que son, precisamente, los que quieren a ese niño, los que tienen un interés personal y directo por él, los que se preocupan por su bien y lloran con su pena y su dolor. Porque no podemos olvidar que el niño ya reasignado a su nuevo sexo no ha llegado al Paraíso. Incluso en países tan permisivos como Suecia –donde no existe presión social alguna a este respecto- el índice de suicidios entre ellos dobla el del resto de la población. ¿Quiénes van a estar entonces junto a ellos? ¿Los LGTBI? No, con toda seguridad los LGTBI no estarán entonces a su lado. Habrán desaparecido ya del horizonte, se habrán desinteresado ya de su “caso”, le habrán vuelto la espalda y habrán salido en busca de otro niño-bandera que sacar a la calle.

Los que van a estar entonces al lado de ese niño son sus padres. Los que van a sufrir con él, los que van a luchar por aliviar su dolor, los que van a sostener y confortar a ese niño, los que van a seguir amándolo con el amor entregado y sin reservas con que siempre lo han amado, son sus padres. Sus padres. No LGTBI. Ni siquiera el Estado. Sus padres. Entonces, ¿por qué ese afán de pasar por encima de los padres, arrollándolos con todo el poder del Estado y dejando a los niños abandonados a la intemperie? ¿Hay que recordar que el Estado debe estar al servicio del hombre, no contra él?

Pues tendremos que recordarlo.

miércoles, 8 de marzo de 2017

PRIMUM, NON NOCERE



En 1979 dirigió José Luis Garci una película casi olvidada que tituló “Las verdes praderas”. Contaba la historia de un hombre que, en su aspiración por alcanzar una posición social que le prometía una vida despreocupada y feliz, sacrificó cuanto fue necesario. Alcanzó, finalmente, el objeto de su deseo, y descubrió entonces que la realidad no se correspondía con lo que él había esperado: había corrido tras un señuelo, y al final del largo camino se encontraba sólo con la decepción y el dolor por las ocasiones de felicidad perdidas. El argumento quedaba resumido en el lamento del protagonista: -"¡Me han engañado, coño! ¡Me han engañado!”.

La enseñanza de esta película es aplicable a infinidad de situaciones reales de nuestra vida, pero me viene a la cabeza estos días con insistencia cuando considero la condición transexual, levantada recientemente como bandera de concepciones sociales encontradas. Ahora, cuando se atenúan ya los ecos de la refriega, quisiera considerar despacio la situación de esas  personas que no se encuentran “en casa” con su cuerpo masculino o femenino, y buscan la manera de cambiar las cosas. Por respeto a ellos y a su dolor quizá merezca la pena considerar las cosas con cierto detenimiento, no vayan a encontrarse, al final de un camino profundamente traumático, repitiendo el lamento del protagonista de “Las verdes praderas”.

¿Qué les ofrecemos hoy a estas personas para mejorar su situación? En esencia, hormonas y cirugía. De los cuatro aspectos de la diferenciación sexual -cromosómico, hormonal, genital y psíquico-, esos tratamientos persiguen adaptar dos de ellos al último. Evidentemente, la dimensión cromosómica del sexo resulta, para nuestras posibilidades, “incorregible”, pero las  hormonas proporcionan los caracteres sexuales secundarios deseados, y la cirugía sustituye un pecho prominente por otro plano, y elimina los órganos genitales vividos como “ajenos” para sustituirlos por otros, acordes con el sentimiento de la persona (ya que, como sabemos, los hombres tienen pene y las mujeres tienen vulva).

Sólo que resolver esta "fractura" de la persona no es tarea fácil, y ni siquiera es cierto que así vayamos a conseguirlo. La cirugía de cambio de sexo no es un procedimiento menor: exige una preparación previa, física y psíquica, biológicamente costosa y humanamente traumática, y, tras exponerse a riesgos de salud nada desdeñables, se alcanza, en el mejor de los casos, sólo la “apariencia” de los genitales deseados. Que resultan, además, disfuncionales, y que van a condenar a esta persona a la esterilidad: una sexualidad herida (no hay que echarse las manos a la cabeza cuando se habla de “curar” a estas personas: también las heridas deben ser curadas). Los nuevos órganos genitales no son lo deseado por el paciente, no resuelven su situación. Y, frecuentemente, tras ese largo y complicado proceso en busca de la plenitud, se encuentran donde no querían. Y, lo que es peor: sin espacio para el arrepentimiento, sin billete de vuelta. Hay algunos ejemplos dramáticas en los que la propia persona (el interesado, la víctima) ha optado por eliminarse físicamente, más incapaz que antes de reconciliarse con su nuevo estado.

Verdaderamente, si nos enfrentamos a este problema con los ojos abiertos y sin prejuicios, con sincero deseo de ayudar, tenemos que reconocer que lo que se les ofrece ahora a los transexuales es una mala solución. Y la razón es que los órganos sexuales no son la causa del problema. Son sólo la manifestación exterior de una realidad más profunda, que se enraíza en el núcleo del ser de esa persona, y a la que no podemos acceder. Por eso no funciona: porque eliminar una manifestación no elimina lo manifestado en ella. Por eso no conseguimos transformar a un hombre en una mujer, sólo podemos transformarlo en un hombre afeminado y mutilado; y a una mujer no podemos convertirla en un hombre, sino en una mujer virilizada y mutilada. En ambos casos, la imposibilidad de una plenitud humana, la imposibilidad de la felicidad. 


Debemos preguntarnos si es ésa la única posibilidad, si no es posible aspirar a otra cosa, aspirar a más. Debemos preguntarnos si no podríamos actuar, en primer lugar, sobre la dimensión psíquica, la única dimensión, al fin y al cabo, originariamente discordante. De la misma manera que actuamos en otros casos de disociación psicosomática. Sé que en algunos lugares se ha empezado por prohibir esa posibilidad, pero creo que no lo han pensado bien, y que se merece una consideración detenida y sin prevenciones. En primer lugar, porque no conduce a un camino sin retorno como en el caso de la cirugía, y deja espacio para el arrepentimiento -algo profundamente humano, no lo olvidemos-; en segundo lugar, porque no cierra ningún otro camino si los resultados no son satisfactorios -no excluye, por tanto la misma cirugía, llegado el caso-; y, en tercer lugar, porque es lo único aceptable para la larga tradición médica que nos dice que debe elegirse la posibilidad menos lesiva, el mal menor. El clásico Primum, non nocere - “lo primero, no dañar”- de nuestro clásicos: lo que los bioéticos llaman ahora  principio de no-maleficencia: no poner las cosas peor.