Mostrando entradas con la etiqueta Neandertal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Neandertal. Mostrar todas las entradas

viernes, 21 de abril de 2023

LA "HUMANIDAD" DE LOS MONOS

La televisión ha traído hasta nuestras casas las imágenes de un mono que se esfuerza por rescatar a un gato del pozo seco en el que está atrapado. Nos emociona y nos sorprende esa generosidad desinteresada ante la desgracia ajena, esta muestra de compasión en un animal. Y por eso nos parece un rasgo que lo aproxima a nosotros, un rasgo que lo hace casi humano.

Es una intuición ya de muchos años. Louis Leakey, el descubridor de los primeros restos del Homo habilis, becó a tres jóvenes voluntarias sin estudios ni formación previos -sin “prejuicios”- para que acudiesen a estudiar a los grandes simios en su medio natural con el fin de intentar comprender los orígenes de nuestra especie. Fueron conocidas como “las Trimates”: Jean Goodall, que estudiaría a los chimpancés; Dian Fossey, que estudiaría a los gorilas, y Biruté Galdikas, que estudiaría a los orangutanes.

Louis Leakey sentó así las bases de la Primatología actual. Especialmente reveladores resultaron los estudios de Goodall, que, por estar dedicada a nuestros parientes más cercanos, conmovió más profundamente las conciencias de sus contemporáneos. Durante los siguientes sesenta años Goodall derribaría las barreras que la ciencia había establecido entre nuestra especie y sus “primos carnales”. Hoy sabemos que los chimpancés también se dan abrazos, besos y palmadas en la espalda, que incluso se hacen cosquillas. Y que son capaces de elaborar unas rudimentarias herramientas. 

Muestran también semejanza con nosotros en otros aspectos. Desde muy pequeños poseen ya una cierta autoconciencia y comprensión de los otros,  y son capaces de ponerse en el lugar de los demás. Y a partir de los dieciocho meses de edad, como nuestros niños, ayudan espontáneamente a otros a alcanzar o recoger objetos sin esperar ninguna recompensa, incluso aunque suponga un esfuerzo considerable, exactamente como vemos que hace este animal en el video.

Son, por otra parte -también como nosotros- capaces de engañar. Pueden controlar su ira y fingir conciliación para engañar a un oponente y que se acerque lo bastante como para poder atacarlo. Las madres chimpancés pueden dominar su angustia si un joven agarra a su bebé, para no asustarlo y que huya con su hijo. Los machos subdominantes también controlan su deseo de aparearse con una hembra -ocultando, incluso, su erección con las manos- mientras un macho dominante está a la vista.

Son, diríamos, “casi humanos”.

Pero les falta ese “casi”. Los momentos de empatía entre chimpancés son raros, poco frecuentes, y son de más corto alcance que los nuestros –“sólo para amigos”- y de más corto plazo –“sólo para ahora”-; más a menudo se muestran insensibles al bienestar de otros miembros del grupo. 

También su vida social es muy diferente de la nuestra. Aunque viven en grupos que parecen 'sociedades', los chimpancés se abren camino en la vida de una manera que a nosotros nos parecería solitaria e insolidaria. Es representativa la historia de Gregor, un macho adulto estudiado por Goodall. Por el contacto humano enfermó de poliomielitis y, paralizado de cintura para abajo, perdió el control de la vejiga y quedó a merced de las infecciones y de las moscas. Arrastrándose con los brazos, intentaba unirse a los otros chimpancés, pero fue rechazado, y hasta atacado por dos congéneres en una ocasión. Cuando llegó a un círculo de chimpancés que se acicalaban mutuamente extendió su mano esperando un contacto, pero la reacción del grupo fue alejarse rápidamente de él.

Numerosos estudiosos, seducidos por nuestras semejanzas, han intentado establecer comunicación con ellos, pero los resultados han sido siempre poco satisfactorios: los chimpancés carecen de capacidad para expresar sus sentimientos, y de pensamientos que comunicar, y aunque se les puede enseñar un lenguaje, lo utilizan sólo para comunicar sus necesidades físicas y sus deseos: lo que nos separa de ellos no es sólo nuestra habilidad para comunicarnos, sino lo que queremos comunicar.

Los bonobos –los chimpancés enanos- son algo diferentes: su sociedad es más parecida a las sociedades humanas primitivas. Muchos investigadores creen que en nuestro antepasado común las emociones podrían haber sido en muchos aspectos más parecidas a las de un bonobo: son más altruistas que los chimpancés comunes, menos competitivos, más tolerantes con los forasteros y menos agresivos dentro de sus grupos. Los bonobos son capaces de manejar sus sentimientos con el fin de consolar a otros, y tienen más desarrollada la capacidad para colaborar con los demás, para el entendimiento compartido o para no perder los estribos y no ser agresivos.

Pero ningún chimpancé o bonobo ha recibido un cuidado comparable al que durante decenios recibió, hace 3.500 años, en Man Bac (Vietnam), un varón parapléjico desde su infancia, que vivió hasta pasados los 30 años. O, hace 40.000 años, el Neandertal Shanidar-1, que sufrió en la infancia un accidente que le deformó el cráneo, le hizo perder el brazo derecho y le dejó una degeneración en las piernas hasta su muerte a la avanzada edad de 25-30 años. O el individuo del que procede "Elvis", la cadera de un varón Heildergensis de hace 580.000 años, en Atapuerca, que llegó a la avanzada edad de 50 años con una deformación pélvica grave que sólo le permitiría desplazarse apoyándose en un palo, e incluso entonces, sólo muy lentamente. O los que proporcionaron, hace 1,6 millones de años, a KNM-ER 1808, una hembra de Homo erectus cuyo esqueleto muestra huellas de hipervitaminosis A prolongada, una enfermedad que cursa con dolor abdominal, visión borrosa, pérdida de conciencia...; alguien debió quedarse con ella, llevarla a un lugar seguro, traerle comida y agua. O los que, hace 1,8 millones de años, en el amanecer aún del género Homo, recibió D-344/D-3900, el Homo erectus de Dmanisi que sobrevivió durante años con un solo diente gracias a los cuidados de su grupo. No importa cuánto retrocedamos en el tiempo: encontramos ejemplos que son impensables entre los simios.

Puede ser que hayamos tenido un antepasado común con orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos, pero cuando empezamos a cuidarnos unos a otros iniciamos un nuevo camino.

viernes, 12 de octubre de 2018

SVANTE PÄÄBO, PREMIO PRINCESA DE ASTURIAS



El próximo día 19 se entregarán los Premios Princesa de Asturias. Este año el Premio a la Investigación Científica y Técnica ha recaído en Svante Pääbo, que ha alcanzado fama mundial tras haber logrado la recuperación y secuenciación de genomas antiguos. Pääbo ha publicado en sus memorias científicas (“El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos”) sus primeros intentos de rescatar ADN a partir de un trozo de hígado de ternera “momificado” en un horno de laboratorio; luego, el aislamiento del ADN de la momia de un faraón egipcio, y tras este éxito inicial, la obtención de ADN de los restos de un mamut congelado en Siberia, o del hombre de Hauslabjoch (“Ötzi”), un cadáver congelado de 3000 años de antigüedad encontrado en los Alpes en 1991.

Pero obtener ADN de tejido congelado no es lo mismo que recuperar ADN viable de restos óseos fosilizados hace decenas de miles de años. Por su condición de pionero, Pääbo tuvo que hacer frente a dificultades desconocidas hasta el momento en que se presentaban: desde el propio rescate de ADN -una molécula sumamente sensible y que espontáneamente se destruye una vez sobrevenida la muerte del individuo- hasta su aislamiento del ADN moderno que podía contaminar sus experimentos en cualquiera de los muchos pasos requeridos, pasando por las dificultades técnicas para extraer e identificar los diminutos fragmentos obtenidos, y para reconstruir con ellos el enorme puzzle del genoma antiguo, un puzzle cuya “imagen” final era previamente desconocida. Para hacernos una idea de la gesta que supuso, basta decir que la reconstrucción del genoma del hombre de Neandertal supuso el ensamblaje de más de ¡mil millones! de fragmentos de ADN.

El conocimiento del genoma nos ha permitido conocer rasgos del hombre de Neandertal que permanecían en la sombra. Por ejemplo: durante mucho tiempo se ha discutido si estarían más cerca del chimpancé o de nosotros en cuanto a la capacidad para desarrollar un lenguaje. Los trabajos de Pääbo han revelado que el neandertal tenía un gen FOXP2 -el gen encargado de regular el lenguaje- idéntico al humano: el hombre de Neandertal era capaz de un lenguaje articulado similar el nuestro.

Pero las consecuencias del trabajo del Svante Pääbo se extienden más allá, y han supuesto un cambio en el paradigma de los estudios sobre la evolución humana. No olvidemos que los estudios clásicos sobre restos fósiles se producen a partir del descubrimiento de fragmentos óseos, que, por sus rasgos físicos, hacen pensar a los investigadores que se trata, o no, de una nueva especie. Es decir: en el curso de la evolución humana se han definido especies diferentes -Australopithecus, H. habilis, H. erectus, H. ergaster, H. heilderbergensis, H. antecesor,…- a partir de características morfológicas de los fragmentos óseos encontrados. Pero eso está en contradicción con el concepto de especie que manejan habitualmente los biólogos. O, mejor, habría que decir “los conceptos que manejan los biólogos”, pues manejan uno u otro según el material de que disponen y el objeto que persiguen: “especie” puede significar un conjunto de individuos que se reproducen entre sí dando lugar a descendencia fértil (pero esto sólo vale para especies con reproducción sexual), o un conjunto de individuos que proceden directamente unos de otros en línea recta (por ejemplo, en el caso de las bacterias), o los individuos que comparten un “aspecto” general común (como en el caso de las especies extintas definidas por sus fósiles).

En el estado actual de la ciencia, sin embargo, el concepto de especie que tiene preeminencia es el que se basa en los datos genéticos, y ese conocimiento, que se ha acelerado en los últimos años, ha permitido rediseñar algunos aspectos del árbol de la vida: dos especies cualesquiera estarán más próximas entre sí desde el punto de vista evolutivo cuanto más semejantes sean sus genomas.

El trabajo de Pääbo ha supuesto aquí un cambio decisivo. La posibilidad de conocer genomas antiguos que se nos brinda ahora está permitiendo describir nuevas especies a partir de los datos genéticos: en el año 2008 se descubrió, en las cuevas de Denisova, al sur de Siberia, un pequeño fragmento del hueso de un dedo. El estudio de su genoma ha permitido saber que procede de una niña de entre 3 y 5 años perteneciente a una especie hasta entonces desconocida; poco tiempo después se encontraron dos dientes que resultaron ser de dos individuos distintos de la misma especie, llamada de momento -hasta que se alcance un acuerdo entre los especialistas- Denisoviano.

Y a partir de su genoma, comparando con poblaciones humanas actuales, se sabe ahora que el denisoviano se separó del neandertal después de que lo hiciera nuestra especie, y que, en su emigración hacia el este, siguió una ruta costera por el sur de Asia y alcanzó las islas Filipinas y Australia. Nada de todo esto se habría podido conocer si los estudiosos se hubieran limitado a discutir sobre formas, perfiles, orificios y crestas.

El doctor Pääbo ha descubierto nuevos caminos para el conocimiento de nuestro pasado. Y sus discípulos en distintos lugares del mundo están ya explorando esos caminos.

sábado, 28 de julio de 2018

NADIE ES UNA ISLA






La revista World Archaeology ha publicado recientemente un trabajo del equipo de P. Spikins, de la Universidad de York, en el que analizan los restos de un varón de Neanderthal de hace entre 45000 y 70000 años, con numerosas fracturas consolidadas en cráneo y extremidades, de las que concluyen pérdida de la visión y del movimiento del brazo derecho y de la pierna izquierda. Las lesiones le hubieran imposibilitado la vida en las condiciones de la época, y, sin embargo, la consolidación de las lesiones óseas y la deformación compensatoria de la pierna derecha demuestran una larga supervivencia posterior. Los autores concluyen la existencia en su grupo social de una atención hacia el desvalido aun cuando ya no está éste en condiciones de contribuir personalmente al sostenimiento del grupo. Sólo así se explica la larga supervivencia de un tullido semejante. El artículo revisa, además, numerosos casos similares de diferentes homínidos fósiles, y establece alguna comparación con grupos de primates actuales. Deja pensar que la humanización es paralela a la hominización.

Es verdad que la historia de la humanidad cursa con altibajos, y en diferentes momentos encontramos algunas sociedades que se han convencido de que ciertos seres humanos, por diferentes motivos, son ”parásitos sociales” que es mejor que mueran ya: los nacidos con malformación, los enemigos, los judíos, los aristócratas, los improductivos,…, o, en el mejor de los casos, no son merecedores, como el resto, de una vida en plenitud de dignidad: los negros, los esclavos, los siervos,…

Pero el desarrollo de la humanidad también se refiere al sentido moral, y frente a estas costumbres inhumanas ha ido abriéndose paso la idea de que todos los seres humanos son esencialmente iguales y tienen igual derecho a la vida sean cuales fueran sus diversas circunstancias. Y, así, hemos ido eliminando progresivamente –también con altibajos- la esclavitud, la tortura, el infanticidio, el racismo, el abandono de ancianos y enfermos,…, y hemos retirado a gobernantes y a jueces la facultad de sentenciar a una persona a muerte.

Sin embargo, ahora queremos dar esta misma facultad a los médicos. No sólo representa un enorme paso atrás, sino que corrompe la Medicina y la pone al servicio de la muerte, exactamente lo contrario de lo que está en su ADN. Por piedad, desde luego, nadie niega la buena intención que se esconde detrás de esa iniciativa. Lo llaman “muerte digna”, que es una forma  atractiva de presentarlo. Pero es una forma equivocada.

Porque la que es digna es la persona, y la persona es digna siempre. El hecho de que viva –o muera- en condiciones indignas no cambia esa verdad. Si las condiciones en que se vive o se muere son indignas, hay que cambiarlas. Pero nadie es indigno porque sean indignas sus condiciones. La dignidad humana es de raíz. Y le corresponde el derecho radical e indiscutible a vivir. Es digno, ciertamente, renunciar a la obstinación terapéutica sin esperanza alguna de curación - o mejoría- y esperar la llegada de la muerte con los menores dolores físicos posibles; como es digno también preferir esperar la muerte con plena consciencia y experiencia del sufrimiento final. Nada de eso tiene que ver con la eutanasia; la provocación de la muerte de un semejante, por muy compasivas que sean las motivaciones, es siempre ajena a la noción de dignidad de la persona.

 Pero es que, además, es una compasión mal entendida, porque los promotores de esta iniciativa consideran que el miedo a una muerte dolorosa puede ser tan intenso que haga preferible la muerte misma como forma de evitarlo, pero la experiencia de las Unidades de Cuidados Paliativos demuestra que cuando un enfermo que sufre pide que lo maten, en realidad está pidiendo que le alivien los padecimientos, tanto los físicos como los morales, que a veces superan a aquéllos: la soledad, la incomprensión, la falta de afecto y consuelo en el trance supremo. Cuando el enfermo recibe alivio físico y consuelo psicológico y moral, deja de pedir que acaben con su vida.

Por otra parte, si convertimos la sensibilidad personal -los sentimientos subjetivos- en fuente de moralidad de los propios actos, se llega a conclusiones indeseadas: en la Edad Media se podía creer sinceramente que atormentando al acusado se le hacía un bien, pues salvaría su alma; en el siglo XVIII se podía pensar que tener esclavos era una forma de ayudarlos a sobrevivir; y en la actualidad se puede creer que matar a un hijo recién nacido subnormal es ayudarle a evitar sufrimientos futuros. Todos esos sentimientos pueden ser subjetivamente bondadosos, pero resultan objetivamente inhumanos. No podemos confundir las circunstancias que podrían atenuar la responsabilidad - incluso hasta anularla- con lo que debe disponer la Norma, porque eso haría imposible la convivencia: cualquier acto, fuera el que fuese, estaría legitimado en virtud de los motivos íntimos de su autor, pues todo lo que hacemos lo hacemos porque nos parece bueno.

Al Estado le corresponde defender la vida humana, no clasificar las vidas humanas en dignas e indignas. Por eso establece normas de tráfico, calendario de vacunaciones, normas de seguridad laboral, criterios de calidad de los alimentos, lucha contra epidemias. Y hospitales, policía, ejército, tribunales,…

¿Y defender la vida contra la voluntad del propio interesado? Sí, también defender la vida contra la voluntad del propio interesado. En la conservación de cada vida humana hay tanto interés personal como social, y ni uno de ellos debe prevalecer en exclusiva sobre el otro, ni al revés. Ningún ser humano es una realidad aislada, fuente autónoma y exclusiva de derechos y obligaciones. Por eso nadie tiene derecho a eliminar una vida humana: ni la de otros ni la propia. Así lo ha entendido siempre la tradición jurídica occidental al considerar el derecho a la vida como indisponible.

En realidad, lo que sabían aquellos hombres de Neanderthal ya nos lo había recordado John Donne en el texto que Ernest Hemingway reprodujo en “Por quién doblan las campanas”  y con el que quiero terminar:

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.”