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domingo, 6 de junio de 2021

LA FUERZA DE LA COMUNIDAD

 

En su Discurso de Investidura el presidente Kennedy dejó una frase en la memoria colectiva: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. No entendimos que nos lo decía a nosotros, y, como no lo entendimos, llevamos todos este tiempo sufriendo las consecuencias de dejarlo todo en manos del Estado. De ese “Estado del Bienestar”, “Estado asistencial” en el que -tal y como lo venimos entendiendo- el ciudadano se desentiende de sus intereses y necesidades, y lo fía todo a esa entidad abstracta y lejana a la que hace responsable de su bienestar. Es más cómodo, desde luego. Y más irresponsable, porque significa que cuando el Estado toca fondo -y lo toca a menudo, ya que todos los costes van a parar a su bolsillo- o cuando cambia la persona, o la voluntad, o los intereses, del César, el primer perjudicado es ese ciudadano que le había confiado su bienestar. ¿Estamos sin remisión a merced del César?

 Algo habrá que hacer si queremos que cambien las cosas, porque si todo lo fiamos a un cambio en el Gobierno vamos a estar siempre en las mismas. La respuesta es volver a Kennedy y preguntarnos si no podemos hacer algo por nosotros mismos, algo que pueda sobrevivir a los cambios en las instituciones del Estado: ponernos en marcha -la sociedad civil- para asumir nuestros propios intereses, y defenderlos. ¿Por qué iba a tener el Estado más interés que yo en que mis necesidades sean cubiertas? ¿Por qué no ocuparnos de lo que nos afecta -a nosotros o a nuestra familia, amigos, vecinos, colegas,…- y está en nuestras manos? El Estado debería ser la instancia subsidiaria que cubriera aquellas áreas a las que no llegue la sociedad civil. Con dos ventajas evidentes: evitaríamos bancarrotas públicas como la que tenemos ahora, y no quedaríamos al capricho y conveniencia del gobernante de turno.

 Todo esto, que es aplicable a infinidad de situaciones de la vida social, lo escribo pensando en la comprometida situación en la que quedan en España los miles de dependientes y enfermos crónicos y terminales, para cuyo alivio físico o emocional lo único que les ofrece la asistencia de nuestro “Estado asistencial”, es una salida rápida y silenciosa por la puerta de atrás. No es una decisión de la sociedad, que no ha sido consultada, ni de las personas con conocimiento especifico de la materia, que, aunque se han pronunciado frecuente y unánimemente, no ha sido escuchadas. El César, simplemente, no quiere escuchar voces contradictorias. Pero eso no debería ser un problema: esas voces que no son escuchadas son muchas y tienen manos. Y de ellas depende que se note.

 La historia la cuenta Rafael Mota Vargas, médico internista del Complejo Hospitalario Universitario de Badajoz y Presidente de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos:

José Antonio tenía 45 años. Hombre joven, soltero, fuerte, de campo. Sin estudios pero con esa sabiduría natural que te da la vida. Vivía en una casita humilde en medio de la dehesa extremeña con su madre Felipa, viuda, 80 años, mujer menuda pero activa y recia.

José Antonio se dedicaba a criar pollos, gallinas y ganado en general. Aquel día maldito, sin saber cómo, cayó súbitamente y tuvo un dolor en la pierna izquierda «como nunca antes había tenido». En el hospital, tras estudio extenso, la noticia: «Fractura patológica de fémur. Cáncer diseminado. Menos de 3 meses de vida. No hay nada más que hacer. Traslado a Cuidados Paliativos». Tras dos meses de ingreso (intervención quirúrgica, control del dolor, soporte emocional, apoyo a su madre y todo lo que suele hacer un equipo de cuidados paliativos) llega la pregunta: «Doctor, quiero irme a mi casa, aquí en el hospital me muero». El equipo de paliativos: «¿Y ahora qué?». José Antonio y Felipa, sin más familia, solo se tenían el uno al otro y, encima, vivían en medio del campo a 10 km del consultorio más cercano y a 45 minutos del hospital. Felipa lloraba por las esquinas; «Si ella necesita que la cuiden», decía la enfermera.

Una tarde de hospital, al visitar a José Antonio, se enciende la chispa. Su habitación estaba llena de amigos. Los juntamos a todos y planteamos «José Antonio se quiere ir a casa pero Felipa no puede cuidarlo sola». Y ahí, de súbito, como cuando apareció la enfermedad, se organizaron: uno se encargó de las medicinas, otro ayudaba a Felipa en la cocina, el de más allá se hizo cargo de los animales, otro se quedaba por las noches, unos cuantos lo sacaban de paseo y hasta lo llevaban de pesca al pantano, su afición favorita. «iPor fin en casa doctor!, ¡esto sí que es vida!», decía… «Mire el cielo, respire el aire, cómo huelen las flores ¿verdad?, aquí soy tremendamente feliz»… Nueve meses en casa, en la dehesa extremeña, feliz a su manera… Y fue posible gracias a sus amigos: la fuerza de la comunidad.

En los últimos años se han producido importantes cambios demográficos en todo el mundo (envejecimiento de la población, desarrollo tecnológico, cambios en el papel del paciente, cambios económicos y sociales,...) que obligan a replantear el enfoque y la organización de los servicios sanitarios. La incidencia y prevalencia de las enfermedades crónicas está en aumento y presumiblemente será mucho mayor en los próximos años. Entre un 1 y un 1,5 % de la población padece enfermedades crónicas complejas en fase avanzada con altas necesidades de cuidados, y tres de cada cuatro muertes se producen por la progresión de problemas crónicos de salud. El envejecimiento, la dependencia y la soledad van de la mano. Todo esto lleva a la incapacidad de los sistemas sanitarios y sociales actuales para proporcionar la atención que se espera de ellos. Su propia sostenibilidad está en peligro, y es cada vez más necesario apostar por la sociedad civil.

 No digo que sea fácil. Sólo que es urgente.


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ESTADO ASISTENCIAL Y SOCIEDAD CIVIL: LO QUE PUEDES HACER TÚ POR TU PAÍS

martes, 19 de enero de 2021

HASTA LA ÚLTIMA GOTA


 

Quiero comenzar declarando directamente el objetivo de estas líneas: asegurar al enfermo concreto, real, que se enfrenta al final de su vida, que no importa lo que haya visto, oído o leído: en su futuro no existen únicamente el sufrimiento inaceptable o la eutanasia, alargar la vida sea como sea, “cueste lo que cueste”, o adelantar la muerte.

Es verdad que el encarnizamiento terapéutico –alargar la vida cueste lo que cueste- asusta, pero asusta porque no es Medicina. Parte de un error: creer que la Medicina debe prolongar la vida siempre y a cualquier precio. En realidad, la buena práctica médica incluye reconocer, cuando llega el caso, que no tiene ya sentido insistir en actitudes y tratamientos que no van a evitar lo inevitable. 

Pero existe otro error de sentido contrario: creer que cuando la enfermedad no puede ser curada la Medicina no tiene ya nada que hacer. Los últimos ciento cincuenta años de éxitos de la Medicina Científica nos han hecho olvidar dos mil años de Humanismo en los que la intervención de los hombres raramente curaba las enfermedades, pero en los que aprendimos a aliviar, a consolar, a confortar, y a acompañar al enfermo, y todo eso también es Medicina. La Medicina, cuando de verdad se pone de parte del enfermo y juega a su favor, nunca se conforma con decir “ya no puedo hacer nada más”.

Por eso es necesario aprender, y enseñar, que la alternativa al encarnizamiento terapéutico no es abandonar al enfermo a su muerte –mucho menos,  acelerarla- sino atender, aliviar, procurar el bienestar: cuidar al enfermo. Eso son los “cuidados paliativos”: suprimir las molestias (dolor, vómitos, estreñimiento, flemas, ansiedad, insomnio, etc.) y dar asistencia psicológica y espiritual al enfermo, y a su familia.

En algunos casos, en los que los analgésicos no logran acabar con los dolores del paciente terminal, se le aplica una medicación para que duerma profundamente, lo que, en ocasiones, de manera secundaria y no buscada, va a acortar la vida del enfermo. Esto no es eutanasia: si se le hubiera querido quitar la vida se le habría dado una dosis letal (de barbitúricos, potasio, u otros) que habría acabado con su vida en los siguientes pocos minutos. En el caso de la sedación paliativa, sin embargo, se la administran sedantes en dosis terapéuticas, previo consentimiento informado del enfermo -o de quien sea responsable de él- y la muerte se produce horas o días después, como consecuencia de la enfermedad terminal que presentaba.

Hemos facilitado el camino a aquellos enfermos terminales que desean acelerar el tránsito. No nos olvidemos de todos los demás –la inmensa mayoría- que no renuncian a vivir todo lo que les sea posible, de la mejor manera posible, y a lo único que quieren renunciar es al sufrimiento. También a ellos se les debe ayudar a cumplir su deseo: apurar la vida hasta la última gota.


lunes, 14 de diciembre de 2020

UN CALLEJÓN CON SALIDA


Peter Singer, el célebre filósofo utilitarista que apadrina aquel Proyecto Gran Simio del que hace tiempo que no oímos hablar –lo cual no significa nada- lleva cuarenta años defendiendo que es preferible acabar con ciertas personas cuya vida no le parece digna de ser vivida. Hasta que un día diagnosticaron alzheimer a su madre, y tuvo que enfrentarse a un dilema: hacerse cargo de ella hasta el final, o ser consecuente con la postura que había defendido públicamente durante años, y adelantar su muerte. Singer prefirió amar a ser consecuente, y su madre murió años después, de modo natural.

Ésa es la consecuencia de pasar de planteamientos teóricos a la vida personal. “Ama, y haz lo que quieras”, decía san Agustín, sabiendo que, cuando amamos, lo que queremos es lo que quiere el amor. Singer dejó a un lado los planteamientos impersonales y se centró en una persona concreta, a la que él amaba; eso lo cambió todo. 

La experiencia de la realidad de la muerte, propia o ajena, no deja indiferente a nadie. Y, a pesar de que la sabemos ineludible, nada afrontamos con más improvisación. Cuando una persona sabe que su muerte está cerca valora cosas que antes no valoraba, y cambia muchas de sus actitudes. También la gente que le rodea y que le quiere cambia, y se muestra dispuesta a lo que nunca habría pensado con tal de proporcionarle compañía, afecto, consuelo, comprensión, aliento, alivio, comodidades. Se llega a resolver alejamientos y a perdonar lo que hasta ese momento parecía imperdonable.

La hora de la muerte es un momento de planteamientos radicales sobre la propia vida, la familia, los afectos, los logros y los fracasos. Y esto no siempre es fuente de paz: «morir en paz» no es tan accesible y habitual como debería. Lo habitual es que en ese momento los fracasos y las decepciones se saquen de contexto y se magnifiquen.

¿Qué papel debe jugar el personal sanitario que está cerca, aunque muchas veces esa cercanía sólo sea física? El mecanismo psicológico “de defensa” es el rechazo de la compasión, la indiferencia como escudo: no implicarse afectivamente. Pero nadie prefiere una muerte así. Y, desde luego, no hay en ello nada de colaboración para lograr una muerte digna.

Si no es humano pensar que una persona viva sola, tampoco lo es que muera sola. Hay que saber acompañar ese paso de la muerte. ¿Qué cuidados necesita un enfermo terminal para encontrar la paz a pesar de sus vivencias negativas? ¿Y cómo conseguir que los que están alrededor del moribundo no caigan en la desesperanza, la tristeza y la depresión por lo inevitable? 

El enfoque adecuado en ese momento es el enfoque de los cuidados paliativos: que se tengan en cuenta y se comprendan todas las dimensiones de la persona. Una atención integral, que permita dignificar la situación que atraviesa el enfermo terminal. Para decirlo con las palabras de José María Pardo Sanz: «la muerte y el dolor se dignifican si son aceptados y vividos por la persona en toda su dimensión orgánica, psicológica y espiritual». 

 Cuando los pacientes no logran resolver estas tres dimensiones (orgánica, psicológica y espiritual), se sienten atrapados en un callejón sin salida, y sienten la urgencia de salir de él. El primer impulso es que si no hay salida hay que terminar pronto con todo: que les aceleren la muerte. Pero si se maneja adecuadamente la situación clínica -especialmente el control del dolor y síntomas más gravosos-, y el apoyo psicológico y la compañía familiar y espiritual están resueltos, al paciente no le urge ya morir. Es lo que el poso de la experiencia ha resumido en el consejo «si su médico no le alivia el dolor, no pida la eutanasia: pida que le cambien el médico». 

El momento de la muerte es muy doloroso, pero es el definitivo, y puede ser el más valioso, decisivo, en la vida de esa persona. Puede llevar implícito terminar serenamente la vida. Y el personal sanitario es el primero que debe aportar lo necesario para permitir que el paciente terminal se prepare externa e internamente para morir en un ambiente auténticamente humano.

viernes, 11 de octubre de 2019

DÍA INTERNACIONAL DE LOS CUIDADOS PALIATIVOS

A Manuel Priego, compañero y amigo, que lleva tantos años aliviando a sus pacientes. 

Cuidar es la vocación original de los que se dedican a la atención al enfermo: la Medicina desde sus remotos orígenes, y la Enfermería desde sus orígenes más recientes –Florence Nightingale, precursora de la Enfermería moderna, redujo la mortalidad de los heridos en la Guerra de Crimea del 42 a 2% sin apenas otros instrumentos que las medidas higiénicas- han tenido como objetivo precisamente eso: proporcionar los cuidados necesarios al enfermo. Cuidados que eran principalmente paliativos: las enfermedades evolucionaban según su historia natural, y no estaba al alcance la curación del enfermo. Pero se le cuidaba, se atendía a sus necesidades y su bienestar, se le acompañaba, y, llegado el momento, se le ayudaba en el último trance.

Todo esto cambió en el siglo XX, cuando la Medicina recogió los frutos del esfuerzo por conocer las causas, los mecanismos y las curas de las enfermedades. Con el avance técnico y el aumento de la esperanza de vida, con la posibilidad de la cura, fue cayendo en el olvido –y en el desprecio- el cuidado paliativo. Y, así, llegamos a olvidar que el origen de todos nuestros conocimientos fue precisamente la ayuda, el consuelo y el acompañamiento de los enfermos y moribundos. Todavía hoy, el nombre de nuestros Hospitales nos trae resonancias de “hospitalidad”, de la cercanía y el sentimiento cálido que unen al visitante y al anfitrión, ambos con-fundidos, “solidarizados”, en la entrada “huésped” del Diccionario Académico.

La OMS, recordando estos antecedentes, promueve, desde hace ya algunos años, los Cuidados Paliativos como parte de su programa de control de cáncer, y los define como el “cuidado activo e integral de pacientes cuya enfermedad no responde a tratamientos curativos”, fundamentado en “el alivio del dolor y otros síntomas acompañantes, y la consideración de los problemas psicológicos, sociales y espirituales”, con el objetivo de “alcanzar la máxima calidad de vida posible para el paciente y su familia”.

En el último Congreso Mundial de Cuidados Paliativos, celebrado en mayo en Berlín, se ha presentado el “Atlas de Cuidados paliativos”, que debe hacernos reflexionar: en Europa, 4,5 millones de personas necesitan cuidados paliativos, y la cosa no va a mejorar. Según la OMS, para 2060 estas cifras habrán aumentado un 30% como consecuencia del envejecimiento de la población y del aumento de enfermedades no transmisibles.

La implantación de estas unidades está mejorando poco a poco en Europa, pero España se ha estancado: no ha habido grandes progresos en el número de servicios, pero las Unidades de Cuidados Paliativos son cada día más conocidas por la población, y la creciente demanda sobrepasa a las Unidades que ya existen, que son pocas: 0,6 por 100.000 habitantes, frente a los 2 por 100.000 recomendados.

Celebramos este 12 de octubre, además de otras conmemoraciones más conocidas y populares, el Día Internacional de los Cuidados Paliativos, algo que a todos nos conviene promover: según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, 80.000 personas mueren cada año en España sin acceso a servicios de cuidados paliativos, con un sufrimiento real, concreto, innecesario y evitable
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