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viernes, 4 de septiembre de 2020

EL VALOR DE LOS CLÁSICOS

A Raúl Villalba Redondo, con quien comparto tantos puntos de vista.

Dedico ratos sueltos de mis vacaciones a expurgar la biblioteca. Todas las bibliotecas van creciendo con el paso del tiempo: junto a los libros que vamos a leer, y que aguardan ya su turno, contienen los libros que ya hemos leído, y de los que nos resistimos a desprendernos con la secreta esperanza de volverlos a leer y revivir  el placer que nos proporcionaron. Las bibliotecas no crecen por un afán de acumular, sino por la necesidad de conservar lo que enriquece nuestra vida. 

Pero con los años nos hacemos más exigentes y se hace inevitable la selección. Retenemos entonces los que suponen para nosotros una compañía imprescindible, y damos a los otros la probabilidad de elegir nuevos lectores con los que perpetuar su misión. 

Yo he dedicado los primeros días de mis vacaciones a la dolorosa tarea de mirar atrás y cortar amarras. Y he comprobado algo que ya sabía: que son los más antiguos, los que nos acompañan casi desde que abandonamos la infancia, los que siguen siendo compañeros inseparables. En ellos aprendimos las primeras emociones, la primera experiencia intelectual. Aún recuerdo mi primera lectura de Platón, el deslumbramiento de asistir al desarrollo paulatino de un pensamiento luminoso. O la conmoción ante la grandeza y la miseria humanas de la mano de Shakespeare. O la belleza de valores intangibles en los versos de Calderón. Y la admiración por figuras cumbre de la historia de la humanidad, biografías en las que aprendíamos la posibilidad real de valores humanos como “esfuerzo”, “magnanimidad”, “heroísmo”. 

Todo esto es un equipaje valiosísimo para comenzar a andar por la vida, esa vida de la que decía Ortega que consiste en “lo que hacemos y lo que nos pasa”. “Lo que nos pasa”, que depende muchas veces de lo que hacemos, y “lo que hacemos”, que depende siempre de los recursos de que disponemos, recursos que se multiplican cuando tenemos a nuestro alcance la experiencia acumulada de las grandes figuras que nos precedieron. Ésta es la importancia que tienen los clásicos, la razón de su lugar privilegiado en la formación de la persona. 

Me temo que los que comienzan ahora su formación no acceden a todo eso. Ha caído sobre los clásicos una espesa manta de ignorancia y de prejuicio, un “telón de acero” que priva de sus frutos a los que deberían sacar de ellos el máximo provecho.  

Urge recuperarlos. Especialmente, urge recuperar a los filósofos. Lo propio de la Filosofía es enseña a pensar. Es una actividad cuyo ejercicio no se puede dar por descontado. Julián Marías recordaba sus clases con Ortega en la Universidad, y cómo, ante una pregunta planteada, les animaba a pensar, a "darle otra vuelta". Y otra. Y otra. “A la tercera –confesaba Marías- era decididamente difícil”. 

Cuando se renuncia a pensar las funciones de la razón las asume la imaginación. Y entonces se llega a la conclusión de que lo que no se puede imaginar no existe, y de que lo que puede ser imaginado puede existir. Naturalmente, con ese planteamiento el fracaso está garantizado: aunque no se puede “pensar”, concebir, un ser que sea hombre y caballo a la vez -porque ser a la vez racional e irracional es una contradicción- podemos, sin embargo, imaginarlo perfectamente. Y al contrario, aunque no podemos imaginar –con alguna precisión- un ser espiritual, es perfectamente concebible. 

Y la consecuencia, al final, es que nos encontramos con una moral de sentimientos, sin principios; con una visión de lo particular, sin llegar a generalizaciones. Viviendo de metáforas, en lugar de en la realidad; con opiniones, en lugar de con verdades; con prejuicios, en lugar de con conocimiento. Nos encontramos, en fin, con toda esa multitud de monedas falsas que circulan hoy en el mercado intelectual. 

Opinones en lugar de verdades. Ya habíamos pasado por eso, volvemos al principio. Esto es lo malo de renunciar a la Filosofía: que nos convertimos en nuestros antepasados. Necesitamos regresar a Parménides y a Sócrates. Porque ahí delante está Altamira.

miércoles, 21 de mayo de 2014

EL QUINTO PODER


                                                                           A John Galbally, que me enseñó a ver más claro.


Sabemos que nuestra libertad, de la que tan orgullosos nos sentimos, no es absoluta, que tiene límites. El más evidente es la misma realidad, que nos impone sus propias condiciones: cuando nos negamos a aceptarlas la realidad se “venga” con un sistema implacable de resistencias. Así aprendemos que hacer concesiones en materia de impenetrabilidad de los cuerpos o de la ley de la gravedad, pongo por caso, nos pasa siempre factura.

Pero no existe sólo la realidad física, estamos también inmersos en otras clases de realidad. Y esa necesidad, que nadie discute, de respetar las condiciones que impone la realidad del mundo físico, tiende a olvidarse cuando nos referimos al mundo de lo humano: lo personal, lo social, lo histórico. Es verdad que su estructura es más compleja, y, por ello, más difícil de descubrir y precisar, pero es tan real como la otra, y despreciarla tiene un alto precio, un precio que se paga con calamidades, con desastres.

En una sociedad polifacética como la nuestra, en la que conviven puntos de vista tan diferentes y opiniones tan enfrentadas sobre los más diversos asuntos, la acción del César se complica por la necesidad de “engrasar” la maquinaria social para evitar rozamientos y conflictos. Y puede caer en la tentación de atajar, de implantar en la sociedad el proyecto que persigue sin tener en cuenta la realidad, que reclama imperiosamente sus derechos.

Porque, a diferencia de los deseos o la voluntad del hombre, que pueden acabar desistiendo, la realidad no desiste nunca: no puede. Por eso tiene las más graves consecuencias olvidarnos de ella. El ejemplo más evidente es el triunfo y arraigo del nacionalsocialismo en la Alemania de los años 30: si examinamos el grado de falsificación de la realidad que hay en sus orígenes nuestra reacción es de asombro: ¿cómo pudo ocurrir? Y, sin embargo, aquella doctrina arraigó en la nación que estaba a la cabeza del desarrollo filosófico, científico y técnico del mundo en esa época, y trajo la devastación a Europa y dolorosas consecuencias a buena parte del mundo. Lo cual, por cierto, es algo que deberíamos recordar cuando nos insisten en que el desarrollo de las naciones es el antídoto de la guerra.

Otro ejemplo de lo que quiero decir lo encontramos en la única utopía que se pensó que podría hacerse realidad: en la sociedad sin clases de Karl Marx no hay lugar para la familia. Y es instructivo contemplar el esfuerzo soviético para sustituirla por el Estado: facilitaron el divorcio como en ninguna otra sociedad; enseñaron que los celos eran una perversión burguesa; arrancaron a los niños de sus madres prácticamente al nacer -liberando así de un golpe a los niños para el Estado y a las madres para las fábricas-; impidieron que los padres educasen a sus hijos -al fin y al cabo, ciudadanos como ellos-... Pero la cosa no salió bien: resultó que el proletario estaba tan expuesto a los celos como el burgués; que las madres se desinteresaban de las fatigas de traer hijos al mundo si no se les permitía conservarlos; que si los padres no podían corregir a sus hijos el Estado se encontraba con tal índice de delincuencia que ni siquiera podía soñar con contenerlo (¡y hay que recordar que se trataba del Estado soviético!). Y al final del experimento, después de tanto dolor –dolor personal- inútil, tuvieron que emprender, apresuradamente y a gran escala, la restauración de la vida de familia. Pensaron que podían convertir la utopía en realidad, y descubrieron que la realidad era exactamente lo contrario.

Hay que tener un profundo respeto por la realidad: tenerla en cuenta, contar con ella. Y estudiarla, y analizarla. Y rectificarla: tiene, ya lo sabemos, limitaciones, y debemos intentar superarlas, y remediar lo que se pueda remediar. Pero no podremos hacerlo dándole la espalda, ignorándola. Incluso para cambiarla, para sustituirla por otra,  tenemos que partir de ella: acabamos de verlo.

Solemos hablar de “Poderes” para referirnos a cada uno de los tres brazos en que dividimos las funciones del Estado, y hasta hemos llamado “Cuarto Poder” a la facultad de crear opinión. Pero si “poder” significa "facultad de imponerse", ninguno de esos poderes puede compararse con la realidad, omnipresente e incansablemente resistente. No nos conviene olvidarnos de ella.

Y no nos conviene que la olvide el César.


jueves, 11 de abril de 2013

ANIMAL RACIONAL


 
Los avances de los medios de comunicación y de los sistemas de transportes, la facilidad con que ahora intercambiamos información e ideas, ha sustituido la sociedad monolítica de ayer por otra cuya pluralidad en todos los aspectos ha alcanzado un grado impensable para nuestros padres, no digamos para las generaciones pasadas. Hoy nuestra situación es similar a la que se produjo en Grecia cuando el desarrollo de la navegación y el comercio les puso en contacto con las sociedades egipcia, persa, india, etrusca, gala, ibera,…tan diferentes en tantos aspectos: el conocimiento, la jerarquía social, la forma del poder político, la estructura económica, la concepción de la divinidad y sus relaciones con ella, etc. La consecuencia de enfrentar sus viejas concepciones con tan asombrosa novedad fue, de entrada, la perplejidad: no sabían a qué atenerse.
 
Pero como se trataba de algo grave, porque la forma de la vida y lo que en ella era importante dependía precisamente de saber a qué atenerse respecto a todas aquellas cuestiones, hubo que responder a esa perplejidad. Y la respuesta fue doble: por un lado, estaban los que consideraban que todo daba igual, que era indiferente una u otra postura, porque todo era cuestión de opiniones y que tanto valía una opinión como otra: que cada cual actúe como mejor le parezca, y buena suerte a todos. Eran los sofistas, para quienes la única verdad era la que cada cual decidía para sí mismo, y que, claro está, no valía para otro si ese otro no lo decidía así. Sabemos cómo acabó el asunto: la base firme en la que podía apoyarse una coexistencia estable iba encogiéndose a medida que surgían nuevas posturas particulares, y aquello terminó en nada: el aislamiento, la negación del futuro, la esterilidad.
 
La otra postura está representada por Sócrates: Sócrates se negó a aceptar que todas las opiniones flotan en el aire. Pensaba que las personas son dignas de crédito, y que si se había llegado a una opinión, era porque había algo que lo justificaba. Se trataba, pues, de descubrir qué opiniones estaban más justificadas, y adherirse a ellas. Salió entonces a preguntar a la gente, recogió opiniones de los asuntos que le importaban, y, confrontándolas y debatiendo, llegó a algunas certezas suficientes: certezas que se encuentran en el origen de nuestra civilización.
 
A veces me acuerdo de Sócrates con nostalgia: nuestra situación social es comparable a la que él conoció, pero nuestra actitud no se parece en nada a la suya. Nosotros exponemos nuestro punto de vista y nos preparamos para oír que nuestro interlocutor está de acuerdo con lo que decimos. Si es así, estupendo: nos reforzamos uno a otro, nos felicitamos por estar ambos tan acertados, y nos levantamos de la mesa en amor y compañía.
 
Pero si, por casualidad, nuestro interlocutor discrepa de nosotros, no le concedemos el beneficio de la duda: damos por supuesto que su postura no tiene justificación, que discrepa porque sí, porque le da la real gana, y que, por lo tanto, no es un terreno apropiado para razonar: la razón ahí no tiene sitio. De modo que no se entra en más averiguaciones y se acaba la conversación: “ésa es tu opinión, no la mía”. Y punto. Es decir, que en el momento preciso en que Sócrates se habría puesto a hablar de la cuestión, nosotros nos levantamos de la mesa, rechazando  así cualquier posible acercamiento.
 
Si éste fuese sólo el caso de las cuestiones intrascendentes no estaría escribiendo esto. Pero ésa es la actitud también cuando se trata de cuestiones decisivas para la vida social: la forma y estructura del Estado, la organización de la vida política, la transmisión del conocimiento, la asistencia al necesitado, las relaciones con las diferentes confesiones, el aborto, el diseño de la familia y de la sociedad,… Es como si en cuestiones de este calibre no fuese posible una justificación, como si en estos asuntos no se pudiese actuar racionalmente y dependiéramos únicamente de la decisión voluntarista del César. Y, por eso, ni siquiera se piensa en debatir las cosas serena y desapasionadamente, haciendo menos uso de la fuerza política y más uso de la razón argumental. Se nos escamotea el debate, el recurso a la razón, aquella facultad que hizo que Aristóteles llamase a sus contemporáneos “animales racionales”.
 
Hoy esa expresión nos resulta incómoda, y mientras hacemos gala del sustantivo, nos estorba el calificativo. Desconfiamos del poder persuasivo de la razón, y sospechamos que el otro sólo tiene motivos oscuros para mantener su postura. Quizá podríamos desenmascararlos exponiendo nuestras razones y escuchando las suyas, pero, en el fondo, nada de eso nos parece muy importante. Porque no nos interesa propiamente tener razón: nos contentamos con salirnos con la nuestra.