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lunes, 9 de noviembre de 2020

LIBERTAD DE EXPRESIÓN. EL EJEMPLO DE ADOLFO SUÁREZ

 

Faltan poco más de dos meses para que se cumplan cuarenta años de la dimisión de Adolfo Suárez como Presidente de Gobierno. Su fecundo mandato, capital en la historia contemporánea de España, abrió nuevas posibilidades y cambió el rumbo de nuestra historia. Nada lo que ha venido después de él puede explicarse sin él. Larga sombra para un breve período: desde su toma de posesión hasta su dimisión sólo transcurrieron cuatro años y medio. 

 

Presidente de Gobierno desde el 5 de julio de 1976 por designación del Rey, recibió el encargo de traer la democracia a España, pero, tras conseguir lo que se llamó “el harakiri” de las cortes franquistas, no se precipitó a convocar elecciones. Sabía que la celebración de unas elecciones democráticas requiere la existencia de una “opinión pública”, y había que crear las condiciones para que eso fuera posible. Porque desde 1966 regía en España la “Ley de Prensa e Imprenta”, que imponía a las publicaciones unos límites políticos, y confería a la Administración facultades para sancionar a los medios de comunicación: algunas cosas estaba prohibido decirlas, y el que se atrevía a hacerlo se exponía, en el mejor de los casos, a que le secuestrasen la publicación.

 

El primer paso de Suárez fue derogar aquella ley con la publicación, el 1 de abril de 1977, del Real Decreto sobre Libertad de Expresión. Alumbró así el nacimiento de una “opinión pública”, cuyos matices se encargaron de encauzar los diversos partidos políticos recién estrenados. Tras las elecciones del 15 de junio, Suárez se convertiría en el primer Presidente emanado de las urnas de nuestra historia actual. Ya sabemos cómo fueron luego las cosas: en octubre del año siguiente aprobaron las Cortes una nueva Constitución, que sería ratificada en el referéndum del 6 de diciembre de 1978.

 

Después, Suárez se vio perseguido y acosado por su propio partido –la UCD-, por el PSOE y por la prensa. Fue víctima de críticas desmedidas e injustas. Pero su respuesta a ello no fue la supresión de la flamante libertad de expresión que disfrutábamos –y a la que en el decreto-ley había calificado de “indeclinable”-; fiel a ella, y a sí mismo, Suárez afrontó con entereza aquella campaña que desembocó en su dimisión el 29 de enero de 1981.

 

La democracia es en nuestra época el único sistema de regirse los pueblos que es capaz de legitimidad. Pero no carece de riesgos. Porque, como sabía Suárez, en los regímenes democráticos el poder se funda en la opinión pública, y por eso, la libertad de expresión es la libertad más amenazada: sin ella no se pueden reclamar las demás, y si ella falta se oculta el hecho de que las demás quizás no existan.

 

Pero inmediatamente después de reclamar la libertad de expresión hay que reclamar la libertad de reaccionar intelectualmente a lo que se dice: la libertad de juzgar, de medir su verdad, su justificación o su acierto: lo que se dice puede ser veraz e inteligente, pero también puede ser un disparate, una estupidez, o pura y simple mentira. Existe el derecho a decirlo, pero también existe el derecho a valorar lo que se dice y a formar una opinión propia. Y ésa es también la función de una prensa responsable, que sea consciente de su papel como “cuarto poder” y se esfuerce por estar a la altura. Si se abandona el ejercicio de esa libertad la democracia se desvirtúa y se corrompe.

 

Esta libertad de estimación es preciosa. Y es irrenunciable. Porque permite distinguir de personas, conocer -y apoyar- a quienes representan lo que nos parece valioso. Nos permite saber quién es quién, conocer la catadura de quien así se expresa, su forma de contemplar la realidad, el fondo desde el que habla. Nos permite saber si es alguien digno de confianza y si merece nuestra admiración y nuestro afecto. Nos permite decidir si vamos a repetir lo que nos dice, si vamos a hacernos eco de él. Y si volveremos a prestarle atención.

 

Esa debe ser la respuesta cuando alguien falsifica la realidad: dejar de prestar atención a lo que dice. Desde luego, la respuesta no puede ser volver a las formas de aquellos tiempos en que había cosas que estaba prohibido decir. La respuesta no puede ser cancelar la libertad de expresión. Porque es lo mismo que cancelar la democracia. 

 

Pero sí exigir responsabilidades por lo que se dice. Y, cuando es necesario, reaccionar oportunamente: -“Nos vemos en el Juzgado”.