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jueves, 6 de agosto de 2015

ALTAMIRA: AL SERVICIO DE LA VERDAD


A D. Antonio Fernández-Madero, con mi agradecimiento.

En 1878 la Paleoantropología es la nueva ciencia de moda. En 1856 se había descubierto el hombre de Neandertal; en 1865, el de Cromañón, Mortillet ha puesto orden en el enrevesado mundo prehistórico y hace sólo siete años que ha publicado Darwin El origen del hombre. Europeos de las más variadas disciplinas, como Rudolf Virchow, padre de la Patología Celular, o el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, se interesan y se acercan a la Paleoantropología, y París, atenta siempre a la actualidad, organiza en este año de 1878 una Exposición Universal, encargando la dirección de la Sección de Prehistoria al prestigioso sabio Émile Cartailhac, que sólo tres años después ocupará la primera cátedra francesa de Prehistoria.

Llevado por su interés en los progresos de la ciencia, pasa por esa Exposición de París Marcelino Sanz de Sautuola, residente en Madrid, que dedica sus veraneos en la finca familiar de Santander a buscar entre las cuevas de la zona alguna piedra tallada o algún hueso fosilizado, de los que luego da cuenta a su amigo Juan Vilanova y Piera, catedrático de Geología en Madrid. La visita a la Exposición espolea su interés, y se propone estudiar detenidamente una cueva que ha descubierto hace poco por casualidad un cazador de la zona en un prado conocido como Altamira.

Allí, en el verano siguiente, mientras está buscando restos, su hija, que le acompaña, descubre las famosas pinturas, que primero le desconciertan y luego le llenan de emoción. El realismo, el colorido y la fuerza viva que parecía salir de aquellas figuras causan admiración en quien las contempla, y, estimulado por Vilanova, Sautuola escribe pronto un folleto que remite a Cartailhac comunicando su hallazgo, que él relaciona con ciertas figuras grabadas en hueso encontradas recientemente en algunas cuevas francesas. La respuesta del sabio francés es fría y cargada de escepticismo.

Sautuola no se desanima, y se presenta en el Congreso Internacional de Prehistoria que se celebra en Lisboa en 1880, donde expone la dificultad de realizar esos detallados dibujos para quien no esté familiarizado con sus modelos, así como la presencia de animales de la era cuaternaria hoy desaparecidos, y la coexistencia en la cueva de útiles prehistóricos y huesos fósiles de animales extintos.

Cuando termina, un pesado silencio llena la sala. Entonces pide Cartailhac el uso de la palabra y le acusa con furia contenida de presentar una falsificación hecha por los modernos pintores impresionistas para ridiculizar a los sabios europeos. Después de él, Virchow declara que sabía desde el principio que se trataba de un engaño, y aún hay quien lo atribuye a discípulos de Goya, a legionarios romanos,… La sala se llena de las carcajadas de los congresistas, ante la indignación de Vilanova y la desolación de Sautuola. Sólo cuando Édouard Piette les reprocha su conducta vergonzosa lamentan los sabios haberse dejado llevar por la risa.

A Sautuola le esperan años de calvario. El rechazo de su descubrimiento tiene una explicación: no sólo no existe hasta ese momento conocimiento alguno de pinturas rupestres, sino que el propio Darwin, que en El origen del hombre describe a los fueguinos como pueblos primitivos, dice de ellos que no conocen el arte; ¿cómo iban a conocerlo hombres tan primitivos como los supuestos habitantes de aquella cueva? En 1881 Sautuola invita a Cartailhac a visitar  la cueva, pero el francés se niega a hacerlo personalmente, y envía en su lugar a Édouard Harlé, que, al llegar a Santander, presta oído a la maledicencia que acusaba a Sautuola de haber encargado esas pinturas, y considera que no necesita ya visitarlas para redactar su informe.

Desde entonces, ya nadie quiere saber nada de las pinturas. Sautuola va de boca en boca, se ríen de él, lo toman por loco o, peor, por embustero. En 1883 Mortillet escribe su Manual de Prehistoria: ni siquiera menciona Altamira; en 1886 Cartailhac publica su célebre Las edades prehistóricas en España y Portugal: el más despectivo silencio sobre las pinturas y su descubridor. Sautuola pasa sus últimos años luchando sin éxito: el eco de sus palabras se pierde en el menosprecio de los distintos Congresos a los que asiste. Empeña su tiempo, su honor y sus bienes intentando que la verdad sea reconocida y admirada. No lo logra, y, sin embargo, no se descorazona. Y cuando muere, despreciado y olvidado, en 1888, queda la cueva, cerrada con llave, esperando que la verdad resplandezca algún día.

Y siete años después, en 1895, Émile Rivière descubre casualmente, en La Mouthe, un bisonte grabado en un muro. En ese momento le viene a la cabeza la figura errante de Sautuola y su voz resonando en los foros de sus colegas europeos, y ordena que se excave la cueva: aparecen en las paredes bisontes, caballos, renos,... ¡hasta un mamut! Y a esto siguen, luego, los hallazgos de Pair-non-Pair, Chabot, Les Combarelles, Font-de-Gaume,...

Los sabios se rinden a la evidencia. Y Cartailhac, al visitar los nuevos hallazgos, recuerda a aquel hombre del que tan despiadadamente se había burlado en cuantos Congresos coincidió con él, y siente una punzada de dolor y de vergüenza. Es, a pesar de su pasión, un hombre honrado y se impone el deber de rehabilitar la memoria de aquel español que había arriesgado y perdido su reputación en defensa de la verdad. Cartailhac está en la cúspide de su prestigio pero reconocerá públicamente su error aunque tenga que sacrificar su amor propio, aunque sufra también su dignidad. Toma entonces su pluma y escribe Las cavernas pintadas y la cueva de Altamira. Mea culpa de un escéptico. Visita luego a María, la hija de Sautuola, y solicita humildemente su autorización para visitar la cueva. Entran juntos. El sabio, contemplando las pinturas, se apoya en el hombro de su acompañante y dice, cabizbajo: -Ya sólo puedo hacer una cosa: he de rehabilitar a su padre ante la ciencia... María le mira y recuerda, conmovida, como en un sueño, a su padre, veinte años atrás, arrodillado en la cueva, recogiendo piedras y fósiles, y a ella misma gritándole desde el fondo: -¡Mira, papá: bueyes!

Emite ahora Correos un matasellos conmemorativo del hallazgo. En un momento en que la verdad es a menudo relegada en favor de otros intereses, es ésta una ocasión para recordar el ejemplo de aquellos dos hombres que supieron exponer su prestigio para defender la verdad que conocieron.