miércoles, 12 de septiembre de 2012

LAS CADENAS DEL ADN


Christian Montag es un psicólogo del Departamento de Psicología Biológica y Diferencial de la Universidad de Bonn que acaba de publicar en la revista Journal of Adicction Medicine el descubrimiento de la relación entre la adicción a Internet y el gen CHRNA4. El gen de la adicción a Internet, un procedimiento técnico cuyo nacimiento ha sido, como sabemos,  algo posterior a la aparición de los genes. Sólo es un ejemplo. Si miramos algo más atrás recogeremos las asociaciones más inverosímiles: se han “encontrado” -para no buscar más que en mi memoria reciente- el gen de la felicidad (aunque sólo en las mujeres, los varones estamos expectantes), el gen de la afición al arte, el gen de la ideología política,... Pero los estupendos de verdad son el gen de la infidelidad y el gen de la violencia: que nadie recrimine nada a nadie: no es él, son sus genes.  

El expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, va más lejos: “Somos genes y tierra”, ha afirmado. Pero el señor Revilla es un poeta como la copa de un pino y no hay que tenérselo en cuenta: es licencia poética admitida. Lo verdaderamente grave es lo ha dicho este profesor de una universidad alemana, aunque Ortega, que había pasado por ellas, ya nos había advertido contra las universidades alemanas en general. 

Estamos en la versión actualizada de Don Mendo, que justificaba su empecinamiento en el “juego vil” de las siete y media diciendo: “No fui yo, no fui, fue el maldito cariñena, que se apoderó de mí”. El cariñena o los genes, es indiferente: la cuestión es tener algo a lo que echarle la culpa de lo que hacemos.  

Paradójicamente, mientras pretendemos pasar a la historia por nuestra defensa y promoción de la libertad, no tenemos el menor inconveniente en renunciar a ella: la libertad no era más que un pseudónimo del determinismo. Lo malo es que era sobre la libertad sobre lo que habíamos construido nuestra idea de la condición humana. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué podemos esperar de nosotros mismos si renunciamos a la autodeterminación?, ¿para qué esforzarme, para qué empeñarme en conseguir lo que ya está conseguido, o es definitivamente inalcanzable, si voy a ser adúltero, o desgraciado, o adicto a Internet, o violento, me ponga como me ponga, porque así lo ha determinado el azar cuando se constituyó mi ADN? 

Los extremos se tocan: después de siglos de enfrentamiento entre la llamada ciencia y la llamada superstición, después de aburrirnos denostando cosas como la astrología y los horóscopos, resulta que volvemos a las mismas: ahora no son las constelaciones, ahora son las cadenas químicas las que deciden mi vida. Mal asunto. El progreso de la ciencia nos conduce, de nuevo, a Altamira. Se cierra el círculo. Fin, y continuación.  

A Calderón de la Barca –D. Pedro- le tocó vivir una época de esplendor en lo que a determinismos se refiere, y expresó en versos espléndidos la perplejidad en la que se encontraba: 

Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma;
¿y teniendo yo más alma,
tengo menos libertad?
 

Él vivió los comienzos de las disciplinas científicas; nosotros asistimos a su ocaso. Estamos borrachos de ciencia, y nos da la vomitona. Ya no admitimos más. Y ya no queremos saber más, ni decidir más. Renunciamos. Ortega creía que somos forzosamente libres; menos elegante, Sartre nos dijo que estamos condenados a ser libres. Se equivocaban los dos. El profeta era Bosé: libertad, te siento lejos, y la culpa es sólo mía.

¡Vivan las cadenas!
 

martes, 4 de septiembre de 2012

¿DE QUIÉN ME HE FIADO?


Que la nuestra es la época en la que el poder del hombre sobre la naturaleza es mayor que en ningún otro momento de la Historia es algo que pocas personas estarán dispuestas a discutir. Nuestro conocimiento, y nuestro dominio, del mundo avanza con pasos firmes apoyándose en las evidencias continuas que le ofrece la ciencia en permanente desarrollo. La evidencia científica se erige como rey y árbitro del conocimiento humano. Y, de pronto, el papa Benedicto XVI convoca un “Año de la Fe”. ¿Fe?, ¿cómo que fe? ¿Pero la fe no había quedado arrinconada, desplazada por la evidencia aplastante de los datos empíricos? ¿Qué resquicio queda todavía para estas cosas, qué actualidad tiene la fe a estas alturas? 

Pues sí, nos habíamos olvidado de la fe, la habíamos perdido ya de vista, pero insiste en salir una y otra vez a flote cuando no contamos ya con ella. Porque eso de que la ciencia iba a explicarlo todo de manera definitiva ya nos lo había dicho Comte, y si aquello luego no le salió bien fue precisamente porque había puesto la fe en el lugar equivocado. Estamos empeñados en que la fe es algo por completo ajeno a la ciencia, y es exactamente al contrario. Pero igual que al submarinista que explora el fondo del mar y los animales que contiene le pasa desapercibida el agua en la que está inmerso, nosotros estamos tan metidos en el ámbito de la fe que somos incapaces de reparar en ella sin hacer un esfuerzo para verla. 

Imaginemos por un momento a Galileo defendiendo que el sol está quieto y que es la tierra la que se mueve, ante un auditorio que tiene la evidencia constante de los sentidos que le dicen que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste. Bueno, pues, a pesar de eso, creen a Galileo en vez de creer a sus propios sentidos: ponen, contra todas las evidencias, su fe en Galileo.  

La situación de la ciencia sigue siendo la misma hoy. Se me dirá que los científicos tienen datos ciertos en los que apoyan su conocimiento. Claro que no lo dudo: lo doy por supuesto. Pero la mayoría de nosotros, que carecemos de los conocimientos necesarios para comprender el valor de la prueba, lo que hacemos es, simplemente, creer que es verdad lo que nos dicen. En otras palabras: depositar en ellos nuestra fe.  

Esto pasa hasta en los asuntos más corrientes de nuestra vida. Desde nuestra fecha de nacimiento hasta las noticias que vemos en televisión, la vida se desarrolla de principio a fin en el ámbito de la fe. La vida no sería posible sin fe, nos quedaríamos sin referencias, sin puntos de apoyo, sin saber a qué atenernos. La duda como forma de vida. Es decir, la inseguridad, el terror. 

No, el desarrollo de la ciencia nunca podrá acorralar a la fe. Lo único que puede hacer es desplazarla, llevarla consigo más allá, porque la fe es el medio en el que crece la ciencia, su condición, su sustrato. De modo que la cuestión no es si la fe sobrevivirá o no, sino qué clase de fe va a sobrevivir. O sea, en qué se apoya mi fe. O, mejor dicho –porque la fe no se pone en el dato, sino en el testigo-, en quién se apoya mi fe. Y aquí es donde aparece la voluntad: llegado al extremo, soy yo el que decide si me fío o no de ese testigo, si quiero, o no, apostar a esa carta. 

Así que resulta que la fe es una opción personal. Y nos encontramos, de pronto,  hablando de la libertad. Terreno resbaladizo, como sabemos. Y la razón que explica que estos tiempos de enorme prestigio de la ciencia sean paralelamente de enorme difusión de los gabinetes de brujería y adivinación. El origen de toda esta floración no se encuentra en la existencia de la fe, porque ya hemos visto que en ese punto no hay opción. El origen está en la respuesta a una pregunta que habíamos dejado olvidada en el desván de la ciencia:  

¿de quién me he fiado?