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viernes, 19 de septiembre de 2014

UNA LECCIÓN DE DON QUIJOTE

Parece ser que el Gobierno se replantea llevar adelante el anteproyecto de Gallardón sobre el aborto provocado, lo que ha dado lugar a la convocatoria de manifestaciones a favor de la vida en diversas ciudades españolas (en Alicante,  el sábado 20 de septiembre, a las 20 h, en La Muntanyeta; en Madrid,  el domingo 21, a las 12 h, en Gran Vía,  esquina a San Bernardo) . Más allá de valoraciones políticas y electorales, surge una cuestión: si todos consideramos que la vida humana es el máximo valor, ¿por qué no nos ponemos de acuerdo para defenderla en lo concreto? Yo creo que no se piensa en ella con claridad, que en el fondo no sabemos muy bien en qué consiste, y por eso adoptamos posturas un poco sobre la marcha, al hilo de la exigencia del momento, considerando que, en el fondo, no es sino “otra cosa más” de las que adornan el mundo.

 Y, sin embargo, la vida humana tiene poco que ver con el resto de realidades. No es otra “cosa”; ni siquiera una forma de vida animal, como oímos tan a menudo: los animales son intercambiables, sustancialmente idénticos; nuestros gatos son como los gatos de los faraones, y su vida está determinada desde su nacimiento hasta su muerte: los instintos suponen la vida ya hecha desde el principio, y hecha con una exactitud matemática.

La vida humana pertenece a otro género. Para empezar, no tenemos la vida ya hecha desde el principio: tenemos que hacérnosla nosotros, decidir qué queremos hacer ahora, esta tarde, mañana, el próximo año. Tenemos que tomar constantemente decisiones personales que condicionan nuestra situación futura, decidir, en definitiva, quién vamos a ser. Y ese futuro que elijo condiciona mi actitud ahora: me levanto en este momento del sofá porque quiero estar dentro de una hora en el cine.

 La vida de un gato es la vida de todos los gatos, escrita ya desde que apareció el primero de su especie; mi vida no es como la vida de otro. Y no está escrita, la voy escribiendo yo, dependerá de las decisiones que tome a lo largo de ella: la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa. Creamos y destruimos sin cesar nuevas posibilidades para nuestra vida: “El camino de nuestra vida está flanqueado por las ruinas de los que pudimos ser y no fuimos”, decía Bergson.

 Yo creo que gran parte de la devaluación que sufre la vida humana a los ojos de muchos nace, en el fondo, de no comprender que la vida humana es un conjunto de posibilidades que tenemos que escoger y desplegar, que no estamos abocados a una existencia impersonal y clónica, que el don de la vida es, también, una tarea que se nos encarga, y que supone, precisamente, que, en buena medida, estamos en nuestras propias manos: yo elijo quién quiero ser, y encamino mis pasos hacia esa meta.

 Si no veo esto, si carezco de un proyecto original, propio, que oriente mi vida como una brújula, si me limito a calzarme un modelo de vida que me llega desde fuera, si renuncio a tomar las decisiones que construyan una vida que pueda llamar mía, entonces es muy difícil que comprenda el enorme valor de toda vida humana. Porque no hay nada atractivo en una vida impersonal: el molde común, la felicidad para todos. Es decir, una felicidad ajena a la vida concreta y particular de cada uno; o sea, la felicidad para nadie.

 La riqueza de la vida consiste en la posibilidad que tiene de desplegarse como un abanico y llenarse de sí misma. Cada uno es hijo de sus obras, nadie es capaz de adivinar en quién podría llegar a convertirse con tal de ponerse seriamente a ello. Don Quijote, en eso, como en tantas cosas, nos da una lección: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías”. Y, aun en el caso de que las cosas se tuerzan -porque también la inseguridad es un componente de nuestra vida- no hay razón para claudicar: “Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”.

 Cuanto más nos esforcemos en imitar a nuestro Caballero, y más empeño pongamos en tomar la vida en nuestras manos, más difícil será que nos convenzan de que no somos más que vida animal; cuanto más sepamos apreciar el potencial de nuestra propia vida más difícil será despreciar cualquier otra vida humana. En cualquier momento en que se encuentre.