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jueves, 1 de octubre de 2015

UNA SOLEDAD POBLADA DE AULLIDOS

En 1882 publica Nietzsche “La gaya ciencia”, en la que deja escrito: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros?” Cien años después, dos Guerras Mundiales después, un Imperio Nazi y un Imperio Soviético después, Woody Allen, al que no siempre hay que tomar a broma, asegura: “Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo mismo no me encuentro demasiado bien”. Y treinta años más tarde, en unas recientes declaraciones, el director de cine Peter Greenaway, ha afirmado “Tras habernos deshecho de Dios, de Satán y de Freud, por fin estamos completamente solos en la historia de la Humanidad”. Se ha completado la tarea de demolición.

Aquel anuncio nietzscheano de la muerte de Dios dio lugar a una nueva visión del mundo y de la Historia que ha decidido su rumbo en el último siglo, y que puede resumirse así: la religión, a estas alturas de la Historia, es ya superflua, y hasta tóxica: el opio del pueblo. No la necesitamos ya: para explicar el mundo, tenemos la ciencia; para gobernarlo, la tecnología; para prosperar, la economía global; para controlar el poder, la democracia liberal.

Sin ejemplos reales a la vista, Nietzsche no pudo más que imaginar cómo sería una sociedad sin Dios. Nosotros, en este aspecto, le sacamos ventaja: hemos asistido al nacimiento de Estados que han hecho del ateísmo su religión oficial, y después hemos asistido a su derrumbe. Y entre ambos momentos hemos aprendido que la muerte de Dios trae consigo la abolición del hombre.

No, las cosas no son exactamente como las imaginó Nietzsche. Lo que hemos aprendido es que, aunque es verdad que la religión no es necesaria para la supervivencia del individuo, resulta, en cambio, vital para la supervivencia de los pueblos. Sin religión, la sociedad pierde un factor de cohesión que permite que los individuos permanezcan unidos a pesar de las diferencias de sus intereses particulares, a pesar de la fuerza centrífuga del individualismo.

Kant formulaba cuatro preguntas radicales: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre?, cuatro preguntas de las que depende el ser y la acción –la vida- del hombre en el mundo: las cuatro acaban abriéndose finalmente a la religión. Es cierto que existen otras fuentes para responder a ellas, pero la religión sigue siendo el repertorio principal de respuestas a las preguntas en busca del sentido. Y la que proporciona un fundamento más sólido cuando las cartas vienen mal dadas. Por eso ahora, desde diversas posiciones, se levantan voces que reivindican el papel social de la religión.

Jonathan Sacks, Gran Rabino de las congregaciones judías de la Commonweatlh, explicaba en 2012 en Cuadernos de Pensamiento Político cómo la religión mantiene y regenera el entramado ético de las sociedades y fundamenta la visión compartida del bien común en la que se basa la convivencia social: la fe nos permite abandonar los valores subjetivos y sustituirlos por otros nuevos, ajenos a intereses particulares, en los que se cimenta la cohesión que construye las comunidades.

Sacks habla también de la relación entre fe y ciencia: “Hay que mirar con los dos ojos (…) hay que escuchar en estéreo”, dice. No hacerlo conduce a pensar de forma parcial y simplista, nos aleja de la realidad y deforma nuestra percepción del mundo. Una postura integral no puede rechazar el pensamiento religioso ni el científico. “Necesitamos ambas cosas. Necesitamos la religión y necesitamos la ciencia. Necesitamos la ciencia para explicar el universo y la religión para explicar el significado de la existencia humana”, añade.

Alguno podría decir que, siendo el rabino un hombre religioso, lo que está haciendo es, únicamente, barrer para casa. Vayamos, por tanto, al otro extremo. El filósofo Jürgen Habermas es poco sospechoso de defender interés religioso alguno: no es ningún devoto santurrón. En sus obras más tempranas acusaba a la religión de ser una “realidad alienante”, una “ilusión irracional”, algo que las sociedades modernas no necesitan para nada. Hoy ha pasado a defenderla como el fundamento de la convivencia social.

En el año 2009, en Claves de Razón Práctica, reivindicaba Habermas la presencia de la religión en la esfera pública por su capacidad para “ofrecer contribuciones articuladas a los problemas ignorados de la convivencia solidaria”. A su juicio, no se debe negar a las instituciones religiosas “el derecho, o la capacidad, de intervenir con aportaciones sustanciales a la discusión sobre la legalización del aborto y la eutanasia, sobre cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre la tutela de la bioesfera y sobre el control del clima”.

Habermas, que se opone a la pretensión hegemónica de cualquiera de los modelos de racionalidad, subraya, al igual que Sacks, la complementariedad entre fe y razón. Si, por un lado, la fe no puede permanecer ajena a la razón -como recordaba Benedicto XVI en Ratisbona-, la razón secular ha de sentirse interpelada por el mensaje religioso.

No, Nietzsche se equivocaba: es verdad que la ética es autónoma, pero sale beneficiada cuando acepta el impulso que le ofrece la religión: “haz el bien, evita el mal”. Si la religión es el opio del pueblo, sólo lo es en cuanto es capaz de calmar el dolor, mitigar el sufrimiento y levantar la esperanza para aspirar a un bien más alto.

Sin religión, las sociedades carecen de la visión compartida del bien común que sustenta la convivencia, los valores fundamentales se convierten en asunto de elección personal, la violencia del César sólo encuentra freno en una violencia equivalente opuesta a ella, la moralidad y la responsabilidad se difuminan, el individualismo se desata.

La soledad de la que nos habla Greenaway es una vieja conocida nuestra, de la que ya nos hablaba el hagiógrafo: es una soledad poblada de aullidos.

jueves, 2 de febrero de 2012

EMPUJANDO CONTRA LA VALLA




En algún lugar cuenta Saint-Exupéry que, siendo director del campo de aviación de Cabo Juby, tenía una granja en la que criaba gacelas, como era costumbre en el lugar. Las capturaban apenas nacían, y las encerraban en recintos al aire libre. No conocían la libertad, toda su vida la pasaban cautivas del hombre, que podía acercarse a ellas sin peligro, acariciarlas y darles de comer en la mano. Uno creería que estaban definitivamente domesticadas, pero un buen día se las encontraban presionando con sus cuernecitos contra la valla, empujando en dirección al desierto. Si entonces se acercaban a ellas para acariciarlas o darles de comer, regresaban a su rutina, pero apenas se las dejaba solas de nuevo, volvían a empujar, silenciosa y tenazmente, contra la valla. La conclusión que sacaba Saint-Exupéry era sencilla de puro evidente: las gacelas tenían nostalgia. No conocían la vida libre, pero en su interior bullía el anhelo por las largas carreras, por las distancias sin parapetos, por los saltos imprevistos, por los peligros de leones y chacales: el anhelo por la verdad de las gacelas.

Me venía esta historia a la cabeza al leer que el filósofo británico Alain de Botton propone construir un “templo del ateísmo” dedicado, según sus palabras, a “cualquier cosa positiva y buena, como el amor y la amistad”. Es su manera de ofrecer un antídoto al “viejo, agresivo y destructivo ateísmo” de Richard Dawkins y Christopher Hitchens, una forma de celebrar la bondad y la belleza. La idea no es nueva. Como ha señalado Luis Alfonso Gámez, hay ya asociaciones humanistas que tienen sedes en las que celebran matrimonios y funerales según el “rito ateo”.

No es casual que sean precisamente el amor y la amistad, los matrimonios y los funerales, las ceremonias que se celebran en estos templos del ateísmo, porque son los momentos en que sentimos con mayor evidencia nuestra menesterosidad. En el amor esa menesterosidad se manifiesta en nuestra orientación hacia el otro, en la necesidad que nos lleva a buscar nuestra plenitud en el otro, nuestra felicidad en la felicidad del otro. La condición amorosa es una rendija por la que se introduce en nuestra vida la trascendencia, que nos proyecta más allá de nosotros mismos.

La otra rendija la encontramos en el duelo: la desaparición de la persona amada nos enfrenta a nuestra propia insuficiencia, porque tenemos necesidad de ella para ser verdaderamente quienes somos; el duelo es la negativa a aceptar su desaparición definitiva, su aniquilación, porque esa aniquilación es inconciliable con mi felicidad y con mi propia vida: la trascendencia aparece aquí como la imposibilidad de existir en soledad.

Los planteamientos del ateísmo “viejo, agresivo y destructivo” no conducen más que al regusto amargo de la propia insuficiencia. Este otro ateísmo que nos presenta Alain de Botton, que se toma a sí mismo en serio y se plantea cuestiones últimas de la vida humana, forzosamente tenía que desembocar en una apertura a la trascendencia. En los otros momentos de nuestra vida es fácil vivir “entretenido” y ajeno a ella. Pero en el amor y en el duelo la palpamos de tal manera que no nos vale ya con el viejo entretenimiento y necesitamos algo más –más grande y más profundo-, necesitamos abrirnos a un “más allá de nosotros” que nos pone en la pista de la verdad del hombre, que nos aparta de nuestra rutina y nos acerca a la valla para empujar hasta derribarla.









jueves, 22 de diciembre de 2011

DIOS A FAVOR




Hace tanto tiempo ya que nos acostumbramos a vivir la Navidad entre luces, música, felicitaciones y regalos, que se nos olvida cuál es el verdadero sentido de estas fiestas. Todavía a veces alguien nos recuerda aquello de los buenos deseos y paz y bien para todos, y sentimos que casi tocamos con los dedos el amor universal y, por supuesto, impersonal y preferentemente distante, muy distante: el prójimo no es más que el nombre de los que están más lejos y pertenecen a otras razas y otras lenguas: los que están aquí al lado son de otro género, más duros, más incómodos, más difíciles de aceptar.


Pero aún así: alguien insiste en llamar a estas fiestas “Fiestas de Invierno” porque están ya desprovistas de cualquier referencia a la primera Navidad, se disfrazan de otra cosa, de un sentimiento, o, mejor, de una forma de vida, de un principio de convivencia quizá. No es que se pierda la perspectiva de la fe, claro está, pero se la desvirtúa, se pasa por ella como de puntillas, no quiere repararse en ella. No son tiempos fáciles para la fe, y menos en estas horas de crisis en las que lo más urgente parece ser salvar los muebles sea como sea: “cueste lo que cueste”.


Y es curioso: nos hemos empeñado en presentar como lo más importante del hombre la racionalidad, la comunicación, la instrumentalización,… y la verdad es que, cuando entramos en cuentas con nosotros mismos nada de todo eso tiene importancia: acabamos de salir de un siglo enormemente aventajado en técnicas instrumentales, en medios de comunicación y de transporte de difusión mundial, en capacidad de análisis y desmenuzamiento de la realidad… que ha conseguido los más eficaces métodos de destrucción del hombre. Parecía que se estaba ganando la guerra contra la naturaleza hostil, y ahora nos preguntamos quién en concreto está ganando. No, la verdad es que no nos fiamos de nosotros mismos, tememos por nuestra seguridad porque los recursos que debían estar a nuestro servicio –la ciencia, la filosofía, la psicología, la economía- se levantan por encima de nosotros y nos llevan a donde no queremos ir. Nos sabemos débiles y tenemos miedo.


Ha resultado que nada de todo aquello era lo más importante: se nos había olvidado lo que sabe cualquier niño de tres o cuatro años: que lo más importante es el amor. Por eso Dios, -”Dios es Amor”-, rasga los cielos, abandona su trono y se nos presenta, completamente desvalido, entregado, inerme, a nuestra merced –como estamos siempre que amamos a alguien-, para que podamos mirarlo, tocarlo, dirigirnos confiadamente a Él -¿quién puede tenerle miedo a un niño?- Viene a reducir el mal a la impotencia, a devolvernos la paz, a fortalecernos y a darnos la seguridad que un niño tiene junto a su padre. Se acerca a nosotros y nos dice -¡cuántas veces!- “¡No tengáis miedo!”. Son las palabras con las que Dios saluda al hombre: a Zacarías, a María, a José, a los apóstoles que están en la barca sacudida por las olas, las palabras con las que les tranquiliza tras la Transfiguración y tras la Resurrección: “¡No tengáis miedo!”.


No tengamos miedo: por mal que parezcan ir las cosas, por encima de todo lo que va mal, Dios es Amor Todopoderoso. Y se ha implicado, se ha comprometido, ha apostado a nuestro favor, y ha apostado fuerte: toda la carne en el asador: se ha hecho uno de nosotros, se ha pasado a nuestro bando. No para un rato, o para unos años: para toda la eternidad, para siempre. Dios juega en nuestro equipo, está de nuestra parte: la partida está ganada.

domingo, 5 de septiembre de 2010

¡SEA HAWKING! Y HUBO OSCURIDAD...

El profesor Stephen Hawking saca ahora un nuevo libro en el que, según avanza el diario The Times, niega la existencia de Dios por considerarla una hipótesis científicamente inaceptable. El profesor de Astrofísica más conocido en el mundo –ninguno de los profanos en la materia ignoramos su nombre, ni conocemos el de ninguno de sus colegas- se apoya en sus enormes conocimientos de ciencia, y en su renombre mundial, para hacer pública una primicia: la Física puede demostrar que Dios no existe. Y, abochornados por el peso de su prestigio, el público enmudece admirado y se dispone a rectificar su paradigma. Parece como si Hawking nos repitiese la pregunta que un día formuló Marx (en este caso, Groucho): -“¿A quién vas a creer, a mí o a tus ojos?”

Porque no es algo evidente que Dios sea objeto de la Física. Todas las ciencias son construcciones parciales del hombre para entender la realidad. Pero son parciales: los criterios de la Biología, por ejemplo, no son válidos fuera del ámbito de la Biología: por eso, mientras los físicos nos dicen que el desorden aumenta incesantemente (aumento de la entropía), los biólogos afirman que lo que aumenta incesantemente es el orden (evolución de las especies).

No, ni la Física, ni ninguna otra ciencia, puede demostrar que Dios no existe, como tampoco puede demostrar que sí existe. Pero eso no es un defecto de la ciencia, sino simplemente la consecuencia del hecho de que Dios no es un dato empírico. No es el método científico mismo, sino la fe en el ilimitado alcance explicativo de la ciencia, lo que está reñido con la fe en Dios. Las ciencias son niveles importantes en una jerarquía ordenada de explicaciones de la realidad. Pero las ciencias, todas las ciencias, dejan fuera de sus teorías, hipótesis y modelos una buena porción de lo que existe en el mundo, y no están en condiciones de ofrecer explicaciones últimas.

A cambio de una entrada para ver lo que la ciencia ha sacado a la luz, los lectores de Hawking se comprometen a no preguntar sobre el sentido de las cosas. Deben mirar a los objetos expuestos a través de lentes que filtran los colores que no interesa que vean, y han de prestar atención a las partes, procesos y mecanismos componentes que hacen que las cosas funcionen de determinada manera, pero no al “todo” que componen.

La mejor manera de entender la fe es como respuesta a preguntas límite, no como soluciones a problemas particulares que la ciencia puede resolver por sí sola. La fe, como la ciencia, tiene que ver con lo que realmente ocurre en el universo, pero abre una dimensión de la realidad que no puede sino pasar desapercibida para la investigación científica.

Supongamos que tengo al fuego un cazo con agua hirviendo y alguien me pregunta por qué está hirviendo el agua. Puedo contestar que el agua hierve porque sus moléculas escapan a medida que se calienta el cazo. Es una explicación perfecta, pero no excluye otras. También puedo contestar que está hirviendo porque he encendido el fuego: otra explicación aceptable, pero que también permite seguir profundizando. En tercer lugar, puedo decir que está hirviendo porque quería hacerme un té… No tendría sentido decir que el agua hierve por la actividad molecular más que por mi deseo de tomar té, ni porque deseo tomar té más que porque he encendido el fuego

Razonando así, el profesor Hawking se esfuerza en negar su propia afirmación, y se expone a que actuemos en consecuencia. Cuando le vemos comunicarse a través de la voz metálica de un ordenador sentimos la tentación de decirle:

-Ese sonido que oigo procede de una máquina: sé cómo se produce y cómo se transmite. Hasta puedo expresarlo en términos matemáticos… Me temo, querido maestro, que tu existencia ya es sólo una hipótesis. Más aún: creo que no existes.

viernes, 27 de agosto de 2010

EL DIOS DE LOS ENFERMOS

Recientemente he tenido ocasión de asistir a una conferencia en la que un médico exponía sus experiencias como enfermo de cáncer y extraía de ellas conclusiones que podían ser útiles para los que le escuchábamos, médicos también todos nosotros. Y recuerdo que una de las afirmaciones que, aunque evidente y conocida de antemano, más me hizo pensar, fue que la diferencia entre él y nosotros era que nosotros todavía no teníamos cáncer.

Efectivamente, en una primera aproximación se puede decir que todo el que vive lo bastante acaba muriendo de cáncer, de modo que es ésta una enfermedad que nos aqueja a todos, a unos en forma actual, y a otros en esa forma especial que consiste en ir a padecerla. “Todos somos enfermos, unos ya y otros todavía no” podía ser el mensaje de aquella conferencia.

Y al oír esto vino a mi memoria una afirmación oída a propósito de un famoso pensador que, tras muchos años de hacer profesión de ateísmo, ante la proximidad de la muerte había experimentado una conversión profunda a Dios. El comentario pretendía desvalorizar su conversión, atribuyéndola al temor -“¡Bah, cuando se van a morir a todos les entra el miedo!”-, como si la proximidad de la muerte nos introdujese en un espejismo, como si nos alejase de la realidad.

La cuestión, efectivamente, es saber si esa inmediatez de la muerte desvirtúa la determinación de la voluntad o si, por el contrario, la sitúa en su lugar; si el sufrimiento, la angustia y el dolor sacan al hombre de su condición natural, o si es ésa precisamente la condición del hombre. Yo creo que no es necesario haber vivido muchos años o haber sufrido circunstancias excepcionalmente dolorosas para que nuestra propia experiencia nos ofrezca una respuesta clara: el hombre hace su vida desde la cuna entre aspiraciones, tensiones y deseos contradictorios, entre cosas que hace sin querer y pretensiones que no alcanza, rodeado siempre de limitaciones que lo condicionan, a veces decisivamente. Por debajo de las alegrías y satisfacciones que endulzan nuestra vida, escondida tras los fulgores momentáneos, subyace siempre la condición necesitada, menesterosa y débil del hombre, y eso nos hace comprender que nuestro conferenciante tenía razón, que el hombre enfermo somos todos, y que la perspectiva de quien se encuentra desasido de apoyos ante la muerte es, simplemente, la auténtica perspectiva humana. La proximidad de la muerte no nos aleja de la realidad, como quería hacer creer aquel comentario: lo que hace es, más bien, despojarnos del disfraz.

Es verdad que es fácil sentirse exultante y satisfecho cuando no tenemos experiencia del verdadero dolor y la vida es una fiesta. Pero cuando la fiesta se acaba, cuando entramos en últimas cuentas con nosotros mismos y nos hacemos la única pregunta que de verdad nos importa -“¿qué va a ser de mí?”-, entonces ya no nos sirven los viejos apoyos que dejamos atrás, unos apoyos que sólo nos sostienen a condición de que no necesitemos que nos sostengan. Lo que de verdad necesitamos en ese momento es un Amor cálido, profundo y total que nos sonría, nos abrace y nos conforte: lo que necesitamos entonces es al Dios de Abrahám, de Isaac y de Jacob, un Dios de vivos que tiene predilección por el menesteroso, que se enternece ante el necesitado; un Dios del que “no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos”. Los enfermos. O sea, todos nosotros.