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sábado, 14 de febrero de 2015

EL AMOR: NI QUÍMICA NI FÍSICA


A medida que avanza febrero los titulares de la prensa se centran en el amor y lo analizan desde diferentes puntos de vista. A mí siempre me ha llamado la atención la insistencia en considerarlo un asunto de química: "la química del amor" es un título que encontramos lo mismo en una revista del corazón que en publicaciones de divulgación científica, y a mí me deja la impresión de que no han acabado de entenderlo bien. Ortega hablaba de "pensamiento confundente" para referirse al pensamiento que toma una cosa por otra que tiene alguna relación con ella pero no es ella. Yo creo que éste es el caso: la química de que hablan esos articulistas es algo que tiene relación con el amor, pero no es el amor: serán circuitos neurológicos, sustancias químicas que encuentran detrás de determinadas sensaciones o emociones,... lo que sea, cualquier cosa; pero, desde luego, amor, no es. Uno se pregunta si hablan en serio, o si tienen verdaderamente alguna experiencia del amor.  

El amor no es una cuestión de química. Ni es tampoco una cuestión física, como también se oye decir. Sin duda todo eso tiene relación con el amor, claro, pero el amor es otra cosa. De la misma manera que la Pastoral de Beethoven no es una sucesión de ondas en el aire, aunque tenga que ver con ellas, o que la carta que une a dos personas separadas va más allá que la pura sustancia química que encontramos en el  papel.

Reducir el amor a eso es empobrecerlo, caricaturizarlo y quedarnos sin él. Que le pregunten a un amante rechazado si su amor no es nada más que química, que se lo pregunten a un amante correspondido. Creo que estas cosas no son más que el resultado de considerar el amor "asépticamente", desde fuera.  Lo que pasa es que mirarlo desde fuera es la forma de no ver nada. El amor no se mide, no se calcula, no se describe: el amor es un estado en que uno se encuentra, y desde el que se vive. No es algo que yo encuentro en mi vida, como encuentro las cosas que me rodean, o los sentimientos  y pasiones que me zarandean: en el amor estoy instalado, y desde él desarrollo mi vida. Mi vida, que no está hecha, ya lo sabemos. Mi vida, que tengo que imaginarla, escogerla y crearla yo, que es una tarea que tengo que proyectar y llevar adelante. Que se enriquece con la presencia del amor.

Cuando me enamoro el proyecto de mi vida cambia para englobar a esa persona, para hacerla inseparable de ese proyecto. Y si sólo soy yo mismo con la mujer que amo, no amarla sería como negar mi vida. No puedo imaginarme sin ella, sin amarla, porque hacerlo supondría ser otro que el que soy. Por eso el amor auténtico se presenta como irrenunciable, y, en esa medida, es felicidad.

Todo esto suena a puro lirismo, y eso es precisamente lo que es. El lirismo es el substrato de la vida, lo que la hace valiosa, lo que le da sentido; algo que la condiciona hasta el punto de que su ausencia nos hace exclamar "¡Esto no es vida!". Efectivamente, no hay vida sin lirismo. Vida humana, quiero decir, vida “biográfica”, personal: sin lirismo se degrada a simple biología, una vida “en hueco”, sin interés, sin atractivo: una vida vacía.

Por eso me entristece esa creencia tan ampliamente extendida que asegura que los hombres y las mujeres somos iguales. Porque, como en el caso de la "química del amor", esa afirmación no procede de la experiencia vital de nadie: no es más que una decisión tomada en frío, una abstracción. Lo que la experiencia diaria nos dice es justamente lo contrario: que cada uno de nosotros contempla la realidad como hombre o como mujer, que nuestro carácter sexuado destiñe a todos los ámbitos de la vida: nuestras cualidades y rasgos - la sensibilidad, y la voluntad, y el carácter de cada uno de nosotros, nuestra inteligencia y nuestro corazón- son, inevitablemente,  cualidades y rasgos masculinos o femeninos. 

“Gracias a Dios”, habría que añadir. Porque esa polaridad establece el “campo magnético” de la convivencia: colocarnos frente a otra forma de vida semejante a la nuestra, pero tan distinta en sus cualidades, con sus cauces, proyecciones y matices propios, nos obliga a imaginarla, a anticiparla, fuerza nuestra expectación y nos mantiene en tensión proyectados hacia ella. Es el origen de la ilusión, el calor a la orilla del camino.

Y ahí, detrás, está el amor.