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jueves, 2 de febrero de 2012

EMPUJANDO CONTRA LA VALLA




En algún lugar cuenta Saint-Exupéry que, siendo director del campo de aviación de Cabo Juby, tenía una granja en la que criaba gacelas, como era costumbre en el lugar. Las capturaban apenas nacían, y las encerraban en recintos al aire libre. No conocían la libertad, toda su vida la pasaban cautivas del hombre, que podía acercarse a ellas sin peligro, acariciarlas y darles de comer en la mano. Uno creería que estaban definitivamente domesticadas, pero un buen día se las encontraban presionando con sus cuernecitos contra la valla, empujando en dirección al desierto. Si entonces se acercaban a ellas para acariciarlas o darles de comer, regresaban a su rutina, pero apenas se las dejaba solas de nuevo, volvían a empujar, silenciosa y tenazmente, contra la valla. La conclusión que sacaba Saint-Exupéry era sencilla de puro evidente: las gacelas tenían nostalgia. No conocían la vida libre, pero en su interior bullía el anhelo por las largas carreras, por las distancias sin parapetos, por los saltos imprevistos, por los peligros de leones y chacales: el anhelo por la verdad de las gacelas.

Me venía esta historia a la cabeza al leer que el filósofo británico Alain de Botton propone construir un “templo del ateísmo” dedicado, según sus palabras, a “cualquier cosa positiva y buena, como el amor y la amistad”. Es su manera de ofrecer un antídoto al “viejo, agresivo y destructivo ateísmo” de Richard Dawkins y Christopher Hitchens, una forma de celebrar la bondad y la belleza. La idea no es nueva. Como ha señalado Luis Alfonso Gámez, hay ya asociaciones humanistas que tienen sedes en las que celebran matrimonios y funerales según el “rito ateo”.

No es casual que sean precisamente el amor y la amistad, los matrimonios y los funerales, las ceremonias que se celebran en estos templos del ateísmo, porque son los momentos en que sentimos con mayor evidencia nuestra menesterosidad. En el amor esa menesterosidad se manifiesta en nuestra orientación hacia el otro, en la necesidad que nos lleva a buscar nuestra plenitud en el otro, nuestra felicidad en la felicidad del otro. La condición amorosa es una rendija por la que se introduce en nuestra vida la trascendencia, que nos proyecta más allá de nosotros mismos.

La otra rendija la encontramos en el duelo: la desaparición de la persona amada nos enfrenta a nuestra propia insuficiencia, porque tenemos necesidad de ella para ser verdaderamente quienes somos; el duelo es la negativa a aceptar su desaparición definitiva, su aniquilación, porque esa aniquilación es inconciliable con mi felicidad y con mi propia vida: la trascendencia aparece aquí como la imposibilidad de existir en soledad.

Los planteamientos del ateísmo “viejo, agresivo y destructivo” no conducen más que al regusto amargo de la propia insuficiencia. Este otro ateísmo que nos presenta Alain de Botton, que se toma a sí mismo en serio y se plantea cuestiones últimas de la vida humana, forzosamente tenía que desembocar en una apertura a la trascendencia. En los otros momentos de nuestra vida es fácil vivir “entretenido” y ajeno a ella. Pero en el amor y en el duelo la palpamos de tal manera que no nos vale ya con el viejo entretenimiento y necesitamos algo más –más grande y más profundo-, necesitamos abrirnos a un “más allá de nosotros” que nos pone en la pista de la verdad del hombre, que nos aparta de nuestra rutina y nos acerca a la valla para empujar hasta derribarla.